domingo, 29 de marzo de 2009

Rosa Luxemburgo


la flor más roja del socialismo

Néstor Kohan
La revolución es magnífica... Todo lo demás es un disparate
Carta de Rosa Luxemburg a Emmanuel y Matilde Wurm
(18 de julio de 1906)
El socialismo no es, precisamente, un problema de cuchillo y tenedor,
sino un movimiento de cultura, una grande y poderosa concepción del mundo
Carta de Rosa Luxemburg a Franz Mehring
(febrero de 1916)

¿Por qué nos reencontramos con ella justo hoy?
Vivimos tiempos de crisis, rupturas, quiebres, reacomodamientos. Lo
que parecía estable y eterno, tiembla, se resquebraja, se degrada, zozobra. El
Estado de bienestar, los derechos sociales, las instituciones económicas de
posguerra, el sistema político-partidario tradicional, los “pactos sociales” entre
las burocracias sindicales y las patronales. Todo se pone en cuestión. Nadie
queda al margen. No hay espacio para el aislamiento. El mundo capitalista se
unifica explosivamente. Crece en extensión y en profundidad.
El capitalismo, desde su mismo nacimiento, ha transitado por muchas
crisis. Hasta ahora siempre las ha resuelto de la única manera posible, la que
única que conoce: con genocidio, barbarie, guerras, matanzas, tortura,
explotación y saqueos. Los costos de las recomposiciones capitalistas los han
pagado invariablemente los trabajadores, las clases subalternas, los pueblos
sometidos y todos los oprimidos de la historia. La violenta recomposición
capitalista que en Europa y EEUU siguió a las rebeliones de los ’60 y a la
crisis de los ’70 y en América Latina vino de la mano de las peores dictaduras
militares de la historia que aplastaron la insurgencia armada con más de
100.000 desaparecidos, cientos de miles de prisioneros torturados y varios
millones de exiliados, no es la excepción. Constituye tan sólo un pequeño
eslabón en la cadena oxidada con que el capital nos viene oprimiendo desde
hace ya demasiado tiempo.

La mundialización capitalista, como proceso histórico social, y el
neoliberalismo, como su legitimación ideológica, son producto de ese avance
sangriento del capital por sobre los trabajadores y su intento por disciplinar y
someter a todos los sujetos potencialmente contestatarios a escala global. La
profundización de la explotación, la marginación y la exclusión social no son
“accidentes”, “errores” o “excesos” sino el alma viva de este sistema de
dominación.


La propia izquierda, en sus diferentes vertientes, no ha quedado
inmune a esas violentas transformaciones sociales ocurridas durante el
último cuarto de siglo. La caída del muro de Berlín y el derrumbe ideológico
que lo acompañó han sido apenas la punta del iceberg de una serie de
cambios de época mucho más profundos.

La crisis terminal del stalinismo, otrora reinante en los países del Este,
no vino sola. La socialdemocracia de los principales países capitalistas
occidentales navegó durante los últimos años entre la corrupción descarada y
la adaptación al discurso y la práctica neoliberal. Mientras tanto, en la
mayoría de los países del tercer mundo los proyectos nacional-populistas de
posguerra terminaban siendo fagocitados por las reformas neoliberales, los
ajustes permanentes, la reestructuración de la deuda externa y la agresividad
militarista del imperialismo.

Ese panorama sombrío, signado por la contrarrevolución económica,
política, cultural y militar que tiñó el ocaso del siglo XX ha comenzado a
disiparse. No por arte de magia ni por “mandato ineluctable de la historia”
sino por las luchas sociales, las rebeliones populares y las movilizaciones
masivas. Hoy se respira otro aire. Vuelven a discutirse los grandes problemas
acerca de las alternativas al capitalismo que habían quedado fuera de la
agenda de la izquierda durante demasiados años. En Venezuela y en Cuba
enfrentadas cara a cara con el imperialismo norteamericano; en las rebeliones
populares que derrocan gobiernos títeres en Ecuador y Bolivia; en Brasil,
Argentina y Uruguay ante las frustraciones crecientes por las promesas
incumplidas de los gobiernos “progresistas”; pero también en el movimiento
altermundista de las grandes capitales europeas.

No es casual, entonces, que en ese horizonte de rebeldía y esperanza
reaparezca el interés por Rosa Luxemburg [1871-1919] en todos aquellos y
aquellas que se sienten parte del abanico de la izquierda radical,
anticapitalista y antiimperialista.

Cuando ya nadie se acuerda de los viejos pusilánimes de la
socialdemocracia, de los jerarcas cínicos del stalinismo, ni de los grandes
retóricos tramposos del nacional-populismo, el pensamiento de Rosa
Luxemburg continúa generando polémicas teóricas y enamorando a las
nuevas generaciones de militantes. Su espíritu insumiso y rebelde asoma la
cabeza —cubierta por un elegante sombrero, por supuesto— en cada
manifestación juvenil contra la mundialización de los mercados, las guerras
imperialistas y la dominación capitalista de las grandes firmas
multinacionales sobre todo el planeta.

Nadie que tenga sangre en las venas y un mínimo de independencia de
criterio frente a los discursos del poder puede quedar indiferente frente a ella.
Amada y admirada por las y los jóvenes más radicales y combativos de todas
partes del mundo, Rosa sigue siendo en el siglo XXI sinónimo de rebelión y
revolución. Esos dos fantasmas traviesos que “el nuevo orden mundial” no ha
podido domesticar. Ni con tanques e invasiones militares ni con la dictadura
de la TV. Actualmente, su memoria descoloca y desafía la triste mansedumbre
que propagandizan los mediocres con poder.

El simple recuerdo de su figura provoca una incomodidad insoportable
en aquellos que intentan emparchar y remendar los “excesos” del
capitalismo... para que funcione mejor. Los que reciclan y maquillan las viejas
utopías reaccionarias intentando “convencer” pacíficamente y con buenos
modales al capital para que nos explote —un poquito— menos y a sus
instituciones para que sean —un poquito— democráticas. Cuando los
desinflados y arrepentidos de la revolución entonan antiguos cantos de
sirena, disfrazados hoy con el ropaje de la “tercera vía” o el “capitalismo con
rostro humano”, la herencia insepulta de Rosa resulta un antídoto formidable.
Sus demoledoras críticas al reformismo —que ella estigmatizó sin piedad en
Reforma o revolución y en La crisis de la socialdemocracia— no dejan títere con
cabeza. Constituyen, seguramente, uno de los elementos más perdurables de
sus reflexiones teóricas.

Volver a respirar el aire fresco de sus escritos permite admirar la
inmensa estatura ética con que ella entendió, pregonó, militó y vivió la causa
mundial del socialismo. Una ética incorruptible, que no se deja comprar ni
poner precio alguno. Una ética que levanta su dedo acusador contra la
corrupción mediante la cual el neoliberalismo del Tío Sam asfixió al mundo
durante el último cuarto de siglo, acompañado por su obediente y servil
sobrina, la socialdemocracia europea y latinoamericana.
Además de refutar y combatir apasionadamente al reformismo en todas
sus vertientes, Rosa también fue una dura impugnadora del socialismo
autoritario. En un folleto sobre la naciente revolución rusa que ella escribió
en prisión, durante 1918, hundió el escalpelo en los potenciales peligros que
entrañaba cualquier tipo de tentación de separar el ejercicio del poder
soviético de la democracia obrera y socialista.
Ante el bochornoso derrumbe de la burocracia soviética —que dilapidó
el inmenso océano de energías revolucionarias generosamente brindado por el
pueblo soviético, tanto en asalto al cielo de 1917 y en la guerra civil como en
su heroica victoria sobre el nazismo— aquellas premonitorias advertencias de
Rosa merecen ser repensadas seriamente.
Revolucionaria de cuerpo y alma

Su energía impetuosa y siempre en vilo aguijoneaba a los que
estaban cansados y abatidos, su audacia intrépida y su entrega hacían sonrojar
a los timoratos y a los miedosos. El espíritu atrevido, el corazón ardiente
y la firma voluntad de la «pequeña» Rosa eran el motor de la rebelión
Clara Zetkin

¡Qué difícil debe haber sido en su tiempo participar en política siendo
mujeractriz ! Sin embargo, violentando la mediocridad patriarcalista de su
época, Rosa Luxemburg se convirtió en una de las principales dirigentes y
teóricas del socialismo... ¡a nivel mundial! No sólo combatió el machismo de la
sociedad capitalista sino que también puso en duda las jerarquías y
relaciones de poder —de género, de edad, de nacionalidad— que impregnaban
y manchaban al socialismo europeo de aquellos años. Jamás aceptó caer en la
trampa que le tendió la dirección del SPD (Partido Socialdemócrata Alemán)
cuando le sugirió que se ocupe exclusivamente de los problemas de la mujer
dejando “la gran política” en manos de la vieja jerarquía parlamentaria. Así
pensaban sacársela de encima. Ella no tragó el anzuelo.
Como lo relatan varias biografías y aquella memorable película de
Margarethe von Trotta protagonizada por la hermosa actriz Barbara Sukowa
que la representa, ya de muy joven Rosa se metió de lleno en el Partido
Socialdemócrata Alemán. Corría con desventaja. Era judía y polaca (dos
palabras malditas para la cultura alemana...). No sólo publicó artículos en la
prensa del SPD y libros sino que fue una de las principales instructoras de las
escuelas políticas del partido (principalmente en temas económicos).

A poco de transitar, entró en colisión con los principales ideólogos de
esta organización: Eduard Bernstein [1850-1932], cabeza del “socialismo
revisionista”, y más tarde Karl Johann Kautsky [1854-1938], líder del llamado
“marxismo ortodoxo”. Con diversos argumentos, los dos se oponían a los
cambios sociales radicales y revolucionarios. Al igual que Lenin, Rosa
polemiza con ambos. Primero chocará con Bernstein, en 1898, y luego con
Kautsky, en 1910.

Pero ella no estuvo sola. Mientras polemizaba con los jefes de la
burocracia parlamentaria del partido socialdemócrata alemán (SPD) y sus
principales ideólogos, trababa estrecha amistad con Franz Mehring [1846-
1919], el célebre biógrafo de Karl Marx. También con Karl Liebknecht [1871-
1919] y Clara Zetkin [1857-1933], sus dos grandes compañeros de lucha.
Cuando en 1905 se produjo la primera revolución rusa, ella intentó
extraer todas las consecuencias teóricas para el mundo occidental. ¿Qué
relación hay entre los movimientos sociales contestatarios y las
organizaciones políticas revolucionarias? Un debate que aún hoy, cuando se
cumple un siglo de aquella revolución, sigue abierto y latente.
Más tarde, Rosa saludó la revolución bolchevique de 1917 de manera
entusiasta. Allí veía realizado el gran sueño de liberación de los oprimidos.
Pero su defensa de los bolcheviques no fue acrítica. Mientras apoyaba,
polemizó con Lenin. Lo hizo antes y también después del triunfo
revolucionario. Éste último, en febrero de 1922, llegó a decir de ella que
“Suele suceder que las águilas vuelen más bajo que las gallinas, pero una
gallina jamás puede remontar vuelo como un águila. Rosa Luxemburg se
equivocó [...] pero, a pesar de sus errores, fue —y para nosotros sigue siendo—
un águila [...] en el patio de atrás del movimiento obrero, entre los montones de
estiércol, las gallinas tipo Paul Levi, Scheidemann y Kautsky cacarean en torno
a los errores de la gran comunista. Cada uno hace lo que puede”.

La vida de Rosa no fue fácil. Estuvo varias veces —como mínimo en
nueve ocasiones— en prisión. En una de las más extensas, la burguesía la
mantuvo en cautiverio durante la guerra mundial hasta fines de 1918.
Cuando salió, se puso a la cabeza de la Liga Espartaco, que luego se
transformó en el naciente Partido Comunista Alemán (PCA).
Al dirigir el levantamiento de los trabajadores insurrectos, Rosa
Luxemburg se ganó el odio de la derecha alemana. Pero no sólo de la
derecha... también de los socialdemócratas, hasta pocos años antes, sus
antiguos compañeros.
La vida de Rosa fue apasionante. Rompió con los moldes trillados.
Nunca aceptó bajar la cabeza. Se rebeló y, confiando en su propia
personalidad, entregó lo mejor de sus energías a la noble causa de la
revolución mundial, la causa de la clase trabajadora, de los explotados y las
oprimidas del mundo.

Viejos y nuevos reformismos, enfermedades seniles del socialismo
No se puede arrojar contra los obreros insulto más grosero ni calumnia más
indigna que la frase «las polémicas teóricas son sólo para los académicos».

Rosa Luxemburg: Reforma o revolución
Desde que surgieron las protestas obreras contra la sociedad
capitalista, dos corrientes convivieron en el seno del campo popular.
Una primera tendencia, conocida como “reformismo”, cree que el
capitalismo se puede ir mejorando de a poco. Reforma tras reforma, los
trabajadores podrían ir avanzando lentamente hacia una mejor sociedad. Esta
última iría cambiando según un patrón lineal: la evolución, de lo peor a lo
mejor, pasito a pasito sin jamás pegar un salto. En sus comienzos históricos
esta tendencia sostenía que la evolución pacífica y gradual del capitalismo
conduciría a una sociedad más racional, el socialismo. El tránsito entre el
capitalismo y el socialismo debería realizarse paulatinamente.
Hoy en día esta ideología se ha ido modificando en forma notable. Entre
el reformismo de ayer y el de hoy mucha agua ha corrido bajo el puente. La
degradación política e ideológica de esta corriente —siempre presentada con
nuevos ropajes y nuevas vestimentas— se ha multiplicado. Comparados con
los actuales exponentes del reformismo, los más tímidos ideólogos del Partido
Socialdemócrata Alemán de principios de siglo pasado parecerían unos
jóvenes incendiarios y alocados en busca de adrenalina.
Actualmente, el reformismo ya no cree que al final de la marcha
evolutiva y pacífica de la sociedad nos espera el socialismo. Sus partidarios se
conforman tan sólo con lograr reformas —más o menos avanzadas— dentro
mismo del orden capitalista. Pero la disminución de las expectativas de
cambio y la profundización de su adaptación al statu quo corren parejas con
su creciente malabarismo verbal. Toda la audacia y el arrojo que no aplican
en su actividad y en sus análisis políticos, los reemplazan por una creciente
pirotecnia discursiva. Como si una nueva jerga pudiera ocupar el espacio que
deja vacío la ausencia de perspectiva política antisistémica. Y entonces,
encubriendo las añejas cantinelas moderadas, aparecen en la palestra de los
neorreformistas las “novedosas” propuestas de una “democracia radical”
(Ernesto Laclau), una “democracia absoluta” (Toni Negri) o una “democracia
participativa” (Heinz Dieterich). Siempre cuidándose de eludir o esquivar la
cuestión del socialismo y la confrontación con el poder del capital. Por eso,
hasta Bernstein hubiera parecido un “ultra” al lado de estos reconocidos
teóricos.

La segunda tendencia, de carácter revolucionaria, realiza críticas
radicales contra el capitalismo. A diferencia del reformismo, aspira a cambiar
de raíz la sociedad para acabar no sólo con “los excesos” sino con la
explotación y la dominación mismas. No hay otra vía que el socialismo. Tener
en claro esa perspectiva, aunque no goce del aplauso de los suplementos
culturales de los diarios “serios”, de la consagración de los monopolios
editoriales o del beneplácito de las principales Academias, debe seguir siendo
la estrella que guíe el cielo de las izquierdas radicales de nuestro tiempo.
Desde su primera juventud hasta su asesinato, Rosa Luxemburg fue
precisamente una de las más brillantes representantes de esta segunda
corriente y una aguda polémica de la primera. Todos sus escritos, sean de los
temas que sean, sólo se pueden comprender a partir de esta perspectiva
apasionadamente crítica del reformismo.


El marxismo revolucionario de Rosa,
la dialéctica y el problema del poder
En nuestra época, producto de varias derrotas populares, de las
frustraciones de los experimentos del “socialismo real” y de la desbandada
ideológica que los acompañó ha cobrado cierta notoriedad la peregrina idea de
que los trabajadores y la gente de izquierda no deben aspirar a la toma del
poder.

De la mano de varios pensadores posestructuralistas —Toni Negri es
quizás el más famoso de todos ellos pero de ninguna manera el único— lo que
sobrevuela es una visión política de tintes marcadamente reformistas. Una
orientación encubierta que impregna dicho emprendimiento filosófico,
pretendiendo labrar por decreto el entierro de la dialéctica, la defunción de
todo sujeto revolucionario, el abandono de la lógica de las contradicciones
explosivas y la cancelación de toda perspectiva de confrontación con el Estado
por su carácter supuestamente “autoritario” o jacobino. Una vieja ilusión que
sueña, “ingenuamente”, cambiar la sociedad... sin plantearse la revolución ni
la toma del poder (John Holloway dixit). La verdad última de esta “novísima
teoría” constituye desde nuestro punto de vista la legitimación metafísica de
la impotencia política. El convertir la necesidad en virtud, la debilidad
momentánea en un proyecto estratégico, un momento particular de la historia
en una definición ontológica.

Esta legitimación ya no se hace en nuestros días apelando al lenguaje
ingenuo de Juan B. Justo [fundador del Partido Socialista argentino a fines
del siglo XIX, seguidor de E.Bernstein y J.Jaures, una de las cabezas de la
socialdemocracia sudamericana a comienzos del siglo XX], o de cualquier otro
socialista moderado de antaño. Se realiza a través de toda una nutrida serie
de giros filosóficos, políticos, teóricos; que dan una y mil vueltas alrededor de
la tradición marxista. El caso de Negri es muy expresivo en ese sentidoi.
Sin embargo, en el fondo, lo que está operando ahí es una vieja idea
reformista según la cual no se puede concretar la revolución ni se puede
luchar por el poder. Por eso, personas que provienen de la derecha de los
medios de comunicación, o de sectores reaccionarios de la universidad,
abrazan rápidamente esta literatura, sin mayores trámites. Quien no quiera
ser desprevenido o “inocente” debería preguntarse por los motivos de tan
súbita e inexplicable adopción.

Así, de este modo, se acusa a los revolucionarios que plantean la lucha
estratégica por el poder, de “haberse quedado en el pasado”, de “estatalistas”
(pensando que para los revolucionarios todo pasa, únicamente, por el Estado),
de querer sustituir a la clase obrera, de “burocráticos”, “verticalistas”,
“foquistas”, “partisanos”, “jacobinos”, “terroristas” y muchos otros adjetivos de
idéntico tenor denigratorio...

El gran antecesor de esta literatura filosófica, que dialoga con el
marxismo a condición de que éste abandone su perspectiva revolucionaria —
en el terreno político— y se desprenda de una vez por todas de su metodología
dialéctica —en la esfera filosófica— es precisamente un adversario de Rosa
Luxemburg... Eduard Bernstein.
De todas las múltiples escuelas de pensamiento que arremetieron
contra la lógica dialéctica, probablemente Eduard Bernstein haya sido quien
más lejos vio las implicancias, no sólo teóricas o filosóficas, sino
principalmente políticas que estaban presupuestas en la polémica sobre el
vínculo de Hegel y Marx, entre la dialéctica y el marxismo.
Muchísimo antes que Toni Negri hiciera famosa la formulación,
Bernstein había sostenido en su libro Las premisas del socialismo y las tareas
de la socialdemocracia (1899) que “con el sistema hegeliano culmina la
evolución de la razón política del estado de policía iluminado en la edad de la
Restauración”. Negri repite contra Hegel palabras casi textuales en su
elebrado Imperio...

Quizás alguien que recién “se chocó”, de casualidad, con Negri en una
librería o sus amigos le dijeron que hay que leerlo porque es “el último grito
de la filosofía” o “descubrió” en algún diario de derecha que este pensador
“superó al marxismo”, etc., etc., ni siquiera haya escuchado hablar de
Bernstein...
¡Pero las críticas de Toni Negri a la noción de sujeto y su intento por
extirpar del pensamiento marxista la dialéctica provienen de allí! ¡Son mucho
más viejas de lo que se supone! Bernstein no había escuchado hablar de
internet —él lo escribe en 1899, ni siquiera se había inventado la radio o la TV
— y ya promovía el abandono de la dialéctica... Luego, el rechazo de la
dialéctica que hace Negri nada tiene que ver con “la emergencia de Internet y
las nuevas tecnologías” o alguna otra instancia de hipermodernidad, como se
supone por allí. Responde a una lectura filosófica muchísimo más antigua que
internet. Ni siquiera existían automóviles cuando se formuló...
Bernstein, quien no era ningún improvisado ni desprevenido, fue
mucho más allá de la clásica crítica contra la dialéctica de Hegel que le
atribuye conservadurismo prusiano. Con gran sagacidad este dirigente
socialista alemán atribuía a la teoría de las contradicciones de lo que
denominaba “la dialéctica radical hegeliana” la responsabilidad del
“blanquismo” [corriente política de Auguste Blanqui], del “babuvismo”
[corriente política de Graco Babeuf], del “voluntarismo”, de la concepción
“conspirativa” y “demagógica” de “la revolución permanente”, del “terrorismo
proletario” y de “la teoría que exalta el culto a la violencia en la historia”... En
su pluma todas estas acusaciones, sin excepciones, iban dirigidas contra el
marxismo revolucionario.

En un agregado (de 1920) a la segunda edición de su libro, Bernstein
prolonga estas apreciaciones hasta incluir entre la “descendencia” política de
la lógica dialéctica hegeliana también al bolchevismo (al cual se opuso como
cabeza de los sectores más moderados y reformistas de la II Internacional).
Aunque gran parte de la obra de Bernstein hoy carece absolutamente
de actualidad e interés para un lector contemporáneo, bien vale la pena releer
sus críticas al método dialéctico (muy anteriores a las de Galvano Della Volpe
o Luis Althusser, fuentes de las que se nutre Negri). Porque él, muy
lúcidamente, vinculaba la dialéctica metodológica que Marx construye a partir
de Hegel con esa concepción política que caracterizaba como “blanquista”,
“terrorista”, “jacobina”... Mantenía por las posiciones radicales una antipatía y
un desprecio que jamás disimuló.

Para Eduard Bernstein, lo “peligroso” del método dialéctico reside en
que conduce directamente al socialismo revolucionario. No a una marxología,
por nombrarla de algún modo, tímidamente académica e inofensiva, sino a un
marxismo activista, praxiológico, radical y revolucionario, que enfoca toda su
energía práctica y su pensamiento hacia la toma del poder.
Nietas de los añejos planteos de Bernstein, gran parte de las
formulaciones contra la dialéctica y el marxismo revolucionario —definido
como “jacobino”, “partisano”, “leninista” etc., etc., etc.— que se escuchan y se
leen hoy en día también son hijas del eurocomunismo.
En una parte importante de Europa occidental, tras la derrota del 68 (a
la que ellos contribuyeron, dando la espalda a toda rebelión que no
controlaran), los antiguos partidos comunistas se van acercando
paulatinamente a la socialdemocracia. La transición entre el viejo stalinismo y
la socialdemocracia (el ex PC italiano —hoy Partido Democrático de Izquierda,
PDS— es el gran emblema en este sentido), está dada por un período
intermedio, que comienza en los ’70. Es la época —1974— cuando Enrico
Berlinguer, secretario general del PC italiano, firma con la Democracia
Cristiana un “compromiso histórico” para... no tomar el poder de Italia.
No casualmente, ésos son los años en los que cobran vuelo y se ponen
de moda el posestructuralismo y el posmodernismo en el ámbito de la
ideología. En política, la emergencia ideológica de estas corrientes acompañan
el auge del eurocomunismo, signado por la renuncia a la lucha revolucionaria
y a la toma del poder político. Todos los partidos eurocomunistas plantean
algo que ya venía promoviendo, desde 1956, el PC de la URSS: “la transición
pacífica al socialismo”. Aun cuestionando el liderazgo asfixiante del PC
soviético, el eurocomunismo sigue fielmente su línea política. Cuestionan a
quién lo dice pero no lo qué se dice. Se distancian del mensajero, pero se
quedan con el mensaje.

¿La actual negativa a plantearse, siquiera como hipótesis u objetivo
estratégico a largo plazo, la toma del poder político tiene su fuente en la
experiencia del eurocomunismo? Creemos que sí, que entre uno y otro existen
notables vasos comunicantes que tuvieron una fuerte repercusión en América
Latina, particularmente durante el experimento chileno de la “vía pacífica al
socialismo”.

Por ejemplo, cada 11 de septiembre, se cumple un nuevo aniversario de
la derrota y asesinato en Chile de nuestro querido Salvador Allende. Un
entrañable compañero que dio la vida por lo que pensaba. Un ejemplo para la
juventud. Ahora bien, ¿la derrota del intento de realizar una “transición
pacífica” al socialismo no nos deja ningún balance? ¿Se puede marchar hacia
“otro mundo posible”, hacia una sociedad no capitalista, sin tomar el poder
real de la sociedad, contentándose únicamente con determinados puestos en
la administración del gobierno cuando no directamente algunas pocas
localidades regionales? ¿La tragedia sangrienta de Chile, en 1973, no nos
enseñó nada? ¿No deberíamos reflexionar acerca de ella?
Los capitalistas miran el mundo a nivel global (así operan...), pero
prescriben para los anticapitalistas luchas fraccionadas, puntuales y
microscópicas, sin ninguna coordinación orgánica ni articulación estratégica
general...

Los empresarios y las firmas multinacionales manejan el poder político
de los Estados, pero prescriben a los sectores anticapitalistas que se resignen
a la IMPOTENCIA y no luchen por el poder político...
Rosa Luxemburg, en cambio, ubicaba en la toma del poder el problema
central de la revolución y el núcleo estratégico de la transformación social.
Gran parte de sus polémicas con el oportunismo, el parlamentarismo y el
reformismo se comprenden a partir de ese énfasis indisimulado en la cuestión
del poder. Desde ese ángulo, el pensamiento político de Rosa permite cortar
amarras, tanto con el parlamentarismo institucionalista (que deposita toda
sus energías en ganar dos o tres escaños en la maquinaria del Estado como si
ésta fuera neutral) como con el anarquismo (y su derivado contemporáneo, el
autonomismo, con su festejado rechazo de toda lucha política de alcance
general)ii.

Nada mejor que recurrir a Rosa para rescatar la dimensión libertaria y
rebelde del marxismo (que tan opacada estuvo durante el stalinismo) sin
ceder al mismo tiempo a esa mezcla académica de jerga neoanarquista,
ilusiones reformistas y fantasías encubiertamente liberales.
Si el socialismo autoritario, que de la mano del stalinismo tanto daño le
causó a la revolución mundial, ya no convence a nadie ni enamora a ningún
joven que tenga sangre en las venas, dicha mezcla académica
seudoanarquista sí goza todavía de cierto “prestigio” y llegada en la juventud.
Las metafísicas “post”—que, dando barniz teórico al autonomismo,
afloraron en Europa occidental después de la derrota de 1968— no hicieron
más que girar y girar en torno a la pluralidad de relaciones cristalizadas y
congeladas en su dispersión. Las enaltecieron en su carácter de
singularidades irreductibles a toda convergencia política que las articule
contra un enemigo común: la explotación generalizada, la subordinación
(formal y real) y la dominación del capital. De esta manera, bajo la apariencia
de haber superado por anticuada la teoría marxista de la lucha de clases en
función de una supuestamente “radicalizada” teoría de la multiplicidad de
puntos en fuga y una variedad de ángulos dispersos, lo único que se obtuvo
como resultado palpable fue una nueva frustración política al no poder
identificar un enemigo concreto contra el cual dirigir nuestros embates y
nuestras luchas. Las metafísicas “post” elevaron a verdad universal, incluso
con rango ontológico, la impotencia política de una época histórica
determinada.
De esta manera, bajo el dialecto “pluralista” y pseudolibertario, se
terminó recreando en términos políticos la añeja herencia liberal que situaba
en el ámbito de lo singular la verdad última de lo real. De la mano de un argot
neoanarquista meramente discursivo y puramente literario (que poco o nada
tiene que ver con la combatividad de los heroicos compañeros obreros
anarquistas que en Argentina, para dar un solo ejemplo, encabezaron las
rebeliones clasistas de la Patagonia durante los años ’20 o en España durante
los años ‘30) se termina relegitimando el antiguo credo liberal de rechazo a
cualquier tipo de política global y de refugio en el ámbito aparentemente
incontaminado de la esfera privada.
Con menos inocencia que en el siglo XVIII... ahora, este liberalismo
filosófico redivivo —que se vale de la jerga libertaria únicamente como
coartada legitimante para presentar en bandeja “de izquierda” viejos lugares
ideológicos de la derecha— ya no lucha contra la nobleza ni contra la
monarquía. Enfoca sus fusiles con el fin de neutralizar o prevenir toda
tentación que apunte a conformar en el seno de los conflictos contemporáneos
cualquier tipo de organización revolucionaria que exceda la mera lucha
reivindicativa de guetto o el inofensivo poder local. Que muchos de los
motivos ideológicos posestructuralistas, formalmente “neoanarquistas”,
corresponden en realidad al liberalismo no constituye sólo nuestra opinióniii.
La gran diferencia entre la época y las polémicas en las que intervino
Rosa contra el reformismo y los debates actuales entre marxismo
revolucionario y posestructuralismo consiste en que en aquella época no se
ponía en discusión la perspectiva del socialismo. Hoy en día sí. Antes había
una divergencia en torno a los métodos, no a los fines. En nuestro presente lo
que está en discusión es, primero que todo, si queremos y deseamos o no el
socialismo. En segundo lugar, si para realizarlo hace falta o no una
revolución, la toma del poder y un proyecto estratégico de alcance global, no
meramente local o microscópico. En ambos planos la reflexión de Rosa es
inequívoca. Únicamente con el socialismo se podrá construir un modo de vida
y convivencia social más racional y humano. Para ello no hay otro camino que
la toma revolucionaria del poder y la transformación permanente a escala
global de la sociedad.
Rosa no albergaba ninguna ilusión en cambiar la sociedad eludiendo la
cuestión de la toma del poder. Tampoco se puede ocultar a los ojos del pueblo
trabajador la necesidad de responder a la violencia represiva del sistema —
violencia de arriba— con la violencia popular —violencia de abajo—.
Sus análisis sobre el poder y la violencia en la historia jamás se
limitaron a una cuestión meramente agitativa, propagandística, consignista ni
replegada en las mayores o menores oportunidades de una coyuntura. Sus
análisis sobre la violencia y el poder no sólo forman parte medular de su
estrategia política anticapitalista sino que también, y al mismo tiempo,
constituyen un eje central de su lectura de la concepción materialista de la
historia y su crítica de la economía política.
No es casual ni caprichoso que Rosa haya profundizado en El Capital de
Marx, despejando las lecturas brutalmente economicistas que se hicieron de
esa obra, señalando en relación con la violencia que: “No se trata ya de la
acumulación primitiva [originaria] sino de una continuación del proceso
hasta hoy. [...] Del mismo modo que la acumulación del capital, con su
capacidad de expansión súbita, no puede aguardar el crecimiento natural de la
población obrera ni conformarse con él, tampoco podrá aguardar la lenta
descomposición natural de las formas no capitalistas y su tránsito a la economía
y al mercado. El capital no tiene, para la cuestión, más solución que la
violencia, que constituye un método constante de acumulación de
capital en el proceso histórico, no sólo en su génesis, sino en todo
tiempo, hasta el día de hoy”iv.
Su conclusión es taxativa. Frente a quienes leían —y siguen leyendo—
la obra magna de Marx como un simple tratado “rojo” de economía, donde la
violencia, el ejercicio de la fuerza material y las relaciones de poder quedaban
recluidas únicamente en los albores iniciales de la producción capitalista —
durante la llamada “acumulación originaria”—, Rosa destaca que la violencia
continúa en las fases maduras del desarrollo del capital. No sólo continúa...,
¡se profundiza!. No hay pues acumulación de capital —su objeto de
indagación— sin violencia. No existe “economía pura” sin poder. No
habrá pues superación del capital sin que el pueblo apele a una respuesta
contundente frente a ese poder y esa violencia.
Rosa nos aporta una imprescindible y aguda mirada de la sociedad
contemporánea que supera ampliamente las distintas fases y sucesivos
reciclajes del viejo equívoco reformista de “cambiar la sociedad sin tomar el
poder”. Tanto en el caso de Bernstein (de principios de siglo), en el de la
doctrina soviética de la “coexistencia pacífica” (de los años ’50 y ’60) y en el
del eurocomunismo (de los ‘70) como en el de la moda académica actual.
El método dialéctico y la totalidad
Rosa Luxemburg es la mente más genial entre los herederos científicos de Marx y Engels

Franz Mehring
A pesar de su exasperante reformismo Bernstein tenía,
paradójicamente, razón. La estrategia política del marxismo revolucionario es
inseparable de sus puntos de vista metodológicos. Toda la obra de Rosa —
donde se articulan sus reflexiones sobre el poder y sus investigaciones sobre
el método— sirve para corroborar esa tesis de Bernstein.
Ninguna categoría ha sido más repudiada, castigada y desechada en las
últimas décadas que la de “totalidad”. Las vertientes más reaccionarias del
posmodernismo francés y del pragmatismo norteamericano han asimilado
cualquier visión totalizadora con la metafísica. A ésta última la igualaron, a su
vez, con el pensamiento “fuerte”, de donde dedujeron que en ese tipo de
racionalidad se encuentra implícita la apología del autoritarismo.
De este modo han intentado desechar los grandes relatos y narrativas
de la historia, todo proyecto de emancipación, la categoría de “superación”
(aufhebung) y cualquier visión totalizadora del mundo.
Ahora bien, esa categoría tan vilipendiada —la de totalidad— es central
en el pensamiento dialéctico de Rosa y en su crítica de la economía
capitalista. Ella consideraba que el modo de producción capitalista constituye
una totalidad. Nunca se puede comprender si se fragmentan cualquiera de
sus momentos internos (la producción, la distribución, el cambio o el
consumo). El capitalismo los engloba a todos en una totalidad articulada,
según un orden lógico que a su vez tiene una dinámica esencialmente
histórica. Por eso, cuando intenta explicar en las escuelas del partido (el SPD)
el problema de “¿Qué es la economía?” dedica buena parte de su exposición a
desarrollar no sólo las definiciones de la economía contemporánea sino
particularmente la historia de la disciplina.
Esa decisión no era arbitraria. Estaba motivada por la misma
perspectiva metodológica que llevó a Marx a conjugar lo que él denominaba el
“modo de exposición” con el “modo de investigación”, dos órdenes del discurso
científico crítico que remitían al método lógico y al método histórico. Para el
marxismo revolucionario que intenta descifrar críticamente las raíces
fetichistas de la economía burguesa no hay simple enumeración de hechos —
tal como aparecen a la conciencia inmediata en el mercado, según nos
muestran las revistas y periódicos de economía— sin lógica. Pero a su vez no
existe lógica sin historia.
La categoría que permite articular en el marxismo la lógica y la historia
es la de totalidad, nexo central de la perspectiva metodológica que Rosa
aprendió de Marx (como bien se encargó de destacar con detalles Lukács en
Historia y conciencia de clase). No importa si sus correcciones a los esquemas
de reproducción del capitalismo que Marx describió en el tomo II de El Capital
son correctas o no. Lo importante es el método empleado en ese análisis. Rosa
quizás pudo equivocarse en algunas conclusiones de La acumulación del
capital pero no se equivocó en emplear el método dialéctico.
Toda la reflexión de Rosa gira metodológicamente en torno a este
horizonte. Reactualizar hoy ese ángulo nos parece de vital importancia, sobre
todo si tomamos en cuenta que en el último cuarto de siglo se ha intentado
fracturar toda perspectiva de lucha contra el capitalismo en su conjunto en
aras de los “micropoderes”, los “microenfrentamientos capilares” y con una
apología acrítica centrada en el poder local, etc, etc. Sin cuestionar la
totalidad del sistema capitalista, cualquier reclamo y cualquier crítica al
sistema se vuelven impotentes y pasibles de ser neutralizados.
Impulso revolucionario y burocracia sindical:
los debates sobre la huelga de masas
Uno de los mayores equívocos que se han desplegado en torno a Rosa
reside en su supuesto “espontaneísmo” y en la pretendida subestimación de
la política que se encontraría en sus escritos. Particularmente en lo que atañe
a los debates sobre la huelga de masas y la revolución rusa de 1905.
El debate sobre la huelga de masas se instala y comienza a circular en
la literatura marxista de la II Internacional entre 1895 y 1896. Fue Parvus
[Aleksandr Helfand] el primer publicista que encaró el tema de la huelga
política vinculándolo a la discusión sobre el golpe de estado. Lo hace en una
serie de artículos publicados en la revista teórica del Partido Socialdemócrata
Alemán (SPD) a propósito de las amenazas golpistas de un general llamado V.
Boguslawski. Más tarde, en 1902, se produce una huelga general política en
Bélgica que demandaba sufragio universal e igualitario. Fracasó. La discusión
sobre esta huelga constituyó la segunda etapa del debate sobre la huelga de
masas. Participaron en él Emile Vandervelde, Franz Mehring y la misma Rosa.
Hasta que sobrevino la primera revolución rusa contra el zar, que comenzó
con la represión sangrienta del 22 de enero de 1905. Ese fue el disparador
para el mayor aporte de Rosa a este debate, condensado en su obra Huelga de
masas, partido y sindicatos, redactada en el exilio de Finlandia en agosto de
1906.

Adoptando como modelo de inspiración la naciente revolución rusa,
Rosa interviene desde el comienzo poniendo en discusión la burocratización
de los poderosos y al mismo tiempo impotentes sindicatos alemanes que le
tenían auténtico pánico a la huelga general. Como en todo debate, no se
entiende nada de las tesis de Rosa si se hace abstracción de con quien está
discutiendo. El interlocutor de la polémica marca gran parte del terreno y la
tonalidad de los argumentos en todo debate. Si no se sabe o directamente se
desconoce el objeto de su polémica, entonces se puede construir una Rosa
Luxemburg a gusto y piacere..., potable para cualquier cosa. Incluso para
enfrentarla con el marxismo.
Pero ella era muy concreta, muy explícita, cuando señalaba que estaba
polemizando contra: “los fantoches burocráticos que vigilan celosamente el
destino de los sindicatos alemanes”v.
Estos funcionarios de carrera, que hacía años habían abandonado la
perspectiva de la revolución, temían más que a la muerte a la huelga de
masas, pues les haría perder estabilidad en sus posiciones conquistadas en
las negociaciones con las patronales y el Estado. Algo no muy distinto de lo
que experimentó el sindicalismo burocrático europeo entre 1945 y comienzos
del neoliberalismo y el latinoamericano desde mediados de los años ’30 hasta
los primeros ’70. Porque convengamos que la supuesta “panacea” del Estado
benefactor que todavía algunos añoran... garantizaba ciertas conquistas
laborales a condición de mantener maniatada, neutralizada,
institucionalizada y en última instancia reprimida la rebeldía colectiva y
antisistémica de la fuerza colectiva de trabajo. Nunca como en la época del
Estado de bienestar keynesiano se pudo observar la justeza de la fórmula
gramsciana que define al Estado capitalista como la conjunción de la coerción
y el consenso, de la violencia y la hegemonía.
Pues bien, contra esa institucionalización y esa domesticación peleaba
Rosa cuando defendía las virtudes políticas de la huelga de masas o huelga
general política: “la huelga de masas, que fue combatida como opuesta a la
actividad política del proletariado, aparece hoy como el arma más poderosa de
la lucha por los derechos políticos”vi.
Contra quienes vociferaban que la huelga general destruiría los
sindicatos, ella replicaba apelando al ejemplo empírico de la revolución rusa
de 1905 argumentando que el movimiento sindical ruso es hijo de la
revolución: “Del huracán y la tormenta, del fuego y de la hoguera de la huelga
de masas y de la lucha callejera, surgen, como Venus de las olas, sindicatos
frescos, jóvenes, poderosos, vigorosos”vii.
Falsamente se podría contraponer a Rosa contra Lenin, aún cuando
entre ambos existieron matices diversos sobre este debate. Cuando Lenin en
su famoso ¿Qué hacer? pone en discusión el culto a la espontaneidad y
defiende la necesidad de superar la etapa económico-corporativa, defendiendo
la conciencia socialista y la lucha ideológica, está discutiendo contra otro
frente, totalmente distinto del de Rosa. En el caso de Lenin, la discusión del
¿Qué hacer? va por el camino de cuestionar la limitación economicista del
movimiento socialista ruso, su limitación a tímidas reformas económicas y la
restricción de toda perspectiva política a la coyuntura espontánea y artesanal
del día a día. Sólo atendiendo concretamente a los interlocutores diversos
contra quienes polemizaban Rosa y Lenin —ambos ácidos críticos del
oportunismo y el reformismo— se puede comprender a fondo la perspectiva
común que los unía, aun cuando, insistimos, no se pueden confundir ambos
planteos revolucionarios en una identidad absoluta.
En ese sentido, no podemos olvidar que fue precisamente Lenin quien
tomó abierto partido por Anton Pannekoek contra Karl Kautsky haciendo
referencia al debate sobre la huelga de masas de 1912viii. Entonces el máximo
dirigente bolchevique señaló que: “Pannekoek se manifestó contra Kautsky
como uno de los representantes de la tendencia «radical de izquierda» que
contaba en sus filas a Rosa Luxemburg, a Carlos Rádek y a otros, y que
defendiendo la táctica revolucionaria, tenía como elemento aglutinador la
convicción de que Kautsky se pasaba a la posición del «centro», el cual, vuelto de
espaldas a los principios, vacilaba entre el marxismo y el oportunismo. Que esta
apreciación era acertada vino a demostrarlo plenamente la guerra, cuando la
corriente del «centro» (erróneamente denominada marxista) o del «kautskismo» se
reveló en toda su repugnante miseria. [...] En esta controversia es Pannekoek
quien representa al marxismo contra Kautsky”ix. Una postura no muy distinta
de la de Rosa... pues allí había cambiado el interlocutor de la polémica de
Lenin. ¡Gravísimo, imperdonable y malintencionado error el de convertir el
¿Qué hacer? de Lenin en un manual pretendidamente anti-luxemburguista!
De todas formas es innegable y no se puede desconocer que Rosa
polemizó varias veces con Lenin. Tanto en su artículo “Problemas
organizativos de la socialdemocracia” de 1904 como en su “Crítica de la
revolución rusa”, redactado durante la primera guerra mundial en la cárcel.
Sin embargo, debe ubicarse cada crítica —y cada respuesta de Lenin,
incluyendo aquella que envió a la revista alemana Neue Zeit de 1904 y que
Kautsky no quiso publicar— en un contexto de coordenadas bien delimitado,
ya que Rosa, como el principal dirigente de los bolcheviques, fueron
modificando sus posiciones respectivas a lo largo de la historia. Si en 1904
ella depositaba mucha mayor confianza en la potencialidad autodisciplinante
del proletariado que en una organización como la que promovía Lenin (pues
Rosa temía que esa forma organizacional centralizada condujera en Rusia a la
inercia, a la prudencia, al conservadurismo y al parlamentarismo, como
sucedía con la socialdemocracia alemanax), al final de su vida termina
fundando una nueva organización como es el Partido Comunista Alemán
(KPD). Sólo su asesinato le impidió cofundar junto con Lenin y Trotsky la
Internacional Comunista. Por su parte Lenin, si en sus escritos de comienzos
del siglo empezó defendiendo a ultranza la legitimidad del centralismo, la
profesionalidad de la militancia política e incluso ciertos elementos de
burocracia partidaria como algo imprescindible para derrocar desde la
clandestinidad al zarismo, cuando la revolución de 1905 conquistó ciertas
libertades democráticas le dio una forma al Partido que muy poco tenía que
ver con el centralismo exagerado. Es más, al final de su vida, Lenin termina
cuestionando amargamente la burocracia del Estado y del Partido dejando
esas desesperadas señales de alerta dictadas a sus secretarias como su
testamente políticoxi. Por lo tanto, ambos fueron cambiando respectivamente
de posiciones. No se puede cristalizar a ninguno de los dos en una fórmula
rígida para que entren en un fácil esquema dicotómico de pizarrón.
Marcando entonces nuestras distancias y reservas frente al
esquematismo que pretende oponer a rajatablas a Rosa contra Lenin y a
13
Lenin contra Rosa, para profundizar en ese campo problemático debemos
preguntarnos ¿cómo definía Rosa la huelga de masas? Pues como una
conjugación de las luchas políticas y económicas, interpenetradas entre sí, no
únicamente como una lucha meramente económica. Si se delimita
estrictamente contra quien está discutiendo y se analiza en toda su
complejidad su análisis de la huelga de masas como una huelga política se ve
cuan lejos está de la realidad la contraposición extrema que se ha pretendido
levantar entre la reflexión de Rosa y la de Lenin. Su razonamiento no va en
contra de este último. De allí que Rosa afirmara lo siguiente: “Las huelgas
políticas y las económicas, las huelgas de masas y las parciales, las huelgas de
protesta y las de lucha, las huelgas generales de determinadas ramas de la
industria y las huelgas generales en determinadas ciudades, las pacíficas
luchas salariales y las masacres callejeras, las peleas en las barricadas; todas
se entrecruzan, corren paralelas, se encuentran, se interpenetran y se
superponen; es una cambiante marea de fenómenos en incesante movimiento.
Y la ley que rige el movimiento de estos fenómenos es clara: no reside en la
huelga de masas misma ni en sus detalles técnicos sino en las proposiciones
políticas y sociales de las fuerzas de la revolución”xii.
Rosa no subestimaba, pues, las instancias políticas en el desarrollo de
la huelga de masas. Lo que ponía en discusión era la inercia del Partido
Socialdemócrata Alemán y su burocracia sindical para encabezar la lucha. Al
mismo tiempo, ella apelaba al espíritu revolucionario y a la iniciativa de las
masas contra la pasividad del funcionariado partidario.
Aquellos debates en los que intervino Rosa no han quedado sepultados
en el pasado ni le interesan únicamente a los historiadores del pensamiento
socialista. Volver a pensar el nexo entre movimientos sociales y conciencia
política socialista —así como también el rol frenador de las burocracias
sindicales— a la luz de la lucha actual contra la globalización del capital, la
ofensiva del imperialismo, la crisis del reformismo y de los pactos sociales del
Estado de bienestar sigue siendo una tarea que tenemos por delante.
“Desde afuera” de la economía...
pero desde adentro de los movimientos sociales
Rosa Luxemburg, figura internacional y figura intelectual y dinámica, tenía también una posición eminente en el socialismo alemán. Se veía, y se respetaba en ella, su doble capacidad para la acción y para el pensamiento, para la realización y para la teoría. Al mismo tiempo era Rosa Luxemburg un cerebro y un brazo del proletariado alemán.


José Carlos Mariátegui
“La Revolución alemana” (20 de julio de 1923)
En cuanto a la controvertida relación entre “espontaneidad” y
vanguardia, entre impulso popular espontáneo y organización revolucionaria
consciente, podemos apreciar su apabullante actualidad.
Esta serie de interrogantes hoy reaparece con otro lenguaje y otro
registro. No es ya el problema de la huelga de masas —que, insistimos, Rosa
analizó a partir de la primera revolución rusa de 1905— sino más bien el de
los movimientos sociales (la subjetividad popular) y su vinculación con la
política. Aquí sus escritos, releídos desde nuestras inquietudes
contemporáneas, tienen mucho para decirnos y enseñarnos.

La lectura de los trabajos de Rosa seguramente nos permitirá recuperar
a Lenin de otra forma, despojado ya de todo el lastre dogmático que impidió
utilizar el arsenal político del gran revolucionario bolchevique. Aquel a quien
Gramsci no dudó en catalogar en sus Cuadernos de la cárcel como “el más
grande teórico de la filosofía de la praxis”.

A partir de una comparación entre las posiciones de Rosa y de Lenin se
puede entender que cuando este último hablaba de “llevar la conciencia
socialista desde afuera” al movimiento obrero no estaba defendiendo una
exterioridad total frente al movimiento social “espontáneo” sino una
exterioridad restringida, tomando como marco de referencia la relación
entre economía y política. Esto quiere decir que el “afuera” desde el cual
Lenin defendía la necesidad de organizarse en un partido político socialista
remitía a un más allá de la economía. ¿”Desde afuera” de dónde? Pues
desde afuera de la economía, no desde afuera de la política ni de los
movimientos sociales.

Lenin pensaba que de la lucha económica no surge automáticamente la
conciencia socialista. De las reivindicaciones cotidianas no emerge una
organización revolucionaria. Hay que trascender el estrecho límite de los
conflictos económicos (reclamos de empleo o de subsidios para quienes no lo
tienen; mayor salario, vacaciones, reducción de la jornada laboral, para
quienes sí lo poseen) para alcanzar un punto de vista crítico del capitalismo
en su conjunto. Si el pueblo se limita a reclamar únicamente reivindicaciones
puntuales, tan sólo conseguirá remendar el capitalismo, mejorarlo,
embellecerlo y sobrevivir en el día a día, pero nunca acabará con el sistema ni
con su miserable condición.
Esto era lo que él pensaba y predicaba. Pero muchos creyeron que

Lenin estaba defendiendo una política ajena a los movimientos sociales,
completamente externa a las luchas cotidianas. Esta última deformación y
caricatura del pensamiento de Lenin derivó en una concepción burocrática del
partido encerrado en sí mismo, ciego y sordo al sentimiento y a la conciencia
popular.

Ni Lenin ni Rosa —recordemos que los dos fundaron, cada uno en
países distintos, organizaciones revolucionarias, Lenin el Partido Bolchevique,
Rosa la Liga Espartaco y el Partido Comunista Alemán (KPD)— creían que el
partido tenía que estar mirándose su propio ombligo o predicar desde “afuera”
al movimiento social. Las organizaciones de las y los revolucionarios deben
ser parte inmanente de los movimientos sociales (del movimiento obrero, del
movimiento de mujeres, de los movimientos juveniles, de los movimientos de
trabajadores desocupados, de los movimientos campesinos, de los
movimientos de derechos humanos, etc.), nunca un “maestro” autoritario que
desde afuera lleva una teoría pulcra y redonda que no se “abolla” en el ir y
venir del movimiento de masas.

Entre el sentido común, la ideología “espontánea” del movimiento
popular, y la reflexión científica, es decir, la ideología del intelectual colectivo,
no debe haber ruptura absoluta. Cuando esta última se produce se pierde la
capacidad hegemónica de los partidos y organizaciones de la clase trabajadora
y crece la capacidad hegemónica del enemigo —la burguesía, los dueños del
poder, el imperialismo— que cuenta en su haber con las tradiciones de
sumisión, con las instituciones del Estado y, hoy en día, con el monopolio
dictatorial de los medios de comunicación de masas.
De modo que, a pesar de sus varias discusiones, las posiciones de Rosa
y de Lenin —aunque con matices distintos, ya que probablemente ella ponía
mayor énfasis en los movimientos y Lenin en el partido revolucionario— en
última instancia serían complementarias e integrables en función de una
difícil pero no imposible dialéctica de la organización política, entendida como
consecuencia y a la vez impulsora del movimiento social.
¡La hegemonía socialista se construye desde adentro de los movimientos!. La conciencia de clase es fruto de una experiencia de vida, de valores sentidos y de una tradición de lucha construida que ningún manual puede llevar desde afuera pues se chocará indefectiblemente —como muchas veces ha sucedido en la historia— con un muro de silencio e incomprensión.

Sobre la revolución bolchevique
y la filosofía política marxista
Su célebre folleto crítico sobre la revolución rusa fue publicado
póstumamente con intenciones polémicas por Paul Levi —un miembro de la
Liga Espartaco y del Partido Comunista alemán (KPD), luego disidente y
reafiliado al Partido Socialdemócrata (SPD)—. Cabe agregar que Rosa cambió
de opinión sobre su propio folleto al salir de la cárcel y participar ella misma
de la revolución alemana. Sin embargo, aquel escrito fue utilizado para
intentar oponer a Rosa frente a la revolución rusa y contra Lenin (de la misma
manera que luego se repitió ese operativo enfrentando a Gramsci contra Lenin
o al Che Guevara contra la revolución cubana). Se quiso de ese modo
construir un luxemburguismo descolorido y “potable” para la dominación
burguesa que poco tiene que ver con la Rosa de carne y hueso.
Al resumir sus posiciones críticas hacia la dirección bolchevique, cuya
perspectiva revolucionaria general compartía íntimamente, Rosa se centró en
tres ejes problemáticos. Les cuestionó la catalogación del carácter de la
revolución, su concepción del problema de las “guerras nacionales” y la
compleja tensión entre democracia socialista y dictadura proletaria.
Si bien es cierto que aquel escrito adolece de varias equivocaciones —
como agudamente señaló György Lukács en su clásico Historia y conciencia de
clase (1923)—, también resulta insoslayable que Rosa acertó al señalar
algunos agujeros vacíos cuya supervivencia a lo largo del siglo XX generó no
pocos dolores de cabeza a los partidarios del socialismo.
Rosa sí tuvo razón cuando sostuvo que sin una amplia democracia
socialista —base de la vida política creciente de las masas trabajadoras— sólo
resta la consolidación de una burocracia. Según sus propias palabras, si este
fenómeno no se puede evitar, entonces “la vida se extingue, se torna aparente
y lo único activo que queda es la burocracia”. En el caso del socialismo europeo
la historia le dio, lamentablemente, la razón. No otra fue la conclusión del
mismo Lenin al final de su vida, tanto en el diario de sus secretarias como en
sus últimos artículos donde enjuiciaba el creciente aparato de estado y su
progresivo alejamiento de la clase trabajadora.

La necesaria vinculación entre socialismo y democracia política y los
riesgos de eternizar y tomar como norma universal lo que era en realidad
producto histórico de una situación particular de guerra civil, es decir, el
peligro de hacer de necesidad virtud en el período de transición al socialismo,
constituye uno de los ejes de su pensamiento que probablemente más haya
resistido el paso del tiempo. Ninguna revolución socialista del futuro podrá
hacer caso omiso de las advertencias que Rosa formuló contra las
deformaciones autoritarias y burocráticas del socialismo.

Pero sus reflexiones no sólo atañen a una experiencia puntual como la
tragedia histórica que experimentó ese heroico asalto al cielo encabezado por
los bolcheviques del cual todavía hoy seguimos aprendiendo. Tienen un
alcance más general en el terreno de la filosofía política.
Si la pregunta básica de la filosofía política clásica de la modernidad se
interroga por las condiciones de la obediencia al soberano, el conjunto de
preguntas del marxismo apuntan exactamente a su contrario. Desde este
último ángulo lo central reside en las condiciones que legitiman no la
obediencia sino la insurgencia y la rebelión; no la soberanía que corona al
poder institucionalizado sino la que justifica el ejercicio pleno del poder
popular. Antes, durante y después de la toma del poder.
Allí, en ese terreno nuevo que permanecía ausente en los filósofos
clásicos de la teoría del derecho natural contractualista del siglo XVIII, en
Hegel y en el pensamiento liberal del siglo XIX, es donde la teoría política
marxista en la que se inscribe Rosa ubica el eje de su reflexión. En ese
sentido, el socialismo no constituye el heredero “mejorado” y “perfeccionado”
del liberalismo moderno, sino su negación antagónica.
Si hubiera entonces que situar la filiación que une la tradición política
iniciada por Marx y que Rosa Luxemburg desarrolló en su espíritu —
contradiciendo muchas veces su letra— a partir de la utilización de su misma
metodología, podríamos arriesgar que el socialismo contemporáneo pertenece
a la familia libertaria y democrática más radical. Opositor y enconado
polemista contra el liberalismo, al mismo tiempo es —o debería ser— el
heredero privilegiado de la democracia directa teorizada por Juan Jacobo
Rousseau.

Desde esta óptica —bien distinta al autoritarismo burocrático de
quienes legitimaron los “socialismos reales” europeos— se tornan inteligibles
los presupuestos desde los cuales Rosa Luxemburg dibujó las líneas centrales
de su crítica a los peligros del socialismo burocrático.

Socialismo o barbarie,
algo más que una consigna...
Cuando Rosa termina de cortar sus vínculos, ya no sólo con el
oportunismo reformista de Bernstein sino también con la tradición
determinista “ortodoxa” de Kautsky (ambos máximos exponentes de la II
Internacional) formula una disyuntiva célebre y famosa, que hoy tiene
absoluta actualidad: “Socialismo o barbarie”. Ésta última resume seguramente
lo más explosivo de su herencia y lo más sugerente de su mensaje para el
socialismo del siglo XXI.
No se trata de una simple consigna de agitación. Presupone una
ruptura radical con todo un modo determinista de comprender la historia y la
sociedad (en el cual ella misma había creído hasta ese momento, pues sus
escritos anteriores se encuentran plagados de referencias a la “necesidad
histórica” y a la supuesta “inevitabilidad” de la crisis económica del
capitalismo, de la huelga de masas proletaria, de la revolución y del
socialismo).
Inserta en su “folleto de Junius” (La crisis de la socialdemocracia, 1915),
esa síntesis histórica resulta superadora del determinismo fatalista y
economicista asentado en el desarrollo imparablemente ascendente de las
fuerzas productivas. Allí se inscribe la ruptura epistemológica que en el seno
de la tradición marxista abre esta disyuntiva formulada por ella. Según el
fatalismo determinista, durante décadas considerado la versión “ortodoxa” y
oficial del marxismo, la sociedad humana marcharía de manera necesaria,
ineluctable e indefectible hacia el socialismo. La subjetividad histórica y la
lucha de clases no jugarían ningún papel. A lo sumo, podrían acelerar o
retrasar ese ascenso de progreso lineal, “final feliz” asegurado de antemano
por el advenimiento del comunismo al final de la prehistoria humana.
Pero en plena guerra mundial Rosa rompe con ese dogma y plantea que
la historia humana es contingente y tiene un final abierto, no predeterminado
por el progreso lineal de las fuerzas productivas (ese viejo grito moderno y
secularizado del más antiguo “¡Dios lo quiere!”, tal como irónicamente
afirmaba Gramsci). Por lo tanto, el futuro sólo puede ser resuelto por el
resultado de la lucha de clases. Podemos ir hacia una sociedad desalienada y
una convivencia más racional y humana, el socialismo; o podemos continuar
hundiéndonos en la barbarie, el capitalismo. Ambos horizontes de
posibilidades permanecen potencialmente abiertos. Actualizar uno u otro
depende del accionar humano.
Cuando hoy hablamos de “barbarie” estamos pensando en la barbarie
moderna, es decir, la civilización globalizada del capitalismo. Nunca hubo más
barbarie que durante el capitalismo moderno. Como ejemplos contundentes
pueden recordarse el nazismo alemán con sus fábricas industriales de muerte
en serie; el apartheid sudafricano —régimen político insertado de lleno en la
modernidad blanca, europea y occidental— o los regímenes militares de
contrainsurgencia de Argentina y Chile, que realizaron durante la década del
‘70 un genocidio burocrática y mecánicamente planificado aplicando torturas
científicas y dejando como secuela decenas de miles de desaparecidos.
Mucho antes de que todo esto sucediera, Rosa había advertido el
peligro que se abría ante nosotros. Lúcidamente había identificado la
ecuación histórica que marcó y sigue marcando el ritmo de los tiempos
actuales:
[capitalismo “civilizado” = barbarie]
Socialismo marxista y teología de la liberación
Otro de los ámbitos polémicos donde Rosa incursionó con notable
agudeza fue en la compleja y aún irresuelta relación entre socialismo y
religión.

Sabido es que en la “ortodoxia” de la II Internacional —de la cual fue
una clara continuación filosófica el materialismo dialéctico [DIAMAT] de la
época stalinista— el marxismo era concebido como una ciencia “positiva”
análoga a las naturales, cuyo modelo paradigmático era la biología.
Desde esos parámetros ideológicos no resulta casual que se intentara
trazar una línea ininterrumpida de continuidad entre los pensadores
burgueses ilustrados del siglo XVIII y los fundadores de la filosofía de la
praxis. En ese particular contexto filosófico-político, la religión era concebida
—en una lectura apresurada, sesgada y unilateral del joven Marx (1843)—
simplemente como el “opio del pueblo” (una expresión que Marx utilizó,
efectivamente, pero que no tiene el sentido simplista que habitualmente se le
atribuye).
Aun educada inicialmente en esa supuesta “ortodoxia” filosófica —con
la cual romperá amarras alrededor de 1915— Rosa Luxemburg se opuso a
una lectura tan simplificada del materialismo histórico en torno al problema
de la religión.
Ante el estallido en 1905 de la primera revolución rusa, Rosa escribió
un corto y apretado folleto sobre “El socialismo y las iglesias”. En él, como
parte de los socialistas polacos, cuestiona el carácter reaccionario de la iglesia
oficial que intentaba separar a los obreros del socialismo marxista,
manteniéndolos en la mansedumbre y la explotación (una historia bien
conocida en América Latina). Hasta allí su escrito no se diferenciaba en
absoluto de cualquier otro de la época de la II Internacional.
Pero al mismo tiempo —y aquí reside lo más notable de su empeño—
intenta releer la historia del cristianismo desde una óptica historicista. Así
afirma que “los cristianos de los primeros siglos eran comunistas fervientes”. En
esa línea de pensamiento reproduce largos fragmentos que resumen el
mensaje emancipador de diversos apóstoles como San Basilio, San Juan
Crisóstomo y Gregorio Magno.
De ese modo Rosa retoma el sugerente impulso del último Engels,
quien en el prólogo de 1895 a Las luchas de clases en Francia no había tenido
miedo de homologar el afán cristiano de igualación humana con el ideal
comunista del proletariado revolucionario. Engels ya lo había hecho mucho
antes en Las guerras campesinas en Alemania, donde a la visión burguesa de
Martín Lutero opone el rescate del cristianismo revolucionario de Tomas
Münzer. Una lectura cuya tremenda actualidad no puede dejar de
asombrarnos cuando —en América Latina y en otras partes del mundo—
grandes sectores populares religiosos se rebelan contra el carácter jerárquico
y autoritario de las iglesias institucionales para asumir una práctica de vida
íntimamente consustanciada con el comunismo de aquellos primeros
cristianos.

El asesinato de Rosa
El que se quedara con las masas y compartiera su destino cuando la derrota del
levantamiento de enero —claramente prevista por ella misma hace
años en el plano teórico, y también claramente en el momento mismo de la acción—,
es tan directa consecuencia de la unidad de la teoría y de la practica en su conducta
como el merecido odio mortal de sus asesinos, los oportunistas socialdemócratas.
György Lukács: Historia y conciencia de clase
El 9 de noviembre de 1918 (un año después del levantamiento
bolchevique de Rusia) comenzó la revolución alemana. Fueron dos meses de
agitación ininterrumpida. Luego de una huelga general, los trabajadores
insurrectos —dirigidos por la Liga Espartaco— proclamaron la República y se
constituyeron consejos revolucionarios de obreros y soldados. Mientras
Kautsky y otros socialistas se mostraron vacilantes, el grupo mayoritario en la
socialdemocracia alemana (comandado por Friedrich Ebert [1870-1925] y
Philipp Schleidemann [1865-1939]) enfrentó con vehemencia y sin
miramientos a los revolucionarios.

Tal es así que Gustav Noske [1868-1947], miembro de este grupo (el
SPD), asumió como Ministro de Guerra. Desde ese puesto y con ayuda de los
oficiales del antiguo régimen monárquico alemán, organizó la represión de los
insurrectos espartaquistas. Mientras tanto, el diario socialdemócrata oficial
Vorwärts [Adelante] publicaba avisos llamando a los Freikorps —“cuerpos
libres”, nombre de los comandos terroristas de derecha— para que
combatieran a los espartaquistas, ofreciéndoles “sueldo móvil, techo, comida y
cinco marcos extra”.

El 15 de enero de 1919 Carlos Liebknecht y Rosa Luxemburg son
capturados en Berlín por la enfervorizada tropa de soldados. Horas más tarde
son salvajemente asesinados. Poco después, León Jogiches (1867-1919),
compañero de amor y militancia de Rosa Luxemburg durante muchos años,
es igualmente asesinado. El cuerpo de Rosa, ya sin vida, es arrojado por la
soldadesca a un río. Su cadáver recién se encontró en mayo, cinco meses
después.
La responsabilidad política que la socialdemocracia reformista tuvo en
el cobarde asesinato de Rosa Luxemburg y sus compañeros ya ningún
historiador la discute. Ese acto de barbarie ha quedado en esa tradición como
una mancha moral que difícilmente se borre con el tiempo.
Pero la memoria insepulta de Rosa, su pensamiento marxista, su ética
revolucionaria y su indoblegable ejemplo de vida, continúan vivos.
Entrañablemente vivos. En el puente donde sus asesinos arrojaron su cuerpo
al agua siguen apareciendo, periódicamente, flores rojas. Las nuevas
generaciones, metidas de lleno en la lucha contra el capital globalizado y el
imperialismo, no la olvidan.

Después del ocaso del stalinismo y de la crisis del neoliberalismo, y
ante la degradación política, ideológica y moral de toda la gama de
reformismos contemporáneos recuperar a Rosa se torna una tarea
impostergable. Ella representa el corazón rojo del socialismo, la garantía de
que la bandera de la rebelión a escala mundial no se manche por el gris
mediocre de la burocracia ni por el amarillo tímido del reformismo. ¡Volver a
Rosa se ha tornado urgente! Tan urgente como recuperar la herencia
insumisa y rebelde de los bolcheviques, del Che Guevara, de Mariátegui, de
Gramsci, del joven Lukács y de todo el marxismo revolucionario acumulado
por las generaciones que nos precedieron. Sin contar con esa inmensa
experiencia de lucha y toda esa reflexión previa el pensamiento radical de
nuestros días terminará fagocitado, neutralizado y cooptado por la trituradora
de carne de las instituciones que garantizan y reproducen la hegemonía del
capital.

i
NOTAS
Remitimos a nuestro libro Toni Negri y los desafíos de «Imperio». Madrid, Campo de Ideas, 2002.
Traducido al italiano con el título Toni Negri e gli equivoci di «Imperio». Bolsena, Massari Editore,
2005.
ii Que el pensamiento libertario y antiautoritario de Rosa no se inscribe en la tradición anarquista
sino en la marxista revolucionaria puede corroborarse leyendo simplemente sus escritos en lugar
de construir sobre ella leyendas y mitos a gusto del buen consumidor (algo que por otra parte no
se reduce a Rosa como caso especial, recordemos la cantidad de “usos” que se hicieron sobre el
pensamiento de Gramsci...). Por ejemplo, en Huelga de masas, partido y sindicatos Rosa señalaba
que: “La Revolución Rusa [de 1905. Nota de N.K.], el primer experimento histórico de huelga de
masas, no sólo no ofrece una reivindicación del anarquismo sino que en realidad implica la
liquidación histórica del anarquismo [subrayado de Rosa]. [...] Rusia fue la cuna histórica del
anarquismo. Pero la patria de Bakumin iba a convertirse en la tumba de sus enseñanzas”. Aunque
allí reconoce las “heroicas acciones del anarquismo”, Rosa afirma que “la carrera histórica del
anarquismo está poco menos que liquidada” [...] el método general y los puntos de vista del
marxismo son los que salen ganadores”. Véase Rosa Luxemburg: Huelga de masas, partido y
sindicatos. En Rosa Luxemburg: Obras escogidas. Buenos Aires, Ediciones Pluma, 1976. Tomo I,
páginas 187-189.
iii También lo ha planteado Alex Callinicos cuando, refiriéndose a la controvertida lectura que hace
Foucault sobre la rebelión europea de 1968, sostiene que la suya: “implica una interpretación
particular de mayo de 1968 que rechaza el intento de considerarlo una reivindicación del clásico
proyecto revolucionario socialista. Por el contrario, sostiene Foucault: «lo que ha ocurrido desde 1968
y, podría argumentarse, lo que hizo posible es profundamente antimarxista» 1968 involucra la oposición descentralizada al poder, más que un esfuerzo por sustituir un conjunto de relaciones sociales por otro. Un intento semejante sólo podía haber logrado establecer un nuevo aparato de poder-saber en lugar del antiguo, como lo demuestra la experiencia de la Rusia posrevolucionaria.
Foucault busca dar a este argumento —en sí mismo poco original, pues se trata de un lugar común del pensamiento liberal desde Tocqueville y Mill— un nuevo cariz, ofreciendo una explicación distintiva del poder”. Véase Alex Callinicos: Contra el posmodernismo. Edición en español de julio de 1993. En el sitio de internet: http://www.socialismo-obarbarie.
org/formacion/formacion_callinicos_postmodernismo_00.htm
iv Véase Rosa Luxemburg: La acumulación del capital. México, Grijalbo, 1967. página 285.
v Véase Rosa Luxemburg: Huelga de masas, partido y sindicatos. Obra citada. página 210.
vi Obra citada. página 189.
vii Obra citada. página 210.
viii Véase los documentos de la polémica en Luxemburg, Kautsky y Pannekoek: Debate sobre la huelga de masas. Córdoba, Pasado y Presente, 1976.
ix Véase Vladimir I. Lenin: El Estado y la revolución. En Obras Completas. Buenos Aires, Cartago,1960. Tomo XXV, página 477-479.
x Intentando hacer un balance maduro de la discusión de 1904-1905 acerca de la organización,León Trotsky, otro de los participantes en dicha polémica (había intervenido en 1904 en el debate con el artículo “Nuestras tareas políticas”), al final de su vida señaló: “Toda la experiencia posterior me ha demostrado que Lenin tenía razón, contra Rosa Luxemburg y contra mí”. Balance reproducido
por Mary Alice Waters en su introducción a Rosa Luxemburg: Obras escogidas. Obra Citada. Tomo
I. Página 33.
xi Véase Paul Frölich: Rosa Luxemburg. Vida y obra. Madrid, Fundamentos, 1976. páginas 140-141.
xii Véase Rosa Luxemburg: Huelga de masas, partido y sindicatos. Obra citada. página 216.

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