miércoles, 15 de julio de 2009

Fwd: Un Tema de Actualidad (1-3) "El color del Poder" 150709



---------- Mensaje reenviado ----------
De: <rebecamontes2000@yahoo.es>
Fecha: 15 de julio de 2009 14:20
Asunto: Un Tema de Actualidad (1-3) "El color del Poder" 150709
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Un Tema de Actualidad (1-3)

EL COLOR DEL PODER

¿Un resurgimiento panandino?
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En Perú, cuando solamente la forma "federación étnica" ponía abiertamente en circulación un discurso indianista en una Amazonia muy alejada de los grandes centros de actividad económica y política del país, desde el año 2000 ha empezado a surgir un movimiento nacionalista impulsado por militares de clase media (entre los cuales se encuentra un antiguo alumno del Liceo Francés de Lima), los hermanos Humala, que defienden la causa de la "raza cobriza". En un principio, el movimiento "etnocacerista", fundado por el patriarca de la familia, Isaac Humala, hace referencia a la figura del general Andrés Avelino Cáceres, héroe de la lucha contra el ocupante chileno a finales del siglo XIX. Tras la caída de Lima, Cáceres se refugió en las tierras altas andinas y organizó durante dos años una guerrilla integrada esencialmente por campesinos quechuas que no hablaban español y probablemente ni siquiera sabían que eran "peruanos". Isaac Humala invoca así una figura clásica del imaginario latinoamericano: el patriotismo heroico y espontáneo del humilde pueblo autóctono frente a una oligarquía "vendepatria", afeminada y europeizante.
Como explica la historiadora peruana Cecilia Méndez, el nacionalismo de los hermanos Humala descansa también en "un 'indigenismo' 'telurista' e 'incaísta', al estilo del que propugnaba el intelectual cusqueño Luís E. Valcárcel en los años veinte. Valcárcel exaltaba a la 'raza indígena' y preconizaba su 'resurgimiento' a través de la vuelta a los valores del Tawantinsuyu o imperio inca, del cual tenía una visión totalmente idealizada". De hecho, Antauro Humala no dirige un movimiento "indio" sino una organización extremadamente jerarquizada que se apoya esencialmente en un pequeño ejército de reservistas, es verdad que casi siempre de origen plebeyo y andino. Su hermano Ollanta, hoy políticamente enemistado con el resto de la familia por su estrategia más "moderada", moviliza más a los mestizos urbanos que a las comunidades de la lengua quechua o aymara. Ninguna organización social de las que se autodefinen como "indígenas" en Perú apoyó oficialmente su candidatura a la presidencia de la República en abril 2006.
En busca de los indios "verdaderos"
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En regiones como las de Cusco o Ayacucho, los sindicalistas rurales de la Confederación Campesina del Perú (CCP) hablan casi exclusivamente quechua en sus reuniones, en las que sus esposas militantes participan ataviadas con el traje tradicional. Ahora bien, ni se os ocurra decirles que son "indios", pues se lo tomarían muy mal: son peruanos, patriotas y muy orgullosos de serlo. Sin embargo, son muy conscientes de que pertenecen a una cultura autóctona milenaria y reivindican también casi con una insistencia recelosa su identidad "andina" frente a lo que perciben como el centralismo depredador de Lima. Esto no impediría a algunos de ellos, si mañana tuviesen que emigrar a la capital, como millones de sus compatriotas, fundirse con el universo irremediablemente mestizo de los cholos urbanos, llegando incluso al cabo de unos años a adoptar la actitud despectiva o guasona de los "urbanitas" hacia los serranos (de montaña) toscos y sin afinar cuando acaban de llegar de su pueblo.
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Los indios, la izquierda y el color del poder
Todas esas formas de indianidad fluidas, opcionales, intermitentes o "de geometría variable" probablemente conciernen a la mayoría de sujetos indígenas "reales" o supuestos. A veces enojan sobremanera a los militantes que se sienten tentados por el fundamentalismo étnico, que son a menudo indios urbanizados formados en las universidades, y sorprenden a los amantes de la autenticidad y de los "buenos salvajes" incontaminados. De manera que el prestigio de la indianidad "política" no debe disimular la diversidad y la maleabilidad de la indianidad "social". El hábito no hace al monje, como tampoco el traje, el idioma ni las costumbres tradicionales convierten necesariamente a un nativo americano en indígena consciente y militante. El auge de los movimientos indígenas no es, por lo tanto, un reflejo automático de la presencia de los indios "verdaderos"; más bien se explica por la eventual convergencia de horizontes políticos de las tres formas de organización que mencioné anteriormente.
Esta convergencia está a su vez ligada a la feliz confluencia cronológica -entre finales de la década del 1980 y principios de la de 1990- de varios fenómenos concomitantes: el efecto de varias reformas agrarias de las dos décadas anteriores, que repartieron poco o mal la tierra, avivando la frustración de los campesinos pero al mismo tiempo debilitando considerablemente la influencia de los grandes hacendados tradicionales -sustituidos por modernos capitalistas agrarios- sobre poblaciones indígenas; el ascenso social de la primera generación numéricamente significativa de profesionales e intelectuales indios -abogados, ingenieros, médicos, antropólogos-, cuadros e ideólogos naturales de esos movimientos al lado de los dirigentes campesinos; el final de las dictaduras militares y la democratización, que han provocado un descenso del coste de la movilización social y política; las reformas institucionales descentralizadoras, que han facilitado el acceso al poder local; la coincidencia digna de destacar de esos procesos con la celebración del quinto centenario del "descubrimiento" de América en 1992, un acontecimiento con enorme repercusión simbólica y política en la región.
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El razonamiento era, en efecto, tan sencillo como seductor: América Latina tiene la suerte de poseer un sustrato antropológico comunitario que sencillamente hay que recuperar y revitalizar para definir los rasgos de un socialismo autóctono o de un desarrollo alternativo solidario.
(…)
Contamos, por lo tanto, con un conjunto de factores especialmente favorables. Sin embargo, como demuestra no solamente el caso peruano sino también el pragmatismo y versatilidad de los indios "verdaderos" en la práctica, la indignidad no es el único desenlace posible de los procesos que acabamos de describir. No solamente no podemos hablar de "resurgir indígena" salvo en plural y con muchas adjetivaciones, sino que además conviene inscribir este fenómeno en una dinámica más amplia, la de la crisis de lo que el sociólogo peruano Aníbal Quijano llama la "colonialidad del poder": la alienación cultural fomentada por las elites que se viven como blancas y "civilizadas" y cuya capital imaginaria está en otras orillas.
(…)
Conviene, por lo tanto, remitir todos estos fenómenos a su marco global y captar bien sus matices, contrastes y jerarquías. Más allá de los símbolos y de los clichés más ostensibles, o incluso de la "autofolklorización" sentimental o interesada de los protagonistas -eventualmente estimulada, como hemos visto, por ciertas ONG, y por numerosos programas del PNUD o del Banco Mundial que financian ahora el "desarrollo con identidad"-, el regreso de los indígenas al primer plano del escenario andino participa de un movimiento que es a la vez más profundo y más complejo y que afecta prácticamente a todo el continente. Más allá de la diversidad de las identificaciones etnorraciales y de las estrategias de movilización política o social, lo que hoy está en juego en América del Sur, con una intensidad y expresiones muy distintas, es el color del poder.
La excepción peruana
En medio de esta oleada de resurgimiento indígena, la "excepción peruana" suscita desde hace años la perplejidad de los antropólogos y de los activistas. Los especialistas han planteado diversas hipótesis sin que ninguna haya resultado convincente.
Para explicar la relativa ausencia de movimientos indígenas en Perú (fuera de la Amazonia) suelen hablar de factores u obstáculos históricos o sociales supuestamente "específicos" pero que prácticamente se encuentran con la misma forma en los vecinos Bolivia y Ecuador, países donde, en cambio, el indianismo ha arraigado con fuerza. Así, suele invocarse la potencia del discurso marxista dentro del movimiento campesino de los Andes peruanos a partir de la década de 1960. Éste es un hecho innegable, aunque no estaba ausente de los movimientos ecuatorianos y bolivianos, lo cual no les impidió indianizarse ulteriormente.
El antropólogo Xavier Albó señala como más convincentes dos explicaciones parciales. Por una parte, en Perú el peso de la emigración hacia las aglomeraciones mestizas de la costa, en particular Lima, no tiene comparación con el de las migraciones internas ecuatorianas hacia el puerto de Guayaquil o bolivianas hacia las tierras bajas de Santa Cruz (es decir, fuera del territorio andino tradicional). En 1988 se calculaba ya que en los 1.800 barrios populares de construcción y de ocupación recientes de Lima y de otras grandes ciudades costeras, residían once millones de de inmigrantes andinos -es decir, el doble de los que seguían viviendo en las 4.885 comunidades campesinas censadas-. "Parece ser que en el Perú –observa Albó- la mayoría de esos emigrantes serranos entran en un ambiente urbano costeño (o sea de la costa, pero también implícitamente mestizo) mucho más hostil que el que encuentran los quichuas ecuatorianos en Quito o los aymaras y los quechuas bolivianos en La Paz y en Cochabamba. Lima no es sólo una metrópoli mucho más grande (ahora con 8 millones), generadora permanente de nuevas mezclas sociales y culturales, sino que además está físicamente mucho más distante del ambiente de origen de esos inmigrantes de la Sierra, igual que Arequipa y otros centros urbanos de la costa".
No existe, efectivamente, en Perú un fenómeno equivalente al de El Alto, el gran municipio vecino y gemelo de La Paz, donde casi la totalidad de sus 800.000 habitantes se consideran explícitamente indios urbanos y mantienen vínculos muy densos con las tierras del interior aymara muy próximas. Emigración masiva y descentramiento territorial tienen sin duda un papel importante en la desindianización y en la "cholificación" de las masas andinas peruanas. Se puede incluso estimar que el factor territorial constituye una victoria póstuma del conquistador Pizarro quien, al elegir levantar su capital en un desierto costero despoblado e inhóspito, ponía conscientemente en marcha una especie de decapitación simbólica del Imperio inca y de su centro político y religioso, Cusco. Una de las paradojas de esta destitución simbólica es que a partir de la independencia, el nacionalismo de las elites peruanas no ha vacilado en apelar regularmente a la simbología precolombina, aunque de forma que contrapone la grandeza y la nobleza del pasado inca a la abyecta decadencia de las masas indígenas contemporáneas. Una "degeneración" denunciada a menudo con gran refuerzo de explicaciones extraídas del más brutal darwinismo social y racial. "Incas sí, indios no", ésa era la consigna implícita de las elites blancas locales.
La estrategia de reafirmación cultural y simbólica de las clases medias mestizas urbanas de Cusco frente a la hegemonía de Lima resulta específicamente interesante desde este punto de vista. Son estas clases medias mestizas y no los campesinos indios de las zonas rurales, las que se han encargado de reinventar la tradición local recreando con todo detalle a partir de 1940 la fiesta del sol inca, el Inti Raymi, en forma de gigantesco espectáculo de factura esencialmente turística. Es la misma burguesía y pequeña burguesía mestiza de provincias la que ha fundado una Academia Mayor de de la Lengua Quechua, un idioma alabado como "perfecto" y cuya morfología es a menudo un calco bastante ingenuo de determinados rasgos del español. Repleto de arcaísmos y de neologismos puristas, esta especie de quechua de escaparate es bastante extraño a la lengua que hablan los indígenas de la región.
Marc Saint Upéry, El Sueño de Bolívar. El desafío de las izquierdas sudamericanas. Editorial PAIDÓS, 2008 Barcelona. 402 págs., 13 x 22 cms. Contiene: Introducción (11-32); 1. Calvario y resurrección de Lula da Silva (33-90); 3. Chávez, el brujo magnánimo (91-144); 4- El doble juego del señor K (Kirchner, 145-206); 4. El color del poder (207-268); 5. Entre el imperio y el alta mar (269-334); Posfacio, Fuentes, Agradecimientos.
El autor ha vivido varios años en Ecuador. De este capítulo se han suprimido párrafos por no corresponder mayormente a referencias y comentarios acerca de nuestra propia realidad.
Ragarro
15.07.09




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Luis Anamaría http://socialismoperuanoamauta.blogspot.com/
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cel 993754274

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