sábado, 15 de agosto de 2020

Dahil Melgar Homenaje a su padre

 Dahil Melgar


Mi papá fue un hombre que supe sabio, un erudito excepcional cuyo quehacer intelectual siempre encontró tiempo y espacio para adentrarse en un diálogo respetuoso de las formas, pero sin jerarquías. Su dimensión de escucha, su vasta experiencia de vida y los mundos profundos que fue construyendo a través de sus inconmensurables lecturas, en tan distintos campos, le daban un largo hilo de palabras que desenrollar sobre cualquier tema. Pese a su gran saber y las múltiples envestiduras de reconocimiento que lo rodearon a lo largo de su vida, no fue un académico cuyo conocimiento lo colocara en una dimensión de lo(s) inalcanzable(s).


Desde niña, siempre me pareció mágica esa aura de confianza que generaba en los otros, como si fuera un hechizo bajo el cual un completo desconocido sentía, en poco tiempo, que podía o debía desnudar su palabra frente a mi padre. Él era así, un papá que en todas las vacaciones familiares dilataba llevarnos a la playa o el parque porque inevitablemente abría un diálogo íntimo con un raudal de desconocidos que se cruzaban en nuestro paso; sumando historias, sumando amigos. Mi papá fue un hombre forjado en el más puro y romántico ideal de lo que significa para su generación ser solidario sin frontera.


La voz de mi papá siempre fue imponente, el tono y volumen de su palabra eran un altavoz capaz de imponer un natural silencio en medio de un auditorio lleno. Pero también tenía una voz elástica cuyo volumen transitaba de la fiereza con la que enunciaba un argumento hacia un tono dulce, cómplice, íntimo, casi susurrante, con el que remataba cada una de sus intervenciones. Escucharlo dar una conferencia era así, ver un verdadero performance del habla, ver en acción un habitus incorporado de un intelectual que no necesitaba leer sus escritos pues tenía un manejo inigualable, complejo y vasto de los autores que lo apasionaban, desde obras y biografías que manejaba con detalle, como si hablara de su propia historia.


Pero papá fue eso y mucho más. También fue un hombre de carne y hueso, un esposo, un amigo y un papá que se equivocaba, y volvía a equivocarse, y en esa recurrente imperfección es que se hacía humano. A veces las personas piensan que un hombre de tal altura sólo puede y debe hablar desde la grandeza intelectual de sus ideas, pero también era mi papá un hombre que supo ser mundano, y en ese mundo de la vivencia íntima le complacía hablar durante horas sobre sus gatas -una pasión que ambos compartíamos con fervor-, dormirse abrazado a su felina Lola, entusiasmarse de haber encontrado alguna oferta de arroz en el supermercado, regocijarse del brote de alguna de sus plantas o de la cosecha de algunos de los frutos que traía desde Perú, así como pregonar su victoria en el remiendo exitoso de algún objeto al cual logró darle una segunda vida. Mi papá tenía también una fuerte y conocida pasión por la medicina alternativa desde la cual no sólo era un fiel paciente sino también un entusiasta practicante. Numerosas son las ocasiones en que desde niña fui aquel cuerpo enfermo sobre el cual él experimentó su ímpetu por buscar la salud desde otros saberes. Algunos de esos experimentos fueron más afortunados que otros, pero forjó entre nosotros una complicidad herbolaria.


Mi papá siempre fue para mi un gigante al cual abrazarme, no sólo porque su estatura lo posibilitaba, sino también porque siempre lo admiré mucho en el caleidoscopio de sus múltiples alturas, en el brillo de sus luces y la opacidad de sus sombras.  Ricardo Melgar Bao

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