Mariátegui y su revaloración de la política
Diego Jaramillo Salgado
Colección:
Cultura y Política
Facultad de Ciencias Humanas y Sociales
Departamento de Filosofía
Universidad del Cauca
Mariátegui y su revaloración de la política
Diego Jaramillo Salgado
Colección:
Cultura y Política
Facultad de Ciencias Humanas y Sociales
Departamento de Filosofía
Universidad del Cauca
© Editorial Universidad del Cauca 2011
© Del autor djara9@hotmail.com
Primera edición
Julio de 2011
ISBN: 978-958-732-070-1
Colección:
Cultura y Política
Departamento de Filosofía
Facultad de Ciencias Humanas y Sociales
Universidad del Cauca
Calle 5 # 4-70 Popayán, Colombia www.unicauca.edu.co
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Rector
Danilo Reinaldo Vivas Ramos
Vicerrector Académico
Alvaro Hurtado Tejada
Vicerrector de investigaciones Eduardo Rojas Pineda
Vicerrector de Cultura y Bienestar Cristina Simmonds
Vicerrector administrativo Juan Manuel Quiñonez
Facultad de Ciencias Humanas y sociales
Decano
José Olmedo Ortega Hurtado
Director Instituto de Postgrado Jorge Quintero Esquivel
Jefe de Departamento de Filosofía Nelson Hurtado
Grupo de investigación Cultura y Política
Coordinador
Rafael Rosero Miembros:
Matilde Eljach
Luis Antonio Córdoba
Gustavo Chamorro
Arístides Obando
José Rafael Rosero
Augusto Velásquez Forero
Diego Jaramillo Salgado
Índice
Un “socialista impenitente”: Mariátegui,
Colombia y los pueblos originarios 11
Introducción 21
I. Perfi l biográfi co de José Carlos Mariátegui 23
1.1. Su formación intelectual 27
1.2. Un marxismo creativo 30
II. Estética y política en Mariátegui 35
III. Revaloracion de la política. (Lectura del
discurso político de Mariátegui) 47
3.1. Mariategui: un antidogmatico 51
3.1.1. Universalidad del discurso político 52
3.1.2. Práctica política 57
3.1.3. Acercamiento al sicoanalisis 62
3.1.4. Especifi cidad de la política en
latinoamérica 65
3.2. Política y vida 67
3.2.1. Signifi cado de la política 68
3.2.2. La práctica política como mito 73
3.3. Educacion y política 77
3.3.1. La educación heredada de España 79
3.3.2. La educación heredada de Francia 80
3.3.3. La infl uencia norteamericana en la
educación 80
3.3.4. Educacion desde nuestros propios
procesos 82
3.3.5. La educacion universitaria 83
3.3.6. Una pedagogía del trabajo 86
3.4. La formación de la nación 88
3.4.1. La formación de la nación a través
de la historia específi ca 90
3.4.2. Ausencia de las clases dominantes
en la formación de la nación 94
3.4.3. La región en la constitución de la nación 97
3.4.4. La revolución, lo étnico y la nación 98
3.4.5. Formación de la nación como proceso particular de realización y producción
universal de lo humano 104
3.5. El hombre latinoamericano y la
transformación social 106
3.5.1. Sentido del humanismo: ser humano
y desarrollo material 107
3.5.2. Moral de productores 112
3.5.3. Formación de un espíritu constructivo 114
IV. El socialismo indoamericano 121
Introducción 121
4.1. Necesidad del socialismo 124
4.2. El socialismo incaico 128
4.3. El socialismo indoamericano más allá de
lo indígena 135
Bibliografía citada 141
Sobre el autor 145
Prólogo
Un “socialista impenitente”: Mariátegui,
Colombia y los pueblos originarios
Ricardo Melgar Bao
Revaloración de la política. Lectura del discurso político de Mariátegui posee singular relevancia para Colombia y América Latina. Diego Jaramillo, habiendo concluido su ensayo encontró un espacio excepcional para presentarlo y lo hizo. Lo inscribió en el Concurso Internacional de Ensayo “Vigencia del Pensamiento de José Carlos Mariátegui”, arropado bajo un pseudónimo literario, atendiendo a las bases del concurso: “Socialista impenitente”, y vaya si lo era. Nuestro amigo no se había quebrado con el derrumbe del socialismo real en la Europa del Este. Tenía muchas razones, lecturas y esperanzas para persistir como un agudo crítico del reencantamiento neoliberal planetario, reafirmándose como un soñador realista de que otro mundo es deseable y posible, postulando que en su seno y horizonte, los pueblos originarios merecen un lugar digno. Persiste en reivindicar para el socialismo de Nuestra América, el reencuentro entre la política, la moral de los productores y la heterogeneidad de la cultura popular.
La distinción de que fue objeto Diego estuvo avalada por un jurado plural, probo y exigente, integrado por Aníbal Quijano, Antonio Melis, Gunther Maihold, Estuardo Núñez, Roland Forgues y Leopoldo Zea. Para esta edición colombiana, largamente esperada, regala a sus lectores, compañeros y amigos, un prólogo muy refl exivo y oportuno, dibujándonos el socialismo del siglo XXI al que aspira y que no tiene nada de estatólatra, aunque sí mucho de justiciero, ético y libertario.
1995 fue un año muy especial para Diego. El 12 de junio, epistolarmente me comunicaba tener un nuevo proyecto de investigación en curso intitulado: Los discursos socialistas en Colombia 1930-1958, invitándome a acompañarlo como interlocutor. Gracias a él, siempre infatigable en sus emprendimientos, mis lecturas colombianas se ensancharon y enriquecieron; mi conocimiento sobre el accidentado proceso de desarrollo de sus izquierdas se afi nó. Más tarde, esta obra fue publicada con oportunidad y tuvo mejor suerte que su ensayo mariateguiano, el cual a pesar de su tardía edición colombiana, su calidad y actualidad perviven.
El ensayo de Jaramillo Salgado que nos convoca, merece ser situado como un punto de referencia obligada en un arco temporal mayor, el de la recepción colombiana de José Carlos Mariátegui (1894-1930). Entre el primer registro realizado por Baldomero Sanín Cano y el ensayo de Diego, existen muchos hitos y accidentes por dilucidar, muchos personajes y redes por estudiar. Carlos del Barzo y Bernardo Rejtman, dos socialistas vinculados a Mariátegui vivieron capítulos diferenciados de sus respectivos exilios en Colombia. Sus ligas con el Partido Socialista Revolucionario de Colombia merecen ser rastreadas. Una carta de Fidedigno
Prólogo
Cuéllar, dirigente del PSR, dirigida a Mariátegui el 8 de agosto de 1929, habla de una comunicación previa: “me he retardado en escribirle, como le prometí…”,11 inscrita en el marco de una cultivada red política peruano-colombiana. La confi dencialidad de sus mensajes es refrendada por Cuéllar cuando le dice al Amauta ser conocedor de su “magnífi co informe” el cual leyó antes de partir con dirección a Montevideo para asistir a la reunión constituyente de la Confederación Sindical Latinoamericana, y fuese presentado en la Primera Conferencia Comunista Latinoamericana en la ciudad de Buenos Aires. Mariátegui remitió tres informes: “Punto de Vista Antiimperialista”, “El problema indígena” y “Antecedentes y desarrollo de la acción clasista”. El contenido de la carta no identifi ca cuál fue leído. Es posible que haya sido el tercero, el más concordante con el interés de Fidedigno Cuéllar por el movimiento sindical, refrendado por su promoción al cargo de secretario interino de la Confederación Obrera, tras la detención de Castrillón. La carta del colombiano Antonio Caballero Cabarcas fechada el 23 de noviembre del mismo año dirigida a Mariátegui, ratifi ca la relevancia de esta red política transfronteriza. Caballero se encontraba preso en Cartagena por su actividad política y sindical cuando recibió la revista Amauta y una excepcional visita que merece ser destacada y de la cual da cuenta: “El camarada Bernardo Rejtman vino ayer de Calamar –población situada a orillas del Magdalena y unida a esta ciudad por ferrocarril- a conferenciar conmigo. Hablamos largamente sobre vuestra personalidad de escritor vanguardista. Me recomendó deciros que os envía un cordial abrazo.”22 Rejtman, participó en el proceso de constitución del Partido Socialista del Perú en 1928. Recientes investigaciones lo sindican como un encubierto
13
11En: Mariátegui Total, Lima: Empresa Editora Amauta, 1994: 2020-21.
22Ibid. : 2050.
cuadro cominternista afi ncado en el Perú y que realizó misiones internacionalistas en Colombia y otros países.
Sorprenden las colaboraciones de Sanín Cano a partir del número 2 de la revista Amauta (1936-1930), dirigida por Mariátegui, tanto como su presencia a través de Universidad, la revista bogotana animada por Germán Arciniegas, la cual proyectó su lectura y se responsabilizó de promover suscripciones anuales entre los lectores colombianos. Además de ello, Universidad reprodujo algunos artículos en sus páginas en consonancia con su horizonte americanista.33 La correspondencia de Mariátegui con Sanín Cano ha sido parcialmente recuperada, aunque hay indicios de que el escritor peruano tuvo otros contactos en tierra colombiana. Las requisas policiales de que fue objeto Mariátegui, no permiten apreciar sus vínculos intelectuales y políticos con sus pares colombianos; en perspectiva no se descartan nuevos hallazgos.
Lo anterior, prueba que la recepción colombiana de la obra de Mariátegui gravitó en la izquierda militante sin quedar constreñida a ella. La hegemónica corriente cominternista, al igual que en el Perú, en la Argentina y en los demás países del continente, proscribió la lectura pos mortem de las obras de Mariátegui. No es casual que hasta abril de 1943, disuelta la Internacional Comunista, apareciese en Medellín una publicación dedicada a recuperar la memoria y el legado del primer marxista latinoamericano. Las páginas del primer número de Nuevo Mundo, presentaron valiosos textos del propio Mariátegui y de dos de sus coetáneos:
33Medina, Alvaro, “Universidad”: Le discours culturel dans les revues latinoaméricaines de l’entre deux guerres 1919-1939, Paris: Presses de la Sorbonne Nouvelle, Université de la Sorbonne Nouvelle-Paris III, 1990: 222.
Prólogo
Miguel Adler y Juan Marinello. Adler, había formado parte del círculo íntimo de Mariátegui durante el último tramo de su existencia, entre 1927 y 1930, fue el traductor de textos del ruso y del alemán difundidos en Amauta y en su propia revista Repertorio Hebreo hasta su detención y deportación del Perú en 1930. Juan Marinello, el intelectual cubano, integrante del Grupo Minorista de La Habana que auspiciaba un arte nuevo y comprometido, colaboró en la revista Amauta y se carteó con Mariátegui.
Resulta relevante que la cuestión indígena en la obra de Mariátegui haya trazado una línea de continuidad en la recepción intelectual colombiana, independientemente de las discrepancias teóricas e ideológicas que podemos hallar entre los escritos de Sanín Cano, Antonio García y Diego Jaramillo. Los contrastes entre los respectivos mosaicos interétnicos entre el Perú y Colombia, no inhibieron a nuestros ensayistas para reconocer un parecido drama indígena de factura colonial y neocolonial bajo la máscara republicana, sin negar los particularismos que eran inherentes a dichos contextos nacionales. Marco Palacios caracteriza el agitado escenario colombiano pos 1918 por resentir la “marejada posbélica” signada por Mariátegui por “esperanzas mesiánicas, sentimientos revolucionarios, pasiones místicas”,44 de la primera pos guerra. Y por si fuera poco, la caracterización de Mariátegui sobre el gamonalismo, sirve de guía para iluminar el candente panorama rural contemporáneo de Colombia.55
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44Palacios, Marco, Entre la legitimidad y la violencia: Colombia, 1875-1994, Bogotá: Norma, 2003: 117.
55Alcántara Sáez, Miguel y Juan Manuel Ibeas, Colombia ante los retos del siglo XXI: desarrollo, democracia y paz, Salamanca: Ediciones Universidad de Salamanca 200: 171
Cuando Diego, el año de 1994 inició la elaboración de su texto mariateguiano deseando exponer a su manera, la actualidad de las “ideas-gérmenes” de Mariátegui, ese sembrador del socialismo indoamericano, escribía bajo un clima ideológicamente adverso. Recordemos que se vivían los primeros años de la posguerra fría. Se había satanizado todo intento de recuperar, estudiar o discutir los pensamientos de los valores signo del socialismo continental y mundial. Diego no se amilanó, formó parte en Colombia de una corriente heterogénea y disidente. Además de él, merecen recordarse a quienes desde la Universidad del Valle decidieron asociarse con el Instituto Cubano del Libro y editar la primera edición colombiana de los 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana, la obra cumbre de José Carlos Mariátegui, a manera de conmemorar el centenario de su nacimiento. Se sumaron otros: cómo Cecilia Henríquez, quien analizó con particular interés las consideraciones estéticas de Mariátegui6,6o como Ramón García Rodríguez, peruano residente en Colombia, quien dotó de nuevos aires a sus estudios políticos sobre Mariátegui.77Diego, más interesado en los referentes políticos, éticos y étnicos del Amauta, pensaba entre líneas, en las urgencias nacionales, continentales y civilizatorias.
La obra que hoy presentamos condensa tanto el pensamiento de Mariátegui como el del propio Diego. Suscitará más de un entusiasmo, más de una controversia y eso acreditará que ha llegado a buen puerto y con mejor clima.
66Henríquez, Cecilia, “José Carlos Mariátegui. Sus artículos sobre arte”, Ensayos (Santafé de Bogotá) Año 1, Núm.1, 1993-1994: 179-185. 77García R., Ramón, “Mariátegui y el Estado comuna”, Anuario Mariateguiano, Vol. VI, Núm.6, pp. 310-314.
Introducción
No son pocos los cientistas sociales que hoy observan en Latinoamérica la vanguardia de la renovación de sus disciplinas. Sobre todo en lo que tiene que ver con la política y lo político y con las esperanzas que se tejen para la humanidad desde múltiples prácticas y discursos de los llamados pueblos originarios y de los procesos que están construyendo comunidades y sus organizaciones y movimientos sociales. No sólo por el acceso al poder de líderes que provienen desde abajo como los casos de Lula en el Brasil y Evo Morales en Bolivia. Sino también por el retorno a la discusión y ejecución de proyectos socialistas que se generalizan en la denominación de Socialismo del siglo XXI. Circunstancia que ha contribuido a rescatar nuestra propia historia y los saberes y pensadores que en ella se han producido. Ya no solamente los que consagran las academias, los mercados y las editoriales, sino también aquellos que surgieron y se desarrollan en las comunidades o en la articulación con ellas. Mariátegui es uno de los pensadores que ha logrado un gran reconocimiento en esta perspectiva y ahora no solo es reivindicado por las academias sino por los movimientos sociales de gran protagonismo en América latina y por los gobiernos que se reclaman de esta orientación.
A fi nales de la década del 70 el antropólogo Efraim Jaramillo me regaló Siete Ensayos de interpretación de la realidad peruana, texto clásico de las ciencias sociales de América Latina, considerado como el primer trabajo de aplicación del marxismo a la historia en esta región. Sin embargo, sólo hasta 1983 empecé un estudio sistemático de su obra a partir de este texto y de la compilación que realizó Casa de las Américas bajo el título de Obra Política. Algunos artículos publicados en México, Cuba, Perú y Colombia en la década del ochenta me permitieron elaborar el ensayo Revaloración de la política. Lectura del discurso político de Mariátegui que fue reconocido con mención de honor en el Concurso internacional auspiciado por la UNESCO en 1995 y publicado luego en Lima en el Anuario Mariateguiano de 1996. Evento que se produjo en el marco de la celebración, en 1994, de los cien años de su nacimiento. Acontecimiento que me sorprendió por la demostración del conocimiento y recepción de su trabajo en el mundo. Francia, Inglaterra, Italia, España, Estados Unidos, Canadá y, por supuesto, América latina realizaban actos académicos celebrando esta conmemoración. Retornando a los textos del más reconocido marxista de América Latina en la primera mitad del siglo XX y, principalmente, descubriendo las tesis básicas para articularlas con los desarrollos de un discurso fi losófi co desde América latina.
El texto central de este libro es justamente aquél que obtuvo el reconocimiento anteriormente mencionado. Desde que recibí el ejemplar del Anuario en que fue publicado quise hacer su publicación en Colombia; sin embargo, las tareas
Introducción
propias de cada momento de mi vida intelectual fueron aplazando este propósito hasta ahora. Decisión que no fue fácil porque muchas veces pesa en nuestras responsabilidades la idea de que se publica lo actual, aquello que es producto de nuestras investigaciones o elaboraciones en curso. Se necesitó que empezara a encontrar la exigencia de rescatar a nuestros propios pensadores por parte de organizaciones y movimientos sociales de nuestra región para que comprendiera que es importante su difusión en nuestro medio. Mucho más cuando varios de los gobiernos latinoamericanos mencionan la necesidad de volver al Amauta, como se reconoce a Mariátegui. Mi participación en dos Congresos Nacionales de Filosofía de Venezuela, convocados por el ministerio del poder popular para la cultura de Venezuela, una conferencia en 2008 sobre Mariátegui en la Universidad nacional de El Salvador, y mi participación en un panel sobre Mariátegui, conjuntamente con la peruana Mónica Krueguel en La III Feria Internacional del Libro en Caracas de 2008 me plantearon la perentoria necesidad de no aplazar más su publicación. Mucho más con su complementación ahora con la elaboración de un trabajo sobre el socialismo indoamericano, cuyo texto inicial está en proceso de publicación en Venezuela. Así mismo, con la inclusión de un análisis de la relación entre Estética y Política en la obra del peruano que abre un espacio importante en la refl exión sobre la importancia de la sensibilidad estética en la construcción de una nueva sociedad, y de un perfi l del autor o especie de microbiografía.
La actualidad del autor analizado es más que evidente en los procesos en curso de construcción de nuevas sociedades, y en desarrollos importantes de producción de pensamiento crítico; superando el colonialismo, el eurocentrismo y los
19
mandatos de las leyes de mercado que impone el capitalismo bajo su forma de neoliberalismo. Resulta paradójico que un pensador marxista como Mariátegui concite la atención en un período en que muchos sacan los textos de Marx de sus anaqueles y los venden por kilos como papel reciclable o a las librerías de libros viejos. Pues resulta que su incursión en el estudio y rescate de las comunidades indígenas del Perú lo sitúan hoy como pionero de una causa en que el rescate de lo propio es el valor fundamental para la construcción de un nuevo tipo de sociedad. Sin que con ello negara la valoración de lo que la humanidad había producido a través de la historia. Sobre todo aquello que dignifi ca la vida y enaltece las esperanzas de que otro mundo es posible. Enfatizando que la acentuación en la búsqueda de una sociedad en que las desigualdades no estén dadas en relación con la propiedad o el trabajo, no excluye el disfrute de lo lúdico, las pasiones, las pulsiones vitales; sin que se circunscriban a su apropiación individual. Un marxismo renovado de manera tal que en su entrecruzamiento con la creatividad de las comunidades y procesos sociales de hoy seguramente serán acicate de profundas transformaciones sociales.
Una refl exión básica en la actualidad es la que se desprende de su propuesta de un socialismo indoamericano. Pues la puesta en escena de una discusión teórica como la del socialismo del siglo XXI, implica necesariamente tener en cuenta los aportes que se han hecho desde América Latina. Si el debate sugiere que se requiere del estudio de Miranda y Bolívar, por ejemplo, para dar solidez a su desarrollo, con mayor razón habría que recurrir a Mariátegui como pionero en el intento de construir un socialismo que, aun inscrito dentro del marxismo, partiera de las raíces propias de nuestro devenir histórico, político, cultural y social.
Introducción
El orden del texto no esta dado al azar, pues una primera entrada a aspectos biográfi cos; así sean muy esquemáticos, permite tener elementos de valoración del conjunto de su obra intelectual y de su práctica política. El capítulo sobre algunos aspectos de la relación entre estética y política es una puesta en escena de tesis que harán parte del texto central y del capítulo fi nal sobre su propuesta de socialismo. El capítulo central mantiene la construcción y orden argumentativo de su publicación en el Anuario Mariateguiano. Sólo se ajustó en aspectos gramaticales y ortográfi cos, en la forma de citar y en el número de los capítulos para adaptarlo a la estructura del libro.
Mi terquedad en su publicación en Colombia no es más que una consecuencia de exponerlo a la crítica y, a la vez, de propiciar el conocimiento de un discurso político y fi losófi co que seguramente ayudará a no dejar por el suelo las banderas de la utopía.
21
I. Perfi l biográfi co de José
Carlos Mariátegui[1]
José Carlos Mariátegui Nació en Moquegua, al sureste de Arequipa, Perú, el 14 de junio de 1894. Su padre perteneció a una familia aristocrática de Lima, empleado del gobierno, separado de su mujer, murió siendo José Carlos todavía un niño, por lo cual éste no lo pudo conocer. Su madre, mestiza o indígena, hija de un talabartero, mantuvo su familia con el ofi cio de modista. Se cree que de niño tuvo una tuberculosis que le produjo problemas óseos. A mediados de 1902 sufrió un golpe en la rodilla, cuya superación sólo se produjo con una intervención quirúrgica que lo obligó a estar cuatro meses en el hospital y dos años más de quietud, tiempo utilizado en leer cuanto se le atravesaba. De estudios en su niñez sólo se sabe que cursó el primer año de primaria y comenzó el segundo, sufi cientes para leer y escribir.
En 1909 se empleó de ayudante en el diario La Prensa de Lima, efectuando el trabajo material de formador o alcanzarejones. En 1911 pasó a la redacción recibiendo las informaciones de todo tipo que llegaban al periódico. El 1 de enero de 1914 se vinculó como periodista ofi cial al periódico, usando el seudónimo de Juan Croniqueur. Escribió artículos sobre diferentes tópicos; todavía no de política, y poemas. Hasta una obra de teatro.
En 1916 escribió en la revista Colónida, junto con el poeta y escritor Abraham Valdelomar. A mediados de 1916 se pasó al diario El Tiempo con artículos de más contenido político.
En 1917 funda con César Falcon Nuestra Época del cual solo hubo dos números, que luego él defendiera como de una orientación socialista. Posteriormente, en 1919, ambos fundaron La Razón que se mantuvo entre mayo y agosto, cuando el arzobispado retiró la imprenta en que lo editaban, a raíz de sus confrontaciones al régimen de Leguía que había tomado el poder por medio de un golpe de estado. Tras los impactos de la Primera Guerra Mundial en América Latina y las reacciones del pueblo y los trabajadores, Mariátegui empieza su orientación socialista, en el mes de noviembre de 1918, cuando se formó el Comité de Propaganda Socialista.
A partir del golpe de estado de Leguía la persecución a los activistas socialistas y sindicales y a los intelectuales de izquierda se volvió bastante crítica. Cuando él participó en el proceso electoral, Mariátegui lo califi có de revolucionario, quizá esto hizo que en ejercicio de su acción autoritaria el gobernante le diera la opción de su salida del país. (Aunque se enuncia también la existencia de algunos nexos familiares). Por eso puso a Mariátegui en una disyunción o la prisión o una “beca comisión periodística” en Europa. El 8 de octubre de 1919 viaja a Europa, pasando por Nueva York, visitando un tiempo breve a París, para luego instalarse en Italia en pleno ascenso del fascismo de Mussolini. Allí no sólo se relaciona con varios de los dirigentes del marxismo y el socialismo europeos sino también con artistas de amplio reconocimiento universal como Romaind Rolland, Jorge Sorel, Giovanni Papinni, Benedetto Croce, Henry Barbusse y Máximo Gorki, entre otros. Merece destacarse su presencia en el Congreso de Livorno del Partido Socialista de Italia de 1921, sobre todo por la presencia de Gramsci y Togliatti, dos máximos dirigentes del marxismo europeo, dentro de una línea bastante crítica y renovadora. El primero, además, reconocido como uno de los grandes creadores del marxismo en el desarrollo de diferentes tesis, y, no pocas veces, referencia obligada en comparación con el trabajo de Mariátegui.
A su regreso al Perú se vinculó rápidamente con las actividades que realizaba el APRA, entre ellas las de las universidades populares. De julio de 1923 a enero de 1924 dicta en la de Lima una serie de conferencias sobre “La crisis” que vivía Europa y el mundo. A partir de la expulsión del país de Haya de la Torre, asume la dirección de la revista Claridad, fundada por aquél en abril de 1923, y le da una nueva orientación al defi nirla como “Órgano de la Federación Obrera Local”. Escribe también en la revista Variedades; luego lo hace en el periódico Mundial hasta su muerte.
En 1924 retornaron sus problemas de salud y tuvo que someterse a la amputación de su pierna derecha. Decisión bastante crítica no sólo por su pérdida, sino porque se produjo en la que anteriormente no había tenido problemas. No obstante, esta limitación no fue obstáculo para que mantuviera un intenso trabajo intelectual y se orientara a una mayor actividad política.
En septiembre de 1926 funda la revista Amauta que se convierte en una tribuna cultural de las diferentes expresiones de vanguardia tanto en la literatura y el arte como en la política. A partir del Número 17 se defi ne como marxista. Funda el periódico informativo Labor el 10 de noviembre de 1928, con una producción de diez números hasta septiembre de 1929 en que dejo de salir.
En vida publicó los libros La Escena contemporánea (1925) y Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928). El que daría pie a otro libro Defensa del marxismo” no lo publicó como tal sino que lo hizo a través de una serie de artículos incluidos en su revista Amauta, que previamente escribió entre julio de 1928 y junio de 1929, en las revistas limeñas Mundial y Variedades. Lo mismo sucedió con La Crisis Mundial, pues fue el resultado de una serie de conferencias que expuso en la Universidad Popular, a partir del inicio de la segunda mitad del año 1923, cuando regresó de Europa.
Hay consenso en que su principal interés y desempeño a su regreso de Europa fueron contribuir con su acción intelectual y política a la organización de los trabajadores y a la construcción de una organización socialista. Primero con su actividad en el proceso de formación de un frente amplio del cual se puede tener en cuenta su participación en el APRA, del cual rápidamente se distanció. Luego, con su aporte a la fundación del Partido socialista en 1928, y a la creación de la Confederación de Trabajadores del Perú en 1929. Participó con la ponencia “Antecedentes y desarrollo de la acción clasista” en el Congreso Constituyente de la Confederación sindical Latinoamericana, efectuado en Montevideo, Uruguay, en mayo de 1929, y con la denominada “El Problema de las razas en América Latina”, presentada a la Primera Conferencia Comunista Latinoamericana, realizada en Buenos aires en junio de 1929. Intervenciones que no dejaron de traerle problemas con la Tercera Internacional Comunista y con los partidos comunistas de la época por el énfasis que hacía en el papel de los indígenas y de los campesinos en el proceso revolucionario de sociedades como la peruana.
Muere el 16 de abril de 1930
1.1. SU FORMACIÓN INTELECTUAL
A pesar de que el mismo Mariátegui califi cara gran parte de su producción intelectual, anterior a su viaje a Europa, como decadentista y romántica, hoy podríamos hacer una valoración diferente. La producción de su juventud la califi có como la “edad de piedra”, y fue su misma madre quien la salvó cuando su hijo le pidió que se deshiciera de la colección de artículos que ella había hecho con múltiples recortes de prensa. Sánchez Vásquez identifi có el período que va de 1911 a 1919 como el primero de su formación y lo esquematiza argumentando que “va evolucionando en el curso de su labor periodística desde la mentalidad estética, decadentista, místico-religiosa, con la que se sitúa el joven Mariátegui frente al medio ambiente dominante, a una mentalidad política antioligárquica”. (Sánchez Vásquez, 1999: 131) Sin embargo, esa aproximación e interés por el arte y la cultura local y universal quizá fueron los que formaron en él una disciplina en la lectura y la escritura que no lo abandonaría hasta su muerte. Su misma autorrefl exión de su proceso da cuenta de ello cuando en julio de 1926 se le cuestiona en ese sentido: “He madurado más que cambiado. Lo que existe en mí ahora, existía embrionaria y larvadamente cuando yo tenía veinte años y escribía disparates de los cuales no sé porqué la gente se acuerda todavía”. (Mariátegui, 1988: 154)
Su actitud antidogmática, abierta a diferentes formas de pensamiento, encuentra allí sus bases. Su búsqueda de la explicación de los problemas sociales, políticos y culturales en diferentes ciencias y disciplinas ya están allí sufi cientemente esbozados. Su misma opción por un socialismo, así no fuera todavía marxista, fue previa a su periplo europeo. No es justo, entonces, hacer referencia únicamente a su posición política, la antioligárquica y la socialista, como lo rescatable de ese período. Aún esa veta estética en su relación con el arte y la literatura son aspectos básicos en la construcción de esa pulsión creadora que siempre lo acompañó.
Eso no excluye el reconocimiento de que su aporte intelectual y político, y su originalidad se encuentran en su defi nida estructuración marxista obtenida en su viaje a Europa y desarrollada a lo largo de los años que le sucedieron en su regreso al país. En efecto, allí experimenta la vivencia de un movimiento obrero y una izquierda marxista en ascenso, al igual que el fascismo de Mussolini, en sus coqueteos con el socialismo, en la Italia en que pudo radicarse de manera más permanente. Establece relación con grandes intelectuales del momento y con dirigentes sindicales y populares de diferentes organizaciones europeas. Práctica que se le facilitó por el reconocimiento intelectual que ya había adquirido en su país antes de su viaje, y porque siguió ejerciendo desde allí el periodismo.
Uno de los aspectos importantes de su formación es su apertura al pensamiento y la cultura universales. Pues se puede constatar su lectura de autores cuestionados por el marxismo de su época como Sorel, Bergson, Freud y Nietszche, y de clásicos del arte y de la literatura universal. Orientación que le permite romper con determinismos, como el que ya se imponía en el marxismo contemporáneo al relegar los proceso culturales y espirituales, condicionándolos, a su explicación o justifi cación económica. Sus escritos dan cuenta de su amplia búsqueda en el cine, la pintura, la escultura, la música, la poesía, la novela, el cuento. Así mismo del seguimiento de los procesos políticos e históricos de América Latina y del mundo.
Esta dirección de sus estudios y refl exiones es relevante en su trayectoria porque, a su regreso de Europa, no sólo defi ne de manera categórica su formación marxista, pues su obra en esa dirección la escribió entre 1923 y 1930, año en que murió; sino que adquiere mayor peso el conocimiento de América Latina. En primera instancia, de su propia nación y de su propio pueblo, cuyo cimero resultado es Siete Ensayos de interpretación de la realidad peruana. Lo importante es el giro que da al enfatizar la problemática indígena y, en especial, a su incorporación dentro de un proyecto socialista. En ese mismo sentido está el signifi cado que da a la Revolución Mexicana; pues la registra como una especie de guía en los procesos de liberación de América Latina; sobre todo en el papel que el campesinado podía jugar en el desarrollo de luchas revolucionarias, dentro del socialismo. A lo cual se puede agregar el interés que tuvo por la confrontación al imperialismo gringo por parte del movimiento popular dirigido por Sandino en Nicaragua y el papel del campesinado en él.
En segundo lugar, piénsese que no sólo le interesaba el movimiento social o político, o el desarrollo histórico, también estaba al tanto de los procesos culturales y artísticos del subcontinente. De hecho, no son pocos los artículos en que debate críticamente sobre la pertinencia o no de la latinoamericanidad. Discusión que no hacía más que favorecer el reconocimiento de los valores culturales e intelectuales que se producen en la lucha por construir las naciones a partir del desprendimiento crítico del dominio español.
No descuidaba con ello el diálogo con la cultura universal, más bien propiciaba la reafi rmación de nuestros propios valores y procesos, inscritos en el conjunto del desarrollo humano. Su tan mencionada afi rmación de que el marxismo en Latinoamérica no podía ser “calco y copia sino creación heróica”, da cuenta de la inversión que se produce al desplazar el eurocentrismo hacia la aceptación de que cada pueblo produce los valores que le dan su razón de ser. Los factores externos coadyuvan a su realización pero no sustituyen la dimensión de quienes se comprometen con su realización. Por ello podemos estar de acuerdo con Pablo Guadarrama cuando afi rma: “Mariátegui no fue ni europeizante, como se le criticó en su propia época – y supo reaccionar ante tales acusaciones-, ni tampoco chovinista, como se pudiera considerar por su marcado interés en peruanizar el Perú y rescatar lo nacional frente a lo exótico”. (Guadarrama, 2002: 314)
1.2. UN MARXISMO CREATIVO
La abundancia de estudios sobre su producción intelectual permite hoy identifi car que su formación en la teoría y política marxistas no se dio a lo largo de su producción intelectual. Si bien él mismo expresara que su aproximación al socialismo se produjo desde 1919, la adopción de la teoría marxista de manera sistemática y doctrinaria la realizó en su viaje a Europa y su posterior regreso a su patria. Por eso coincidimos con Oscar Terán en la afi rmación de que fue a su regreso del viaje de Europa en 1923 cuando su producción intelectual y su práctica se hicieron más explícitamente Marxistas y, sobre todo, enraizadas con la búsqueda de su desarrollo a partir de las condiciones históricas del Perú y de América Latina. Mas precisamente, al fi nalizar 1924, y todo el periodo posterior hasta su muerte en 1930.
A qué marxismo podemos hacer referencia cuando analizamos el discurso fi losófi co y político mariateguianos? En él hay una preocupación por rescatar las tesis centrales que Marx había producido, sobre todo de aquellos textos que se conocían en castellano, de los cuales los estudiosos no encuentran muchos, y de los que tuvo acceso en otros idiomas en su viaje por Europa, y que habían producido diferentes desarrollos tanto del punto de vista teórico como de las luchas sociales y políticas. Enriquecidos, a partir de 1917, con la experiencia del socialismo de la Unión Soviética. De tal manera que a lo largo de su obra de éste periodo, claramente se puede encontrar un acento anticapitalista. Tanto en relación con las diferentes formas de explotación y de reproducción del capital que había adquirido en el mundo, como desde la anulación de las posibilidades de realización humana, dentro del modo de producción capitalista. Inevitablemente atravesadas por la teoría de la lucha de clases. De la cual su más fecunda elaboración se produjo en Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana en que por primera vez en América Latina el marxismo era aplicado al análisis de la historia nacional. De la misma manera, su obra advierte la caducidad del capitalismo en cuanto identifi ca su superación con la construcción del socialismo.
Formación intelectual que va mucho más allá de la reproducción de tesis de manual, cómo le tocó registrar en el inicio del período estalinista. Su búsqueda se inscribía en el campo de la cultura universal, que le permitió identifi car los núcleos centrales del marxismo y enriquecerlos con los aportes de la vida cultural de los pueblos. Por eso no se circunscribe a una explicación de los procesos económicos para, desde allí, hacer depender todos los demás tipos de prácticas que se procuren los grupos y clases en las sociedades. En sus estudios adquieren gran valor las religiones, el arte, la política, la educación, etc., identifi cando en ellas la fuerza, el poder que en cada contexto histórico lograban construir. Todo ello dentro de una aceptación explícita del marxismo, no circunscrita a su formulación teórica sino articulada con las demandas que producía la lucha de clases. Por eso, a la vez que escribía en periódicos y revistas, también las fundaba y dirigía, y participaba en la creación y formación de organizaciones políticas y sociales. (Melgar, 2007)
Al seguir esta orientación, no podemos estar de acuerdo con Germaná al afi rmar que el amauta “no “aplicó” el marxismo al estudio de la realidad social, pues consideraba que esa concepción no era una doctrina completa, cerrada y de validez universal”. (Germaná, 1995: 14) Al contrario, es su incursión en el marxismo la que le posibilita la identifi cación de los aspectos estructurales de la formación social peruana. Justamente, su visión abierta le permitió enriquecer postulados básicos del marxismo que lo llevaron a producir una elaboración original dentro de esas orientaciones. De tal manera que: “rehacer el camino recorrido por Marx y reelaborar conceptos y categorías, en función de la específi ca realidad del objeto de sus estudios, hasta alcanzar su propia óptica de refl exión y de investigación”, como lo plantea el mismo autor, no lo coloca necesariamente dentro de una concepción diferente; sino en la dirección de su propio desarrollo, como se ha reconocido universalmente. Bastaría un seguimiento a los Siete Ensayos para corroborarlo. Específi camente, en el análisis de las clases sociales en el Perú y de sus luchas, en la identifi cación de los procesos históricos de las relaciones de producción, articulados con estudios sobre la educación, las religiones, la cultura inca y los desarrollos artísticos, como expresiones dinámicas de su trabajo.
II. Estética y política en
Mariátegui[2]
Podemos afi rmar que el debate marxista de la década del veinte del siglo pasado en América Latina no concitó el interés sobre problemas de la estética o de la producción artística por parte de sus intelectuales, dirigentes, y activistas politicos más allá de dar cuenta de cuánto contribuía la obra y la práctica artísticas al proceso revolucionario. Un ejemplo en esta dirección lo encontramos en México donde el muralismo de Siqueiros y Diego Rivera, fue pionero en la region en esta expresion artística, articulado muy especialmente a la izquierda marxista de la época. “Desde 1922 el movimiento muralista se defi ne en el Manifi esto del sindicatos de obreros Técnicos, pintores y escultores (SOTPE), como un arte público inscrito en las luchas populares, en confl uencia con tendencias nacionalistas e internacionalistas (ligadas, obviamente con el socialismo” (González Cruz, 1996: 19). Es decir, acentuando la funcion política del arte; más no sus fundamentos estéticos. En Colombia fue mucho más notable porque la organización política que se asumió como marxista, el Partido Socialista Revolucionario, fundada en 1926, fue urgida por los movimientos de los trabajadores que empezaban a movilizarse y organizarse en el país y, por tanto, por los intereses politicos. El Perú. Tenía un antecedente en Manuel González Prada que, sin ser marxista, sí recreó discursos anarquistas con los cuales confrontaba las políticas oligárquicas y colonialistas de su país, aunado a la atención que tuvo por la causa de las comunidades indígenas. De tal manera que su producción literaria no estuvo exenta de su relación con la política, aunque no propiamente en ese condicionamiento hecho por el marxismo, que luego de su muerte en 1918 tuviera un signifi cativo protagonismo.
Dado el carácter marginal e insurrecto del marxismo, en sus primers años de formación, los debates politicos se producían fundamentalmente en la prensa, ya fueran periódicos o revistas, y en sus círculos de los trabajadores y de sus organizaciones políticas. En sociedades con altos indices de analfabetismo como la del Perú en ese período, es importante tener en cuenta que los discursos politicos llegaban al pueblo y sus comunidades por esta vía y no por la intelección ilustrada de los textos de los clásicos de la política. Tesis válida también para los discursos y prácticas políticas; por fuera de esta orientación revolucionaria. En efecto, desde fi nales del siglo XIX, y hasta las primeras décadas del siguiente, el periodismo cumplió un papel que muchas veces no se ha valorado en su justa dimensión. No se trataba solamente de informar o registrar una noticia; se introducía el comentario, la critica, el análisis. Hubo preocupación constante por pulir la frase, precisar el argumento, dar sentido lógico a la exposición. De tal manera que la formación iba desde la simple comprensión del medio en el cual se escribía hasta el conocimiento de la cultura universal. Así, los periódicos fueron el espacio de realización en narrativas de literatos, periodistas y políticos que, a su vez, fueron grandes literatos o de destacados literatos que hicieron política o experimentaron en el análisis político con grandes aciertos. Entre ellos estan Alfonso Reyes, Gonzales Prada, los Flores Magón, los Caro, Valencia, Vargas Vila, Sanín Cano, Luis Tejada, etc.
En este eje de intersecciones se ubicó Mariátegui, quien desde muy joven se encontró con el ambiente periodístico, a través de sus escritos, actividad que efectuó hasta poco antes de morir. Como tal privilegió, inicialmente la crítica literaria, a la cual le antecedió un interés creciente por la lectura de literatura, y no pocas incursiones en la escritura de poesía, cuento y teatro, acciones que luego devinieron en la producción de la obra La Novela y la vida. Siegfried y el Profesor Canella. Todas ellas inscritas en lo que luego él mismo denominara la “edad de piedra” para diferenciarla de aquélla mucho más política y marxista que produjo con su viaje a Europa en 1919 y, sobre todo, a su regreso en 1923.
La práctica política también estaba impregnada de un profundo cuidado de la oratoria, no sólo a la manera de Demóstenes en el control de las formas físicas. La formación en este campo se adentraba en los conocimientos formales de la retórica, con lo cual transitaba por los caminos de la fi losofía tanto en la lógica y los discursos sobre el lenguaje como en no pocos problemas ontológicos. Tampoco les fue extraña la literatura, no pocas veces en su formas clásicas grecolatinas; por lo cual, hablar de política y practicarla era expresar y crear también todo un ambiente de producción cultural propicio al trabajo estético. En esta orientación también encontramos a Mariátegui no tanto en el primer sentido clásico, o sea como gran orador, pero sí como organizador de un partido (el socialista) de grupos populares y de intelectuales, fundador de periódicos y de la revista Amauta, impulsor de la Universidad Popular creada por el APRA o político conferencista sobre tópicos del mundo y del Perú. Fue lo que Gramsci llamara un intelectual orgánico. Sin embargo, unos y otros se ubicaban en un eje de poderes. “El campo intelectual fue concebido por Mariátegui como un campo de fuerza, en donde los posicionamientos estéticos y de ideas se encontraban en desarrollo, vía el camino inevitable de sus contradicciones, de su lógica antagonista”. (Melgar Bao, 2007: 13) De lo cual da cuenta el autor en muchos de sus múltiples escritos.
Como se analizará más adelante, Mariátegui se anticipó a la tesis althusseriana de la determinación en última instancia de lo económico sobre lo estructural; especifi cada por él bajo la forma de “determinación en último análisis” cuya consecuencia inmediata fue la de establecer la relativa autonomía de las formas súperestructurales, entre ellas la de la producción artística. Inscrita en esta tesis; mantiene la especifi cidad que le es propia, pero guarda una relativa relación con la política, entendida ésta como “la única grande actividad creadora. Es la realización de un inmenso ideal humano”.
Planteado de esta manera, constatamos una creatividad importante en Mariátegui, puesto que el marxismo no es transportado mecánicamente al hacer un análisis de nuestras propias condiciones económicas y sociales; es recuperado desde una dinámica en que opera como una serie de principios o de tesis teóricas que son desarrollados con el material de investigación obtenido en el estudio de otras teorías e ideologias y de la propia realidad. El producto fi nal solo se daba cuando este material era sometido a los procesos históricos, económicos y sociales; que en no pocas oportunidades contrastaba con el tipo de verdad que se imponía. Por ello no se encuentra el espejismo grecolatino que pretendía efectuar un transporte helénico o romano a Latinoamérica, o el revolucionarista ruso, con los cuales se creó, por ejemplo, la ilusión de la Atenas Suramericana en el caso de Bogotá, en una orientación más tradicional; o de hacer de algunos países de América Latina el espacio donde se reproduciría el proceso de la revolución bolchevique, dentro de las concepciones de la izquierda marxista.
La política se entronca o se aproxima a la estética, o simplemente se roza con ella en la defi nición de los sentidos últimos de ambas. Ya habíamos planteado: para él la política es la “realización de un inmenso ideal humano”. Su contenido seria la realización de las aspiraciones más generales de la humanidad, con lo cual se inscribe en los objetivos últimos del humanismo; o sea que existen los que se pueden considerar problemas fundamentales de la humanidad, que tendrían su producto en los resultados del desarrollo de la civilización. Lo cual puede catalogarse como una concepción esencialista en tanto no aparece una diferenciación de intereses entre los seres humanos que componen esa humanidad. Sin embargo se relativiza si se acepta que cualquier proceso histórico se produce en condiciones que le son propias y en transformaciones sujetas a dinámicas de la lucha de clases y de las múltiples relaciones de fuerza de la sociedad.
Esta orientación también puede ser dirigida a la producción artística, en cuanto que en ella no se circunscriben intereses netamente clasistas sino aquellos que resaltan condiciones y aspectos fundamentales del ser humano. Esto no excluye el discurso marxista del rol de las clases dentro de una sociedad, puesto que su defi nición; es decir, la solución de los confl ictos de clase, en este caso, por ejemplo, de la capitalista, en función de una sociedad socialista, lo que establecería sería aquellos fundamentos últimos que la humanidad no había podido alcanzar y un cambio en la función que ellos tendrían en cuanto a su sentido social. Esta tesis puede validarse con la observación que hace de Oscar Wilde, de quien dice que “en la liberación del trabajo veía la liberación del arte”. (Mariátegui, 1982b: 410) O sea que la abolición de las condiciones de explotación del hombre por el hombre conduciría a la creación de condiciones de posibilidad para romper las ataduras y limitaciones que las sociedades divididas en clases le han impuesto a la producción artística. De igual manera, los contenidos de la práctica estética no se le asignan únicamente a quien la produce, la nueva sociedad incorporaría a sus nuevas condiciones la sensibilidad estética que en otras sociedades le había sido negada al conjunto de la población. Por lo tanto, se amplía la noción ortodoxa que establecía el marxismo de la época para estructurar una concepción más libre sobre la estética y la producción artística, quienes la producían y quienes efectuaban un análisis de las mismas.
La noción de valores universales está presentada en las formas de su contradicción; un rechazo a la guerra, por ejemplo, a la primera Guerra Mundial, es una condena a la violencia; pero una lucha revolucionaria para construir una nueva sociedad comporta también un proceso de violencia, que, igualmente, puede ser defi nido como de interés universal porque se intenta transformar una sociedad que ha relegado a una gran masa humana a condiciones de miseria material y espiritual. Una y otra no son presentadas como lo deseable sino como aquello que los procesos históricos registran como ineludible, y, por tanto, condición contradictoria de la realidad. De igual manera, los proyectos de sociedad no pueden prescindir de la confl ictividad propia de la condición humana, y por tanto, de las formaciones sociales, ni tampoco todo lo que está en el ámbito de realización humana. Por ello, el carácter universal que le atribuye a la obra de arte no implica que los signifi cados que produce y la interpretación que de ella se haga sea la misma en cada momento histórico sino que “cada época los entiende y los conoce desde su peculiar punto de vista, según su propio estado de ánimo”. (Mariátegui, 1982b: 351) Tampoco circunscrito al dictamen de una clase social determinada; así el eje de sus contradicciones no le sea ajeno.
Esta defi nición tan general no puede inducir a concluir que Mariátegui excluía de su vida una simpatía por una corriente artística o una forma artística determinada. Al contrario, siempre mantuvo una opción estética por lo nuevo y revolucionario, tanto en la poesía y narrativa como en las artes plásticas, música y cine. Es por eso que tuvo su admiración por el “futurismo” italiano, el dadaísmo y el cubismo, y una entusiasta aceptación del surrealismo del cual varios escritores tuvieron cabida en su revista Amauta. Punto de vista que le traería no pocas contradicciones con representantes del comunismo internacional en tanto le daba cabida a corrientes que ya eran califi cadas como pequeñoburguesas y contrarevolucionariasy que en la década siguiente fueran contradichas y eliminadas por el estalinismo.
Mariátegui considera que a la base de toda práctica social hay una práctica política; por lo que se hace o se deja de hacer, se dice o no se dice, se acepta o se rechaza de los poderes dominantes dentro de una sociedad dada, y porque la política “es la trama misma de la historia”. Es en este sentido que considera que los que fueron grandes artistas nunca se mostraron ajenos a la política de su época, además intuyeron en su producción los signos transformadores de sus sociedades. Lo cual no anula la especifi cidad de su práctica sino que la fundamenta. No se puede esperar que la defi nición de las soluciones políticas sea dada por el artista, como tampoco que los fundamentos de la producción artística sean dados por el político. Allí es donde critica la intromisión del “futurismo” italiano de Marinnetti que pretendió establecer el programa de las transformaciones sociales y lo diferencia del surrealismo que se adhirió a un programa político propuesto por un partido en su primer momento. Aunque en su estancia en Italia hubiera consagrado la acción política de D´Annunzio
Al considerar la producción artística como resultado de una práctica social, tuvo que someterla al análisis de las implicaciones que toda práctica social tiene en una sociedad determinada; en particular dentro de la sociedad capitalista en la que la formación de los valores estéticos están atravesados por los criterios de rentabilidad que les impone la sociedad de consumo. En gran parte, a través de los medios de comunicación; cuya forma predominante en su época fue la prensa que hacía aparecer una gran calidad artística donde no la había o censuraba o condenaba al silencio a importantes trabajos. De ahí, su crítica categórica a la producción estética en esta forma de sociedad. “La civilización capitalista ha sido defi nida como la civilización de la potencia. Es natural, por tanto, que no esté organizada, espiritual y materialmente, para la actividad estética sino para la actividad práctica”. (Mariátegui, 1982b: 410) Al mismo tiempo, la práctica artística, como la práctica política, es efectuada por individuos que están atravesando por las contradicciones que se dan dentro de su sociedad; lo cual hace que no sólo sean partícipes de las expresiones que de ellas se efectúan, sino que en ellos mismos se manifi estan los antagonismos, por lo cual “La decadencia y la revolución así como coexisten en el mismo mundo, coexisten también en los mismos individuos. La conciencia del artista es el circo agonal de una lucha ente los dos espíritus. La comprensión de esta lucha, a veces, casi siempre, escapa al propio artista. Pero fi nalmente uno de los dos espíritus prevalece. El otro queda estrangulado en la arena”. (Mariátegui, 1982b: 411) Con lo cual una producción estética genuina, en funcion de la nueva sociedad por construir de inmediato sería confrontada o relegada y sujeta a los vaivenes que impone el mercado, la lógica del capital.
Rescata, en consecuencia, un análisis de la individualidad, que le fue muy caro a Mariátegui por la importancia que le dio en los procesos de las luchas políticas, en sus análisis históricos y por las contradicciones que le deparó en sus confrontaciones con el marxismo dogmático. Se puede concluir que la admisión de este aspecto fue posible, en parte, por la aceptación del sicoanálisis, en su objeto fundamental de análisis; el inconsciente; articulado claramente a su concepción marxista en relación con la tesis de que el individuo no se puede entender como elemento aislado de los procesos de confrontación de las clases. Igualmente, por su formación en la literatura universal y por el conocimiento de la historia política de la humanidad.
De otra parte, el sicoanálisis y la concepción sorelania de la vida y de la cultura lo indujeron a destacar la importancia, tanto en el arte como en la vida, de la fi cción, lo irracional, lo pasional, el mito, la religión; pero no como formas distanciadas de lo real sino, por el contrario, como surgidas en ellas, explicadas por ella y, al mismo tiempo, creadoras de realidad. En estos elementos tiene gran infl uencia lo erótico, los sentidos de la sexualidad, la vivencia de lo libidinal; lo cual se constituye en una de las funciones máximas del arte, o sea lo hedonístico, junto a la de crear formas de libertad. Es así como al estudiar una obra de Chaplin dice “él sabe que la exaltación erótica es un estado propicio a la creación, al descubrimiento”. (Mariátegui, 1982b: 427) Planteamiento próximo a la tesis freudiana de la sublimación en la producción artística. De tal manera que se privilegian elementos propiamente humanos, esenciales y no circunstanciales; lo cual hace de los aspectos técnicos formas accesorias en este tipo de práctica, puesto que según lo afi rma, “una técnica nueva debe corresponder a un espíritu nuevo”.
Por tanto, arte y política se interceptan en sus respectivos procesos, una plena realización del arte no se puede efectuar si no se producen las condiciones económicas y sociales que posibiliten un ejercicio pleno de su libertad creadora. A su vez, la construcción de una nueva sociedad, en cuyo proceso cumple un papel determinante la política sería una acción muerta, fría sin mayores signos de vitalidad sino se estimula una plena producción artística. De hecho, cuando afi rma que “mi concepción estética se unimisma, en la intimidad de mi conciencia, con mis concepciones morales, políticas y religiosas”, (Mariátegui, 1976: 231) no hace más que ampliar al campo de la sociedad las realizaciones estéticas. Si para él “el arte no es acaso sino un síntoma de plenitud de vida” (Mariátegui, 1976: 231), allí estarían sintetizados los horizontes en los cuales se inscribirían los valores estéticos dentro de unas condiciones sociales en las cuales la vida pudiera realizarse en la mayor parte de sus potencialidades.
III. Revaloracion de la política (Lectura del discurso político de Mariátegui)
Diego Jaramillo Salgado
Popayán, Colombia
Mayo de 1994
A Laura Mercedes Simmonds, Como una fl or expuesta eternamente en su tumba.
INTRODUCCION[3]
Mi primer acercamiento al pensamiento de Mariátegui lo hice con el prejuicio de quien ha militado en el marxismo ortodoxo y dogmático, y, después de adoptar una distancia crítica, creyó encontrar en algunos teóricos marxistas una telaraña especulativa, repetitiva, similar a la que fue muy común dentro de este campo en Colombia y América Latina. Mucho más si se trata de la fi losofía de un intelectual ubicado en un período de ascenso del estalinismo. Al mismo tiempo, puse trabas a mi acercamiento pensando en las limitaciones que la distancia de la producción y circulación de textos marxistas imprimía en los intelectuales latinoamericanos, aunque pudieran estar eventualmente en contacto con Europa.
Mi sorpresa fue grande al encontrar un Mariátegui vivifi cante, ansioso de la revolución, como tantos otros; pero inscrito en los procesos universales del saber y del desarrollo humanos, articulados con los procesos propios de su país y de América Latina. Un activista político que participaba permanentemente en el proceso de la lucha política del Perú, sobre todo a su regreso de Europa, a partir de 1923. Un intelectual incansable que tenía la disciplina del que comprende que cualquier lucha revolucionaria requiere de un trabajo de refl exión, creatividad y conocimiento de lo que es el devenir histórico y cultural. Un pensador que hizo del quehacer intelectual una búsqueda constante en las diferentes expresiones de los saberes universales. Un esteta preocupado por la producción literaria, musical, visual, plástica y pictórica; que reivindicó el rescate del juego, la ludicidad, la espontaneidad en la vivencia de la vida cotidiana.
Por ello recorrí sus escritos, dialogando con él, expectante de las tesis que elaboró y de los hitos teóricos que trazó y que no pudo desarrollar, y atento a su forma de vida. Sin embargo, privilegiando el proceso de formación de su discurso y algunos de los problemas que le dieron mayor identidad como intelectual.
En particular, me detengo en su refl exión sobre la política tanto en su defi nición teórica como en sus implicaciones prácticas, históricas, institucionales y culturales. Es así como me introduzco en el análisis de algunos ejes teóricos que atraviesan sus escritos, inscritos en la práctica política y social que le era congruente. Por eso partí de desarrollarlos desde lo que considero sigue siendo vigente de Mariátegui: su antidogmatismo. Solo así pude articular su formación fi losófi ca y literaria con la política, su defensa de principios fundamentales del marxismo con la exaltación de grandes pensadores de la historia universal, y la historia política universal con la específi ca del Perú y América Latina.
De igual manera, introduzco algunas refl exiones sobre su discurso relacionado con la educación y sus implicaciones políticas. Puesto que Mariátegui reivindica esta articulación tanto en la función que puede tener en la estructuración de un proceso revolucionario, en relación con la formación de la llamada conciencia de clase, como en la elaboración de lo que podría denominarse una nueva cultura política.
Lógicamente, no reduciéndolo a la propuesta teórica sino retomándolo desde sus expresiones y cambios históricos.
Especial atención le asignó al estudio del problema de la nación. Puesto que, si bien hoy día se está imponiendo el llamado Estado-región, o incluso se llega a afi rmar que la tendencia es a la desaparición de la nación por el impacto de la globalización, la discusión en este campo tiene un profundo signifi cado en los problemas políticos contemporáneos y en la misma realización de la acción política. Mucho más si se tiene en cuenta que este es uno de los aspectos que diferencia el discurso socialista de Mariátegui de otros discursos producidos dentro del marxismo. Es más, me atrevería a afi rmar que aquí se teje uno de los problemas fundamentales que hace vigente a Mariátegui en nuestros días. Puede ser así, independiente de la revaloración que se haga del socialismo. Especialmente porque supo incorporar a su propuesta de sociedad lo efectivamente humano de la historia universal y lo específi co de nuestra latinoamericanidad. De tal manera que el proyecto de nación no puede aceptarse al margen del proyecto de sociedad, y su construcción no puede producirse al margen de los procesos específi cos de cada pueblo.
Congruente con ello, me detengo en algunos aspectos que posibilitan identifi car un discurso humanista en el amauta. De esa forma intento hacer un reconocimiento de la singularidad de Mariátegui. En especial porque lo humano es fundamentado tanto desde los principios racionales que retoma del marxismo y de algunos clásicos de la fi losofía y de la literatura, como de las prácticas que se han considerado propias de la irracionalidad. Además, porque recupera, en su elaboración, elementos culturales producidos en la historia latinoamericana.
En conclusión, esta dimensión de la política propicia su revaloración posibilitando que el discurso político de Mariátegui adquiera una gran vigencia, así se produzca un cuestionamiento de algunas tesis básicas del socialismo marxista. En especial, se debe destacar su profunda refl exión latinoamericanista inscrita en los grandes desarrollos de la humanidad. Además, la intersección de diferentes procesos históricos y científi cos en la formación de su discurso político.
3.1. MARIATEGUI: UN ANTIDOGMATICO22
Si ubicamos el período histórico de Mariátegui, en los años de mayor acercamiento al marxismo, identifi camos una transición marcada de un discurso político relativamente creativo a uno totalmente cerrado, como fue el estalinismo. De tal manera que empezaba a predominar la aceptación incondicional de los planteamientos de la cúpula del PCUS y de la III Internacional. América Latina lo vivió a través de sus exigencias a los partidos socialistas y a sus militantes, que se reclamaban miembros de la Internacional Comunista, del cumplimiento de sus 21 condiciones. Quizá la mayor expresión de ello para la región se produjo en la I Conferencia Comunista Latinoamericana de 1929 en la que prácticamente se hizo una especie de juicio a los partidos que, a juicio de la dirección del Comintern, no cumplían con ellas.
En esas condiciones, el carácter crítico, abierto, de Mariátegui adquiere signifi cativa importancia porque aireó el socialismo marxista con los desarrollos que se habían
22La primera versión de este capítulo se produjo en Palabra, Revista de la Facultad de Humanidades de la Universidad del Cauca, No. 2, Popayán, Colombia, junio, 1985, pp: 4-15.
producido en Europa y con su refl exión sobre procesos latinoamericanos que articuló con prácticas y elaboraciones teóricas universales. Quizá por ello trascendió el momento histórico que lo vio vivir para hacerse vital también en nuestro presente.
3.1.1. UNIVERSALIDAD DEL DISCURSO POLÍTICO
El pensamiento de Mariátegui tendió a ser universal, sin petrifi carse en los principios marxistas, ni en la construcción de una nueva religión cuya biblia fuera cualquier texto de Marx. Entendió que si existían elaboraciones teóricas del marxismo que podían ser válidas para el momento y la realidad histórica del Perú y de América Latina, no necesariamente eran las únicas, ni tampoco invariables. Especialmente porque las confronta con el devenir histórico y cultural. De allí que afi rmara:
“El marxismo (…) es un método que se apoya íntegramente en la realidad, en los hechos. No es, como algunos erróneamente suponen, un cuerpo de principios de consecuencias rígidas, iguales para todos los climas históricos y todas las latitudes sociales. Marx extrajo su método desde la entraña misma de la historia. El marxismo en cada país, en cada pueblo, opera y acciona sobre el ambiente, sobre el medio, sin descuidar ninguna de sus modalidades...”
(Mariátegui, 1988: 111-112)
Con lo cual se puede concluir claramente que establece un sentido de interpretación en el cual esta teoría aparece como método y principios que se pueden adaptar a las circunstancias económicas, políticas, sociales y culturales, en tanto trazan derroteros para las posibilidades de su conocimiento, y, son susceptibles de modifi cación en donde la “realidad” así lo determine. Por supuesto, la demarcación de este orden de realidad la establecen sujetos que la interpretan, desde el horizonte de su formación teórica e ideológica; por lo cual su aproximación a ella puede variar los estatutos de verdad que elaboren diferentes sujetos.
Dentro de esta línea de análisis, podríamos concluir que difícilmente se encontraría una apertura a nuevos discursos porque se trataría simplemente de la adecuación o no, modifi cación o no, de dichos métodos o principios en función de la determinación de los hechos o de la realidad que es analizada. Sin embargo, una elaboración más explícita en este sentido la dio en su texto En Defensa del marxismo en el cual plantea, por ejemplo, que “a través de Sorel el marxismo asimila los elementos y adquisiciones sustanciales de las corrientes fi losófi cas posteriores a Marx”. Además, dice que Sorel efectuó “estudios que separan y distinguen lo que en Marx es esencial y sustantivo de lo que es formal y contingente” (Mariátegui, 1982: 124); lo cual se inscribe dentro de una elaboración teórico-metodológica que hizo suyas las principales tesis fi losófi cas del autor de Refl exiones sobre la violencia, especialmente en lo concerniente a los mitos, la religión, la cultura, la violencia y las prácticas sociales. Aunado a ello descubrimos en este texto la disposición a dejarse permear por nuevas elaboraciones; tanto desde el punto de vista teórico como de aquellas que produjeron o producen los acontecimientos y los procesos. Ese es, creemos, el sentido que da a la “realidad”: una construcción constante, que sólo es posible en el amauta por su apertura de pensamiento, disciplina, y por esa búsqueda y compromiso permanentes.
Por ello, no se detuvo solamente en este autor, ni tampoco exclusivamente en textos marxistas, sino que profundizó en desarrollos teóricos de la época. De tal manera, en esta dirección estructura una forma dialéctica de su pensamiento, a partir de elementos básicos del marxismo y de su articulación con los nuevos sentidos que producían sus refl exiones y sus prácticas. Se trataba, entonces, de elaborar renovaciones, profundas transformaciones en el campo teórico del análisis sociopolítico y cultural, recuperar procesos que la vida política y social iba presentando, y, al mismo tiempo, nutrirse de la múltiple producción de las ciencias en general, y de la literatura, el arte, la fi losofía y la política; por lo cual pudo afi rmar:
“Vitalismo, activismo, pragmatismo, relativismo, ninguna de estas corrientes fi losófi cas en lo que podían aportar a la revolución, han quedado al margen del movimiento intelectual marxista. William James no es ajeno a la teoría de los mitos sociales de sorel, tan señaladamente infl uida, de otra parte, por Wilfredo Paretto. Y la Revolución Rusa, en Lenin, Trosky y otros, han producido un tipo de hombre pensante y operante, que debía dar algo que pensar a ciertos fi lósofos baratos llenos de todos los prejuicios y supersticiones racionalistas, de que se imaginan purgados e inmunes...”. (Mariátegui, 1982: 318)
Sorprendentemente, con estas expresiones confi rmamos su aproximación a corrientes teóricas y fi losófi cas analizadas desde la exclusión por la tradición marxista ofi cial, propiciadas por el eurocentrismo. Es decir, valoradas desde una verdad situada en una lectura del materialismo histórico y del materialismo dialéctico que no daba opción válida a ningún otro desarrollo fi losófi co. Un ejemplo podría ser Lenin en sus obras Cuadernos Filosófi cos y Materialismo y empiriocriticismo, o, más radicalmente, la interpretación del marxismo que ya se hacía desde la burocracia estalinista reduciéndolo a esquemáticos manuales. Más importante aún es que lo hubiera hecho extensivo al proceso cultural Latinoamericano, no en tanto hubiera un trabajo del marxismo en tal dirección sino en cuanto existían variadas y múltiples posibilidades a las cuales el marxismo, en cada caso, debía acudir, e integradas a un proceso revolucionario. Para ello identifi ca principalmente diferentes expresiones del pensamiento y de la imaginación que irrumpían como propias en este pedazo de continente, aunque ellas, según él, unieran, en ese período, solo a los intelectuales.
Esta libertad de pensamiento le permitió encontrar desplazamientos, en la mentalidad cultural de la burguesía de Latinoamérica, de Europa a América del Norte: de las concepciones humanistas se paso a la “rentística” capitalista, del interés por el arte al interés por la técnica: “el hacendado, el banquero, el rentista de la América española miran mucho más atentamente a Nueva York que a Madrid”. (Mariátegui, 1975: 29) Registrando así no solo el eje de dominación que el capitalismo desplaza a Norteamérica sino la existencia de un proceso cultural diferente del que había sido característico de la América Hispana, correspondiente con el nuevo tipo de sociedad que se construía. Ello no implicó que las clases dominantes de Latinoamérica lo adoptaran en su profunda dimensión en sus respectivos países; pero sí en cuanto la meta que se proponían alcanzar, el horizonte a donde dirigían sus miradas. Esto lo derivó de lo que fue llamado el “milagro” económico de Norteamérica y lo fundamentó en que “Estados Unidos es impulsado a la afi rmación de su predominio de los mercados, las vías de tráfi co y los centros de materias primas, por su natural impulso de su desarrollo industrial y fi nanciero”. (Mariátegui, 1975: 46) Acentuando con ello un proceso propio del desarrollo del capital, con sus respectivas dinámicas culturales e institucionales que posibilitaron el acceso a su condición monopólica e imperial.
Como se puede ver, su análisis no lo enmarca en la utilización reiterada de los términos estructura y superestructura, en su connotación de refl ejo, de un espejo de la realidad, sino en un uso más amplio del lenguaje y de algunos discursos, poniendo en juego la multiplicidad de sentidos que podían presentar ciertos acontecimientos y que sustentó en la afi rmación teórica de que “....las relaciones económicas son el principal agente de la comunicación y la articulación de los pueblos. Puede ser que el hecho económico no sea anterior ni superior al hecho político, pero al menos ambos son consustanciales y solidarios”. (Mariátegui, 1975: 15) Es decir, interdependientes.
Enunciar el factor económico como el fundamental, en cualquier análisis que se quisiera hacer de una sociedad, y como parte principal a tener en cuenta en cualquier acción política, aparece como un aspecto relevante; a pesar de ello establece una clara delimitación del orden de determinación buscando la “causa económica” en “último análisis” (Mariátegui, 1975: 128) reiterando con ello la aclaración que tanto Marx como Engels hicieran de no ser esa su orientación, cuando se les tildó de economicistas. Este argumento lo sostuvo continuamente como una implícita postura contra quienes reducían “arbitrariamente el marxismo a una explicación puramente económica de los fenómenos” (Mariátegui, 1975: 128), y defendiendo lo que llamó el carácter dinámico y abierto de esta forma de determinismo. De esta manera se anticipó a una discusión muy fuerte que se dio durante las décadas del 60 y del 70, liderada en Europa por el estructuralismo francés en cabeza de Louis Althusser -y en América latina por Marta Harnecker-, quien planteó la tesis de determinación “en última instancia” de la estructura -relaciones de producción- sobre la superestructura.
Fue así como Mariátegui le atribuyó relativa autonomía a los procesos teóricos, ideológicos, políticos, sociales y culturales; incluso, efectuó análisis en los que presupuso reciprocidad entre ambos, o una relativa autonomía de los “niveles superestructurales”. Igualmente, este postulado teórico sería posteriormente planteado por el fi lósofo francés.
3.1.2. PRÁCTICA POLÍTICA
Así lo hizo también en el discurso sobre la revolución que señala como producida con “instrumentos históricos” pero que en sus perspectivas y en sus objetivos corresponde a propósitos nuevos. No se circunscribió, por tanto, a la aceptación de la que fuera el prototipo de la mayoría de los revolucionarios de aquella época: la Revolución rusa, admitió que todo nuevo proceso debía de ser creativo y producto de la vitalidad del pueblo que lo construye en su larga trayectoria histórica, o sea, parodiando a Hegel, no es simple resultado, sino devenir múltiple y productivo en todas sus direcciones.
Es posible plantear que Mariátegui supera el estereotipo e intenta pensar la revolución como la construcción de una sociedad nueva, en su forma más integral; en tanto sería “para los pobres no sólo la conquista del pan, sino también la conquista de la belleza, del arte, del pensamiento y de todas las complacencias del espíritu”. (Mariátegui, 1982: 366) Reafi rmando con ello que no se trata de una lucha eminentemente económica ni en función estricta de soluciones económicas. La construcción de una nueva sociedad, la lucha por una nueva vida, requería una nueva dimensión de la práctica cotidiana que fuera más allá de la ubicación en el puesto burocrático del Estado, el partido o el sindicato, o del recetario de citas de Marx; porque la revolución “más que una idea es un sentimiento. Más que un concepto, es una pasión”.
Su antidogmatismo también se expresa en la lucha política, en el tratamiento que le dio a las relaciones con los individuos o grupos políticos revolucionarios o que se colocaban dentro de la oposición. Enfrentó a los individuos en sus posiciones políticas, teóricas o ideológicas y no en cuanto a su persona. Así mismo lo hizo con grupos y organizaciones de todo tipo, enfocando más su ubicación en el juego de fuerzas que únicamente en su procedencia de clase. El manejo de este tipo de contradicciones serían confrontadas en esa forma, acorde con su pensamiento del hombre, del socialismo y de la revolución. Como lo expresó al año siguiente de volver de Europa, ante los intentos de algunos intelectuales y de varios activistas revolucionarios de estimular fraccionamientos en sectores de la izquierda:
“Antes de que llegue la hora inevitable acaso, de una división nos corresponde realizar mucha obra común, mucha labor solidaria. Tenemos que emprender juntos muchas largas jornadas. Nos toca, por ejemplo, suscitar en la mayoría del proletariado peruano, conciencia de clase y sentimiento de clase. Esta faena pertenece por igual a socialistas y sindicalistas, a comunistas y libertarios”. (Mariátegui, 1979: 253)
Con ello buscaba intensifi car un proceso político que posibilitara la más amplia participación popular y la defi nición de sectores y clases por la opción revolucionaria. Esto hizo que se produjeran matices en abierta contradicción con la III Internacional. Especialmente porque ésta, al considerar que en la mayoría de los países se desencadenaba un proceso hacia la revolución, impuso la de la Unión soviética como modelo. Además, le acompañaba el auspicio de la centralización de las luchas en función de la dictadura del proletariado y la supeditación a ella de todas las demás luchas. Y, en lo que nos ocupa, ruptura total, absoluta con el reformismo y con la política de centro. Por tanto, para la ortodoxia, el tratamiento de los problemas no podía ser éste que Mariátegui adoptó; en tanto que se daba las libertades creativas que hemos destacado.
Igual actitud asumió al explicar a Eudocio Rabines, integrante de la célula del APRA en París, su rompimiento con Haya de la Torre:
“He cortado desde esa carta (la del rompimiento con APRA) mi correspondencia con Haya. Para qué le escribimos? Si yo le devolviese sus ironías y sus puyasos, llegaríamos a una ruptura desagradable por su carácter personal. Me parece que la mejor prueba de estimación y de esperanza que puedo dar todavía a Haya, es no contestarle” (Mariátegui, 1980: 16)
Demostrando así su actitud humanista y contraria a la conducta que sugería el comunismo dominante: tratamiento a la pequeña-burguesía casi como enemiga de clase. En este caso, era la clasifi cación que más se adecuaba, en la terminología comunista del período, para el sector perteneciente a este grupo.
En esa misma dirección se ubica el tratamiento que le dio a Trosky. Sobre todo si se parte de que las relaciones de éste con muchos revolucionarios rusos y con la dirección del Partido Comunista Ruso eran bastantes tensas en ese período. De hecho, lo fueron en el proceso de ascenso de los bolcheviques al poder; pero, en los últimos años de la década del 20, eran más fuertes porque la contradicción se daba con el dirigente que capitalizaba el control del Partido Comunista y del Estado rusos: Stalin. La forma dominante en los partidos comunistas del mundo era la stalinista, y quienes adoptaran posiciones que reconocieran los méritos de la actividad política y teórica de Trosky eran rechazados por la ofi cialidad.
En Mariátegui se encuentra una actitud especial sobre este caso porque, sin alinearse con sus principios teóricos y políticos, defendió la importancia de este líder en la consolidación de la revolución rusa y resaltó su valor como teórico y como dirigente revolucionario:
“...la revolución rusa debe su valor internacional, ecuménico, su carácter de fenómeno precursor del surgimiento de una nueva civilización, al pensamiento que trosky y sus compañeros reivindican en todo su vigor y consecuencias”.
(Mariátegui; 1979: 16)
Mariátegui pensaba que la realización de una revolución se daba a través del pleno ejercicio de la libertad, por lo cual un proceso de diferenciación ideológica tenía que defi nirse por la vía de la persuasión y no de la imposición. Quizá, ingenuamente o no, creía en la honestidad y en la relegación de intereses individuales en el ejercicio de la militancia. De allí que fuera en ese sentido en que reclamara el respaldo a Trosky en cuanto representaba lo que llamó la ‘vigilancia crítica’, sin la cual “El Partido Bolchevique, el gobierno soviético correría probablemente el riesgo de caer en un burocratismo formalista, mecánico”. (Mariátegui, 1979: 16)
La historia luego corroboró su aserto; pero en el ambiente de la época, posiciones como éstas eran sufi cientes para aislar y estigmatizar a cualquier militante. Así lo hizo Codovilla en la Primera Conferencia de Partidos comunistas de América Latina (1929) con Mariátegui, y Stalin, y su gendarmería, con Trosky, obligándolo, incluso, a terminar su vida en el exilio que, bajo la forma de asesinato, no pocos cargan con su autoría intelectual.
Esta posición es coherente con las que se vienen analizando, y, fundamentalmente, se debe a la concepción que tiene del Marxismo al considerarlo profundamente creativo, a partir de unos principios que se van enriqueciendo tanto con los desarrollos teóricos como con las luchas política y sociales que libran los pueblos del mundo, y sus propias especifi cidades históricas; lo cual induce a asumir, igualmente, una conducta particular. Esta se vuelve más vital si se recuerda el profundo conocimiento que tenía de la cultura universal y su pasión por estar al tanto del desarrollo de los movimientos sociales y políticos del período.
3.1.3. ACERCAMIENTO AL SICOANALISIS
Ya se ha afi rmado que estuvo al tanto de muchos desarrollos teóricos, como el sicoanálisis, cuyos debates con el marxismo adquirieron auge, de manera más generalizada, solo en la década del 60. Antes se habían dado posiciones en su contra, como las de Lenin que condenaba las teorías freudianas por ser, según él, pequeñoburguesas. Luego Trosky lo tuvo en cuenta y posteriormente, Whilhem Reich, quien fuera expulsado del Partido Comunista alemán por su trabajo de articulación del sicoanálisis con el marxismo. Erich Fromm, y Louis Althusser, entre otros, introdujeron esta discusión en función de dar un mayor desarrollo a planteamientos que sugerían su articulación. No es que Mariátegui se hubiera detenido con mucho énfasis en ello, pero si de una manera que no se puede eludir en un estudio sobre su obra, y sobre sus implicaciones en su desarrollo. (París, 1981: 139)
Es, por lo menos, novedoso que en la década del 20 un marxista latinoamericano (quien incluyó el texto de Freud “Resistencias al sicoanálisis” en el primer número de su revista Amanta, en septiembre de 1926) haya planteado posibilidades de relaciones de estas dos corrientes teóricas. Claro está, si se entiende aquí el sicoanálisis no tanto en el sentido clínico como, principalmente, en el teórico.
De hecho, Mariátegui entró a recuperar dos aspectos importantes del trabajo sicoanalítico: los que se refi eren a las ideologías, y al método. En el primero, en lo que serían las formas de la irracionalidad que se dan en la elaboración de las ideologías y que en esta teoría son tratadas en el estudio del inconsciente, y en el signifi cado o incidencia que los procesos culturales de una sociedad tienen en la formación de la vida síquica. El segundo, lo centra en el tratamiento de las “deformaciones de la conciencia” y en las implicaciones que dicho trabajo tuvo frente a la fi losofía y sicologías dominantes y las prácticas de la psiquiatría y medicina contemporáneas.
No admitió, pues, Mariátegui el tipo de crítica ideológica que se le hacía al sicoanálisis:
“... La acusación de pansexualismo que encuentra la teoría de Freud, tiene un exacto equivalente en la acusación de paneconomicismo que halla todavía la doctrina de Marx. Aparte de que el concepto de economía de Marx es tan amplio y profundo como en Freud el de Líbido”. (Mariátegui, 1975: 69)
Lo cual no necesariamente da cuenta de una comprensión profunda de esta teoría, pero sí de la asimilación de supuestos generales, y de sus posibles articulaciones con el marxismo y otras teorías.
Quizá también se pueda establecer que el psicoanálisis era poco conocido por quienes hacían una crítica que llevaba a su condena, como lo fue el caso de Lenin; y, al mismo tiempo, en el marxismo había impedimentos trazados desde las organizaciones comunistas que difi cultaban conocerlo.
Se puede destacar que este interés por el psicoanálisis se encuentra articulado con su constante preocupación por la cotidianidad que, al parecer, había recibido de Sorel. En sus artículos recopilados bajo el nombre “En defensa del marxismo” enfatiza mucho en ello; sobre todo porque fue una crítica al libro de Henri de Man “Más allá del marxismo”, quien, según Mariátegui, lo había fundamentado en la psicología y el psicoanálisis. Así Parece demostrarlo también con la incorporación en el análisis del siguiente texto de Renán que, implícitamente, lo hace suyo:
“Es sorprendente que la ciencia y la fi losofía, adoptando el partido frívolo de las gentes de mundo de tratar la causa misteriosa por excelencia como una simple materia de chirigotas, no hayan hecho del amor el objeto capital de sus observaciones y de sus especulaciones. Es el hecho más extraordinario y sugestivo del universo. Por una gazmoñería que no tiene sentido en el orden de la refl exión fi losófi ca, no se habla de él o se adopta a su respecto algunas ingenuas vulgaridades. No se quiere ver que se está ante el nudo de las cosas, ante el más profundo secreto del mundo”. (Mariátegui, 1982: 129)
A partir de esta afi rmación se encuentra una confusión entre la noción de líbido de Freud y la valoración del amor en Renán; sin embargo, lo central es que enfatiza aspectos que no están inscritos en el orden de la racionalidad, pero que tienen un profundo sentido en la construcción de una nueva cultura. Es así como rescata un aspecto central de lo que se puede defi nir como su humanismo: el énfasis en aspectos básicos de la espiritualidad del ser humano, ubicado más allá de la simple racionalidad o de la materialidad económica. Por ello acude a aquello que tiene bases racionalistas, pero, al mismo tiempo, expresados en el límite de la pasión, en el discurrir de la irracionalidad.
Al mismo tiempo, pareciera que construyera un horizonte muy defi nido en que la cotidianidad se convierte en objeto particular de su atención. Lo hizo en el artículo sobre El Dedalus de James Joyce en el que se detiene en las vicisitudes del adolescente; o cuando analiza el trabajo de Máximo Gorki, en quien encuentra al hombre que no se cierra a la militancia partidaria y opta por la libre creatividad en el desenvolvimiento de su vida diaria, así simpatice y trabaje en el proceso de la revolución. También hay la opción de tomar otro camino de interpretación: afi rmar que tanto el ejercicio de la política, como la función de toda acción política no pueden ser ajenos al amor, la pasión, el deseo. En conclusión, no podría pensarse una nueva sociedad que los relegara ni una práctica política que no los incorporara en su acción permanente.
3.1.4. ESPECIFICIDAD DE LA POLÍTICA EN LATINOAMÉRICA
Así mismo, en el discurso sobre el proceso político peruano, Mariátegui puso en juego su comprometida postura antidogmática. Un antidogmatismo que se basó en no cerrarse a una orientación ideológica y partidaria por el peso de su autoridad, ni por el cerco sagrado que un carisma produce, como en este caso el de la revolución rusa, ni por la fuerza producida por una tradición revolucionaria; ni porque existieran textos “sagrados”, como El Capital, el cual solo se podía ratifi car, no cuestionar ni criticar. El se inclinó, entonces, por el conocimiento del marxismo, tanto de sus clásicos como de las nuevas elaboraciones, por el estudio de la historia y la revolución en el mundo, por el estudio de la fi losofía, la literatura, y por la investigación de la formación social peruana.
Fue en esta forma como llegó a una posición acorde con las condiciones políticas y sociales de su país y de algunos países de Latinoamérica en los cuales había una gran masa campesina e indígena. En ellos, argumentaba, debía cambiar la concepción de que el proletario era el dirigente de la revolución con la supeditación a él de las demás clases sociales. Dos eran los factores a tener en cuenta: la gran mayoría de campesinos e indígenas y el precedente de un tipo de socialismo como el incaico:
“....No queremos que el socialismo sea en América calco y copia, debe ser creación heróica. Tenemos que dar vida, con nuestra propia realidad, en nuestro propio lenguaje, al socialismo indoamericano” . (Mariátegui, 1979)
Con esto no estaba enfatizando Mariátegui la vuelta a dichas formas primitivas de vida comunitaria. Planteaba más bien la necesidad de tenerlas en cuenta en aquello que pudieran ser positivas para la realización de un nuevo proceso en el cual se incluyeran la ciencia y la técnica que el desarrollo del capitalismo había impuesto y las producciones que en este campo había dado la humanidad. De todas maneras, según él, “nuestro socialismo no sería pues peruano -ni siquiera socialismo si no se solidarizase, primeramente con las reivindicaciones indígenas”3.3(Mariátegui, 1979: 225)
33Este aspecto requeriría un tratamiento especial, en cuanto es considerado uno de los más importantes del trabajo intelectual de Mariátegui, por lo cual abunda la literatura en este sentido. Restringida, en muchos
Los aspectos analizados enfatizan algunos sentidos del carácter creativo, no dogmático, de Mariátegui. Hay muchos otros que pudiéramos desarrollar en esa dirección. Sin embargo, a través de ellos, es posible concordar con la afi rmación de Löwy: Mariátegui “es probablemente el pensamiento marxista más importante que América Latina haya producido hasta ahora”. (Löwy, 1982: 96) Por lo cual el signifi cado que le da a la política es muy específi co y aporta al desarrollo de la teoría y prácticas marxistas.
3.2. POLÍTICA Y VIDA44
“... A la revolución no se llega sólo por una vía fríamente conceptual. La revolución, más que una idea, es un sentimiento. Más que un concepto, es una pasión”. (Mariátegui, 1972: 155)
casos, a los Siete Ensayos de interpretación de la realidad peruana, relegando los artículos polémicos sobre el mismo tema o el informe presentado por la delegación peruana a la Primera Conferencia Comunista Latinoamericana. Interesa aquí articular esto a esa amplia concepción que tuvo en la estructuración del programa de lucha revolucionaria en el Perú; tanto en cuanto al tipo de transformaciones económicas y de sociedad por la cual se luchaba, como por las posibles alianzas que podían establecerse.
44La primera versión de este capítulo fue ponencia en el VIII Foro Nacional de Filosofía, realizado entre el 5 y el 7 de noviembre de 1986 en Manizales, Colombia, y publicado en ICFES. Serie Memorias de eventos científi cos colombianos, No. 49, Bogotá, 1987, pp: 161-168, y en Prometeo, Revista Latinoamericana de Filosofía, No. 10, Universidad de Guadalajara, Guadalajara, México, sep.-dic., 1987, pp: 35-42. Igualmente, fue ponencia en el III Congreso Nacional de Filosofía del Perú, realizado en la Universidad Nacional de Ciudad Trujillo entre el 28 de noviembre y el 3 de diciembre de 1988.
3.2.1. SIGNIFICADO DE LA POLÍTICA
No pocas veces se afi rma, desde la teoría marxista, que la revolución es un proceso tendiente a obtener el simple control de los medios de producción por la clase trabajadora, en función de la abolición de las condiciones de explotación. Efectivamente; Marx, en cierta forma, así lo afi rmó cuando sostuvo su polémica con Bakunin, argumentando que no bastaba con la destrucción del aparato de estado capitalista si no se erradicaban las condiciones de explotación.
Por supuesto, una lucha concebida en esta forma conduce a garantizar la satisfacción de necesidades consideradas primarias, como la alimentación, la salud, la vivienda, etc.; pero estrictamente en el sentido de sustitución de una condición socioeconómica por otra que comparativamente puede ser mejor. A esto, quizá, le puede ser consecuente un manejo del Estado en una relación de exterioridad a muchas prácticas sociales y a la vida misma. O sea, que se imponen políticas desde arriba por la validez de su ejecución, pero no porque procedan de los procesos de las prácticas sociales cotidianas. Se presenta así una contradicción entre los objetivos últimos de una revolución, fundados tanto en la solución de esas necesidades como en la conquista de la libertad, el juego, la alegría, un nuevo sentido de la vida, y las realizaciones revolucionarias que estarían sometidas a soluciones inmediatas.
De esa manera, los sentidos de la política pueden tener mayor “claridad” si se explican desde las prácticas económicas más no se puede reducir a ellas. Es más, en sus diferentes análisis elabora lo que sería propio de la acción política, y una especie de conceptualización de la misma, en la perspectiva de aproximarse a sus formas de especifi cidad, sin que esté circunscrita a lo económico.
Por eso considera que la política debe ser abordada de una manera autónoma, tal como se encuentra en Maquiavelo, y tiene sus propias leyes. Esta afi rmación la toma Mariátegui de Croce y la resalta en uno de sus análisis, no porque se constituya en una ciencia en la que se delimita un objeto y una formación teórica, sino como una práctica social, cuya razón de ser se imbrica en “la trama misma de la historia”. No hay historia sino hay política, y hay política porque la historia es un juego permanente de poderes, de relaciones de poder a las cuales no pueden escapar los hombres pues las ejecutan a través de sus acciones o la ejercen por medio de su silencio o su pasividad, forma encubierta de producir otra acción. Más bien, podríamos decir que la acción expresa un tipo de políticas y la pasividad otra.
Mariátegui diferencia la política de las “épocas clásicas o de plenitud de un orden… en la que puede ser solo administración y parlamento” de la de las épocas románticas o de crisis de un orden “en la que ocupa el primer plano de la vida” En la primera se privilegia la acción del Estado bajo sus formas de control y de organización en tanto que no hay amenazas visibles ni alternativas de poder que tiendan a desestabilizarlo. En la segunda hay una dinámica establecida por la lucha por el poder que ya no solamente coloca como actores a quienes ejercen el gobierno y el parlamento, sino que presenta una tensión de fuerzas que necesariamente coloca a la política como parte constitutiva de la vida misma.
A Mariátegui le interesa este último sentido porque acepta la política sumida en la más profunda y radical exigencia de transformación social efectuada tanto por los individuos como por los grupos y clases sociales y las instituciones que luchan por ella. Así, la política es “la única grande actividad creadora. Es la realización de un inmenso ideal humano” (Mariátegui, 1972: 158), y como tal se orienta a transformar las condiciones de existencia de los hombres bajo formas de explotación y de subyugación en sus instancias macrocefálicas de Estado, modo de producción, etc., y microcefálicas como aquellas que atraviesan a los individuos y su cotidianidad.
Si Rousseau se plantea la formación del ciudadano desde el discurso de una pedagogía que en su proceso de asimilación y de transformación en práctica política atravesaba los deseos, las pasiones, las ideologías, los intereses, etc., y era intervenida por ellos5;5 el discurso político de Mariátegui analiza a los hombres, a la vez que agentes de la vida política de un estado, aquél que devendrá de destruir el capitalista, también como gestores de la revolución de su propia vida desde que se asume la actitud de lucha. No se está simplemente por el objetivo: construir una nueva sociedad, es que la lucha por ella es en sí misma la expresión de lo que esa sociedad puede ser. La política se forma para la consecución de los fi nes que los hombres, los grupos y las clases sociales se proponen y, al mismo tiempo, es la acción misma que propicia la lucha por esos fi nes.
En la superfi cie, pareciera que Mariátegui tuviera interés en privilegiar las prácticas cotidianas por la simple dimensión de su manifestación empírica, sin embargo no es así.
55Para el desarrollo de este planteamiento se puede consultar a Juan Jacobo Rousseau, 1979, Emilio o de la educación. México: Porrúa, especialmente los libros III y IV. También, Maud Mannoni, 1979: La Educación imposible, México: siglo XXI, Pags: 42-48.
Podemos afi rmar que hay una actitud constante de referir tanto su refl exión como su práctica política a su proyección universal, o viceversa: a partir de la producción teórico-fi losófi ca de los discursos políticos clásicos, de la literatura universal, de las experiencias políticas de otros países para interpretar o analizar su propia circunstancia peruana. La política discurre por múltiples senderos: el partido político, la lucha política, el ejercicio de las profesiones, el trabajo, la producción intelectual, el amor, etc. Para ser así, tiene que afi anzarse como acción revolucionaria, pero con una nueva noción de lo revolucionario. Quizá lo que puede sintetizar esta elaboración es su afi rmación de que para él “la política es fi losofía y religión”; es decir, principios teóricos, doctrinas, y prácticas sociales, ritualidad, mito.
Contemporáneamente, el discurso dominante dentro del marxismo internacional, se orientaba a los grandes problemas estratégicos de la acción revolucionaria: inevitable descomposición del sistema capitalista, y por tanto necesariedad de estimular su destrucción, control del Estado burgués por el proletariado y su transformación en un Estado proletario; es decir, de dictadura del proletariado, el sistema soviético como modelo de revolución, etc. (Del Rosal, 1963: 199) Por tanto, los problemas propios de la vida cotidiana fueron desplazados y no tenidos en cuenta. Por ello, plantear una acción revolucionaria que los integrara en su lucha se salía del marco de la aprobación ofi cial. Mucho más, cuando se hacía desde una formación social en que no se había efectuado una revolución y que contaba con poco proletariado -como que las cuatro quintas partes de la población peruana eran indígenas-. Esto indica una nueva concepción de lo revolucionario que reivindica no sólo en sus logros económicos, sino también y, principalmente en las realizaciones espirituales, estéticas, culturales y cotidianas, como lo anotamos anteriormente6.6 Es decir, que no puede tener como único fi n la abolición de las condiciones de explotación, sino la lucha por la transformación de todos los elementos que conducen a la alienación de lo humano.
Mariátegui llegó, posiblemente, a este planteamiento por medio de su experiencia particular, especialmente su viaje a Europa, y por sus estudios e investigaciones no circunscritos a la simple comprensión del marxismo; partiendo de lo que Oscar Terán llama antiintelectualismo y anticientifi cismo del amauta. Particularmente, en el sentido de adoptar el marxismo como eje teórico-ideológico de sus análisis, pero sin asumir una actitud posesiva de ese discurso; por lo cual abrió, de esa manera, las posibilidades de intersección con otros discursos que no estaban inscritos en el marxismo, como las fi losofías de Spengler, Bergson y Nietzsche, y el psicoanálisis. (Terán, 1980: 28)
Esto explica la reiteración en que la revolución no son sólo las transformaciones en las relaciones de producción; tiene que ver con la vida misma en su dimensión más intrínseca. Que ella está atravesada por contradicciones de clase, inscrita en relaciones de poder; que no se sustrae a la ideología dominante, ejecutada por las clases dominantes, es algo válido; pero más allá de esos umbrales hay unas prácticas sociales silenciadas, como el amor y la sexualidad; otras que son ignoradas como la pasión, el deseo, los intereses indivi-
66No está por demás recordar el inicio de este capítulo, que podría ser complementado con el tratamiento que Mariátegui dio a la literatura, tratado en el capítulo anterior. Desde allí se puede concluir que lo estético, como expresión universal de lo espiritual, extensivo a todas las prácticas sociales, se convierte en elemento central de la práctica política y de la nueva sociedad que se quiere construir.
duales. Hay unas prácticas que son excluidas como los ritos y la magia. En la base están los mitos que las puede integrar a todas ellas, estructurando con ello una elaboración teórica de los mitos revolucionarios.
3.2.2. LA PRÁCTICA POLÍTICA COMO MITO
La política adquiere así otro contenido porque se amplía la noción de revolución y de acción revolucionaria; pues aquí no se toman los movimientos sociales y los grupos, gremios y organizaciones populares bajo la forma exclusiva de la composición de clase o de su carácter de clase, sino también a través de otros procesos de representación, de prácticas, concepciones, gestualidades, sentimientos. Análisis que puede ser pertinente tanto para las clases dominantes y cualquier clase social o confl icto entre ellas o dentro de ellas en una sociedad. Así lo ejemplifi ca cuando plantea la necesidad de estar alerta al uso que el imperialismo puede hacer de las clases dominantes de América Latina si maneja “los sentimientos y formalidades de la soberanía nacional” sin acudir al golpe de estado ni la intervención militar, pues ellas se consideran efectivamente independientes. De esa manera puede concluir que este “factor de Psicología política no debe ser descuidado”, porque de hacerlo se despreciarían aspectos importantes de las conductas de las clases y los individuos (Mariátegui, 1982b: 188-189)
El mito traspasa la racionalidad, la rompe en pedazos para poder confi gurarse, pero luego las prácticas políticas la rearman, posibilitando que reabsorba lo que el mito pudo producir. Las ciencias, igualmente, son cuestionadas por el Mito en sus propios fundamentos de verdad; ni siquiera les es necesaria esta confrontación lógica porque surge de lo más profundo de la irracionalidad. Dice Mariátegui que obedece a una especie de condición o de actitud metafísica del hombre, que no se satisface con lo dado pero que tampoco le es sufi ciente una explicación racional de lo que su vida es, puesto que en el hombre hay una “necesidad de infi nito”. “No se vive fecundamente sin una concepción metafísica de la vida. El Mito mueve al hombre en la historia. Sin un mito la existencia del hombre no tiene ningún sentido histórico. La historia la hacen los hombres poseídos e iluminados por una creencia superior, por una esperanza superhumana; los demás hombres son el coro anónimo del drama” (Mariátegui, 1982a: 213)
Pareciera que surgiera una nueva concepción de la historia en la que ésta sólo se realizara por el desencadenamiento de fuerzas irracionales y que nada tuviera que ver la concepción marxista de la lucha de clases. Para tranquilidad del dogma y, por supuesto de los dogmáticos, no es así. Las sociedades divididas en clases no se pueden explicar sin la lucha entre ellas. No otra cosa se puede afi rmar si se lee detenidamente Siete Ensayos de Interpretación de la realidad Peruana, que, en lo fundamental, es un estudio de la lucha de clases en el Perú. Pero de lo que se trata es del signifi cado de la revolución y de la acción de los revolucionarios. Si no se tiene un ideal, la lucha es vana; sino se desea superar al hombre explotado y oprimido de la sociedad capitalista, al hombre enajenado; si él mismo no produce ese deseo, no habrá fuerzas que jalonen, ni energías que se traduzcan en acciones para efectuar la transformación. En este caso, el Mito que impulsa a los trabajadores y al pueblo, que se constituye en parte de su vida, es “la revolución social”. Este sentido metafísico no se separa de su materialidad, de la materialidad del ser humano y de la sociedad, de su cultura; sólo encuentra su razón de ser en cuanto surge de las mismas prácticas sociales y se revierte en ellas en la realización de los anhelos más profundos de los seres humanos.
Esto le permitió a Mariátegui afi rmar que la acción política de los revolucionarios, el carácter mismo de sus organizaciones, la confi guración de sus ideales, no podían excluirse de ser denominadas prácticas religiosas. Porque no sólo los une un cierto dogma sino, al mismo tiempo, una fe. Esta señala los derroteros y propicia la cohesión, pero también genera el misticismo; no entendido de manera despectiva. Evidentemente, hay una mística en el activista revolucionario y en la organización política que los lleva a condicionar cualquier otra práctica social a los fi nes que se han establecido en el proceso de lucha.
Pero los múltiples sentidos de esta signifi cación no se pueden reducir a la acción política, sino que claramente corresponden a un discurso sobre la vida; aquella que era producida por las determinaciones del mundo contemporáneo a mariátegui. Esto no podría inducir a fundamentarla como una forma gregaria y contemplativa, si acaso hubo un momento en que lo fue, sino que partía de inscribirse en el capitalismo que introdujo una nueva forma de producción y también una nueva forma de vida.
Tanto la mecanización de la producción, como los avances técnicos, y el desarrollo del capital habían cambiado las prácticas humanas; de tal manera que, como había dicho Marx en los Manuscritos, las relaciones entre los hombres, en el capitalismo, poco se diferencian de las relaciones que éstos establecen con las cosas. Con un agravante, la transformación de la producción y del comercio produjo la internalización de la vida cultural de los pueblos y por lo tanto el conocimiento recíproco de sus diferentes aspectos culturales; pero no tanto en función de mantenerlos, sino de su desmantelamiento paulatino, imponiendo otros códigos que fueron producidos sólo con el desarrollo del capitalismo. A la par de ésta, que se podría considerar mirada negativa, se presenta la incidencia que tiene para los trabajadores en la construcción de lazos de unión que facilitaron su organización y fueron produciendo también el internacionalismo proletario. De esa manera, los fracasos o triunfos en las luchas de un pueblo se convierten en una experiencia que tendencialmente no debe ser vivida por otro; igualmente, una acción que se efectúa en un país puede ser apoyada por otro.
Este cambio de la noción del tiempo, esta irrupción de la efi cacia, este criterio inmodifi cable del capitalismo de centrarse en la ganancia, en la acumulación de capital estimula la vida para el “combate”, para la acción radical contra todas las formas de explotación y contra toda expresión del autoritarismo. La vida no puede ser el conformismo, la pasividad, el mimetismo con una sociedad que subyuga y anula, que condena a la miseria a una parte de la humanidad.
La política es la que dinamiza este combate; o más bien, sólo hay lucha en cuanto haya una dimensión política de la acción. Si se concluyera: es política en cuanto esa lucha tienda a transformar relaciones de poder, tendríamos que inferir también que esas relaciones de poder se expresan, en sus efectos, en saberes, en formas culturales, en proyectos ideológicos, en prácticas cotidianas.
“La idea revolucionaria tiene que desalojar a la idea conservadora no sólo de las instituciones, sino también de la mentalidad y del espíritu de la humanidad. Al mismo tiempo que la conquista del poder, la revolución acomete la conquista del pensamiento” (Mariátegui, 1982a: 363)
En conclusión, Mariátegui propugna por transformaciones radicales en la espiritualidad, en la vida cultural, en las prácticas institucionales, en las mentalidades, en las formas de pensamiento. Así, el control del aparato de Estado y de los medios de producción no serían más que medios para realizar esto que reivindica más radicalmente.
3.3. EDUCACION Y POLÍTICA
Si hemos visto que en Mariátegui las transformaciones políticas, y sus correspondientes prácticas políticas, no pueden verse al margen de las múltiples actividades humanas; podemos hacer énfasis en el signifi cado que le asigna a la educación para el mantenimiento de poderes de explotación y dominación o la construcción de formas libertarias dentro de una nueva sociedad.
En primera instancia, encontramos que fundamentó lo educativo, en sus razones últimas, en lo económico; pero, al mismo tiempo, lo analizó desde las transformaciones que sufrió en el proceso político e histórico del Perú, considerándolo desde lo económico, pero, a la vez, como un “problema social”. Bajo esta afi rmación, los procesos educativos no pueden analizarse como independientes o sustentados en sí mismos sino referidos al devenir de la realidad histórica en la cual se desenvuelven. Por ello, consideró como uno de los problemas, quizá fundamental, de las reformas que se intentaron realizar en este campo, la abstracción que hubo en ellas de las leyes, de los procesos económicos y sociales y de las circunstancias particulares de la vida económica y social del Perú.
La justeza o coherencia racional de esos proyectos no podían legitimar por sí mismas las implicaciones que pudieran tener ni tampoco garantizar la transformación de la ideología educativa dominante. La mayoría de las veces se imponían por una justifi cación netamente extranjerizante, con el afán de copiar modelos europeos, en una primera instancia, o norteamericanos, posteriormente; de tal manera que los elementos propios del carácter de la nacionalidad peruana fueron relegados para adoptar aquellos que eran producto del proceso de internacionalización de valores culturales impuestos por el capitalismo. Pero su planteamiento no se produce para rechazarlos sino para destacar el carácter acrítico con que son implementados:
“No somos un pueblo que asimila las ideas y los hombres de otras naciones, impregnándolas de su sentimiento y su ambiente, y que de esta suerte enriquece, sin deformarlo, su espíritu nacional”. (Mariátegui, 1976: 105)
Sin embargo, es importante destacar que dentro del análisis y refl exión que efectuó Mariátegui dió prioridad a las que denominó propuestas vanguardistas o revolucionarias de la educación en cada período histórico y a aspectos de su articulación con el devenir político, económico y social. Claramente se comprueba este planteamiento si ubicamos los rasgos generales de los períodos de la “instrucción pública” en el Perú: “La herencia española, la infl uencia francesa y la infl uencia norteamericana”.
3.3.1. LA EDUCACIÓN HEREDADA DE ESPAÑA
El primer período, o sea el de la herencia española, va desde el descubrimiento de América hasta la revolución de independencia. Su carácter fundamental se expresa en una disociación entre el trabajo y la servidumbre. Tanto el llamado descubrimiento como la conquista se ejecutaron, en lo general, por individuos soñadores que fueron ajenos a incentivar procesos de tecnifi cación y de desarrollo productivo, por lo cual se preocuparon por impulsar una educación retórica y literaria dirigida a formar abogados, hombres de letras y políticos; eclesiástica, para la formación de sacerdotes, y la del campo de la medicina.
Que haya un predominio de esta ideología solo puede explicarse, según Mariátegui, porque dominó un sistema económico feudal a través de un privilegio señorial de la riqueza y un papel dominante de las castas, tanto de la aristocracia española como de la criolla. A pesar de que en este análisis Mariátegui hace una crítica al economicismo y al evolucionismo, cae en ellos porque lo que encuentra crítico en el predominio de este saber es la ausencia de un incentivo al desarrollo económico capitalista ya que, según él,
“...no había quien reclamase una orientación práctica dirigida a estimular el trabajo, a empujar a los jóvenes al comercio y la industria”.
(Mariátegui, 1976: 107)
A esta conclusión llega porque considera que una sociedad solo se agota cuando se han desarrollado todos los elementos constitutivos de su sistema hasta crearle contradicción con la posibilidad de su permanencia; por ello, para que advenga la revolución socialista es necesario que la sociedad capitalista se realice a plenitud hasta que sea incompatible con su propia forma de existencia por la dialéctica entre fuerzas productivas y relaciones de producción; aspectos que todavía no se cumplían en el campo económico ni tampoco en el educativo.
3.3.2. LA EDUCACION HEREDADA DE FRANCIA
El segundo período, la infl uencia francesa, llega hasta comienzos del siglo XX, pero en nada transforma al anterior, a no ser en relación con el país de origen. Este se cimentó en la llamada cultura universal, de manera congruente con lo que fue el racionalismo francés, desarrollando un sentido que se denominó “la idea universal”; aún cuando no hubiera mucha precisión sobre el sentido que ello pudiera tener, con lo cual, afi rma Mariátegui, no se hizo más que reforzar ese carácter retórico y literario que había predominado antes; además, expresó una función elitista al sostener lo que se denominó “privilegio de nacimiento” en la educación de los niños, citando en este caso, a Edouard Herriot en su libro Creer en el cual analiza el proceso de la instrucción pública en Francia, próximo a los lineamientos generales de este período de la educación en el Perú, que indujo al predominio de las profesiones liberales.
3.3.3. LA INFLUENCIA NORTEAMERICANA EN LA EDUCACIÓN
El tercero, la infl uencia norteamericana, se inscribe en el comienzo de este siglo, en el que justamente se efectúa un proceso de reorganización de la economía capitalista y se establece una educación de tipo anglosajón, la cual tenía como objetivo formar individuos que se articularan con la producción de una sociedad en proceso de desarrollo capitalista. Se trataba de promover una “Educación de hombres útiles, creadores de riqueza”, de individuos que se asemejaran a los “pionners” norteamericanos, cuyo espíritu no se distanciaba de lo religioso -para no caer en la afi rmación que hacía de la religión la única causa del atraso en las colonias españolas- pero privilegiaba un sentido utilitarista de la vida y una formación técnica en función de la rentabilidad y modernización de la formación social capitalista. Por lo cual se colocaba como modelo a los Estados Unidos, sociedad que expresaba los alcances de las formas de acumulación de capital al situarse como una nación de tipo imperialista, dentro del nuevo modelo que producía la trasnacionalización del capital.
Aunque Mariátegui señala esta como una tendencia progresista dentro de la historia de la educación en el Perú, encontró que no se pudo realizar en su integridad por la existencia de formas de la feudalidad y porque, principalmente por ello, conservaba los “privilegios de clase y de fortuna”.
Al ubicar este período dentro de una afi rmación del Modo de Producción capitalista era necesario tener en cuenta las implicaciones económicas, sociales y políticas que afectaban directamente a la educación; porque preferencialmente prevalecían los intereses de la burguesía industrial, comercial y fi nanciera sobre las demás clases y sectores de clases. Lo cual no puede crear la utopía de la realización a plenitud de los ideales de una verdadera reforma educativa; máxime si se tiene en cuenta que “la civilización capitalista ha internacionalizado la vida de la humanidad” (Mariátegui, 1982a: 228) y, por tanto, impondría los modelos de desarrollo educativo que aplican los países de mayor poderío económico.
3.3.4. EDUCACION DESDE NUESTROS PROPIOS
PROCESOS
De acuerdo con sus estudios, cualquier análisis que se hiciera de la realidad peruana debía tener en cuenta el problema del indio porque cuantitativa y cualitativamente los indígenas copaban mayoritariamente, y de modo signifi cativo, cualquier proceso de la vida nacional. Justamente, la ausencia de la consideración de este aspecto era una de las críticas fundamentales de Mariátegui a las políticas educativas dentro de los diferentes períodos; aún a la más contemporánea porque lo importante de ella era colocarse a tono con las tendencias más actuales lo cual no resolvía al indígena el problema de la tierra ni la socavación que se hacía de su identidad cultural.
Como se puede concluir, Mariátegui propugna por el rescate de elementos producidos desde nuestras propias condiciones de desarrollo; para no decir desde nuestra latinoamericanidad, porque él mismo cuestiona qué es lo que tenemos de latinos, sobre todo si se escruta en una forma cultural como la peruana en la que lo que aparecen son rasgos indígenas, en sus formas más dominantes, dentro de cualquier aspecto que se quiera analizar. De tal manera que la opción por lo peruano o americano no se deriva de una oposición o exclusión de lo europeo, oriental o norteamericano sino por ajustarse a la especifi cidad de determinaciones que puede producir un acercamiento al conocimiento de nuestra propia realidad. Es por eso que un proyecto educativo, cualquiera que sea, no puede garantizar su existencia y realización si se impone desde fuera y desde arriba; es decir, si no tiene en cuenta los elementos fundamentales de la nacionalidad o si no se estructura bajo una forma democrática tanto en sus fi nes como en sus procedimientos, puesto que, “no es posible democratizar su economía, sin democratizar, por ende, su superestructura política”. (Mariátegui, 1976: 119)
Además, porque la creación de un nuevo discurso educativo no puede entenderse como la adopción de una simple metodología de enseñanza; tiene que ver con la formación de un espíritu y la transformación misma de la cultura; en últimas, con una nueva cultura política. Aspecto que presenta una relativa importancia porque Mariátegui hace un énfasis mayor en la pedagogía como metodología. Pero, al hacer esta observación, que se anotó anteriormente, amplía la noción hacia la formación de lo que ahora se podría considerar un saber constituido por elementos metodológicos, ideológicos, científi cos y culturales. Ya que ese saber educativo no se reduce al campo exclusivo de la enseñanza: produce valores morales, ideológicos y culturales; símbolos, ideales; inscribe al sujeto dentro de la formación social; ya sea para legitimarla o para inscribirse en un proceso de su transformación.
Por ello una reforma educativa tiene que ser estructural y no formal. Debe partir de la transformación de las bases de la vida social, que en sus fundamentos últimos se encuentran en lo económico, según se había explicado anteriormente. De tal manera que la educación es parte del desarrollo de una sociedad y se hace necesario tratarla como tal, so pena de caer en concepciones metafísicas que nada productivo pueden brindar al pueblo, ni a la transformación social.
3.3.5. LA EDUCACION UNIVERSITARIA
La educación universitaria está inscrita dentro de estas mismas tesis, pero presenta circunstancias que le son particulares; sobre todo a partir de la reforma de Córdoba, Argentina. Pues delineó perspectivas para una “profunda renovación latinoamericana”, principalmente porque fue un movimiento articulado con el de los trabajadores en la lucha por la satisfacción de necesidades y con los movimientos sociales de la época. Además, produjo elementos teóricos y metodológicos que criticaron y cuestionaron a regímenes dominantes en América Latina.
Este movimiento de reforma se extendió por toda Latinoamérica y sus aspectos programáticos los sintetizó en lo siguiente:
“Primero. La intervención de los alumnos en el gobierno de las universidades y el segundo, el funcionamiento de cátedras libres, al lado de las ofi ciales, con idénticos derechos, a cargo de enseñantes de acreditada capacidad en la materia.”. (Mariátegui, 1976: 129)
Refl exionando sobre ellos, pareciera que se circunscribiera a enfrentar el autoritarismo y atraso de las instituciones universitarias. Principalmente porque impulsó procesos democráticos, en una lucha por garantizar la libertad de cátedra, de pensamiento, de participación decisoria de los estudiantes dentro de la vida gubernativa de la universidad; aunque no enfrentó los contenidos, las políticas educativas en cuanto tal sino que se circunscribió más a la acción política de los estudiantes en la institución y a las posibles articulaciones que la universidad podía tener con el medio. Aspecto que le permitió hacer extensivas sus críticas a regímenes políticos del momento.
Mariátegui resalta de este movimiento haber propiciado el conocimiento de “avanzadas ideas sociales y el estudio de las teorías marxistas”. Dentro de este proceso fue como se produjo la fundación de las llamadas universidades populares, de las cuales Mariátegui fue un constante impulsor. Las circunstancias históricas y sociales hicieron que fuera el estudiantado el agente social promotor de este movimiento universitario, principalmente porque el profesorado se había constituido en un ente burocratizado y aristocratizado que difícilmente aceptaba o participaba en esta clase de procesos críticos y era un estamento que garantizaba su estabilidad por medio de la represión, del control institucional y de la defensa de las concepciones más conservadoras sobre la educación. Además, las revoluciones mexicana y rusa eran modelos de los cuales no se podían sustraer los indígenas, campesinos, obreros y estudiantes. Por todo ello, el estudiante se constituía en “el único impulso de vida, el solo elemento de progreso de la universidad”.
Con relación al profesorado, se requería elaborar una nueva concepción del maestro y formar estudiantes en función de ello, a la vez que transformar las políticas de la universidad en este sentido. Porque el maestro no puede ser el que se reduce a enseñar unos contenidos de un curso o a implementar una metodología de enseñanza, así sea buena; sino aquél que induce su práctica hacia una permanente formación humanística, y, por tanto, es sensible al conocimiento de la historia y de sus diferentes procesos, a la acción política al saberse partícipe de una forma de organización social, a las producciones estéticas y culturales, como partes esenciales de la vida humana.
Esta sensibilidad debía propiciar en él no simplemente la recreación en cada uno de estos aspectos sino constituirse en un “Apóstol”, en un líder que garantizara e impulsara verdaderos procesos de cambio; en especial, si se tiene en cuenta que la educación no es solamente la producción y reproducción de saberes sino que, al mismo tiempo, es la formación de una espiritualidad, la construcción de nuevos elementos de la cultura y de lo que ahora se llama el imaginario social. Para cuyo ejemplo Mariátegui recurre nuevamente a Lunachartsky en el papel que cumplía dentro de las políticas educativas del proceso de consolidación de la revolución rusa. De esa manera, desde el punto de vista de la práctica institucional y magisterial del profesor, se estructura una nueva identidad a través de la cual se rompe con los moldes autoritarios porque
“el verdadero maestro no se preocupa de la disciplina. Los estudiantes lo respetan y le escuchan, sin que su autoridad necesite jamás acogerse al reglamento ni ejercerse desde lo alto de un estrado (...) su autoridad es un hecho moral.” (Mariátegui, 1986: 90)
3.3.6. UNA PEDAGOGÍA DEL TRABAJO
Por último, es necesario tener en cuenta aspectos que se refi eren al trabajo como práctica de realización humana, tal como fue planteado por el fundador del marxismo, como:
“Condición de vida del hombre, y condición independiente de todas las formas de sociedad, una necesidad perenne y natural sin la que no se concebiría el intercambio orgánico entre el hombre y la naturaleza ni, por consiguiente, la vida humana”. (Marx, 1974: 10)
Y, por tanto su incidencia en la educación; especialmente en las relaciones que se establecen en una sociedad capitalista.
Sin que se pueda restringir a este tipo de sociedad, pero sí como elemento metodológico de análisis sobre una sociedad que se pretendía superar. Tampoco porque quisiera reducir la educación a la formación de técnicos para el desarrollo empresarial. De hecho, él la inscribe dentro de un marco mucho más amplio, como es el de la formación de una nueva cultura.
Se puede partir de la afi rmación de que una característica del capitalismo es que su base de garantía del incremento de la plusvalía y, por tanto de la acumulación de capital, es el trabajo; pero no mirado en el sentido creativo y de realización de las potencialidades humanas, de la esencialidad humana, como lo planteó Marx en los Manuscritos, sino bajo la forma de la mecanización del hombre y de la fetichización de la mercancía, y, por tanto, de la supeditación a ellos de un sentido universal de lo humano. Por lo cual, se dan condiciones de desigualdad económica y social, por medio de la explotación del trabajo humano persistente en el capitalismo, lo que imposibilita la ejecución de una igualdad en la educación. Es por eso que la reivindicación del trabajo como el medio que garantice la creatividad humana y por ende su liberación solo puede efectuarse dentro de una sociedad que eleve a primer plano la “moral de los productores”; hecho que solo es posible, según él, con la construcción del socialismo. Sistema social que al destruir las formas de desigualdad económica permitiría la prosecución de un proceso hacia la plena realización espiritual y cultural, como lo fue en la “sociedad incaica en la que el ocio era un crimen y el trabajo, cumplido amorosamente, la más alta virtud”. (Mariátegui, 1976: 155)
Por eso, la “escuela única” no podía ser realidad dentro del capitalismo contemporáneo a Mariátegui, como tampoco la llamada “Escuela del trabajo” puesto que la primera haría abstracción de los intereses de clase en una sociedad y la segunda solo ejecutaría lo atinente a la formación técnica, más no en sus plenas dimensiones humanas, como si lo era en las circunstancias que vivía la Rusia de su época. En la misma situación estaría el objetivo de obtener una “Escuela laica” puesto que la misma historia había demostrado el apoyo a ella de sectores conservadores, a pesar de ser una estrategia democráticoburguesa y, además, ella, por sí misma, no transformaría de raíz las bases de la educación. (Mariátegui, 1986: 17-23) No otra cosa se podría también afi rmar de la “libertad de enseñanza” que pretendía sustraer de los fi nes de la educación los intereses de las clases dominantes.
En este contexto, si la educación no constituye la base de la transformación de una sociedad, en tanto que no es ella la que estructura la razón de ser de su existencia, sí es parte fundamental en la defi nición de un proceso de transformación y de consolidación de una nueva sociedad, en cuanto que es parte de la formación de una espiritualidad y de una cultura, y el elemento fundamental en la construcción del “hombre nuevo”; puesto que las ideas transformadoras no pueden estar solo en función de la abolición de las condiciones de explotación sino también en la transformación de las instituciones, de la “mentalidad y el espíritu de la humanidad”.
3.4. LA FORMACIÓN DE LA NACIÓN
A pesar de que hoy ha entrado en crisis el modelo de Estado-Nación que se fraguó en la transición del feudalismo al capitalismo, de todas maneras adquiere importancia, tanto desde el punto de vista histórico como político. Pues, inevitablemente, el ejercicio político y la función misma de la política tienen unos linderos trazados por la confi guración de la nación que le dan actualidad a refl exionar sobre ella; así adquiera mayor relevancia la región. En este análisis de Mariátegui, si es cierto que adquiere un gran signifi cado y le da contenido a la lucha por una transformación social.
Empecemos por afi rmar que ha habido una tradición de tratar el problema nacional y aspectos teóricos de la nación a partir de los procesos que dieron fi n a los regímenes feudales y permitieron consolidar el ascenso de la burguesía al poder y la conformación de los llamados estados nacionales. Dirección ésta que enfatiza la necesidad de disolución de los estados feudales y la formación de los elementos que confi guran los rasgos de estructuración de una identidad nacional; principalmente los que tienen que ver con aspectos políticos y culturales más que con económicos y sociales.
Otra tendencia destaca la tesis de la libre autodeterminación de los pueblos como alternativa a las formas de sometimiento que viven países en los cuales se impuso el colonialismo o el neocolonialismo. Pero, en una u otra forma, pareciera que subyaciera la necesidad de plantearse la nación desde los modelos que impone el régimen capitalista en sus fundamentos políticos y culturales; ya sea desde orientaciones defi nidamente liberales o desde posturas que a nombre del marxismo abogan por un proceso paulatino, evolutivo del modo de producción capitalista hacia el socialismo.
Estas orientaciones estaban mucho más defi nidas en el período de la III Internacional comunista que tenía esta última como su política ofi cial y no la del “proyecto de constitución como nación”. (Terán, 1980: 41) Además, estas tesis políticas tenían como fi n incentivar el levantamiento de los pueblos contra los imperialismos y por tanto se inscribían en el proceso de agitación tendiente a desatar la revolución mundial o movimientos que apoyaran la revolución Rusa. Lo cual hacía que se le diera un peso predominante al papel vanguardista del proletariado en detrimento de los campesinos e indígenas y al signifi cado de la Revolución Socialista Rusa como modelo de revolución en menoscabo de modelos socialistas precapitalistas como el que vivió la sociedad incaica.
De todas maneras, la revolución socialista se presentaba como el testimonio de que los trabajadores podrían transformar el Estado capitalista en socialista y colocarse al mando de él, y que la teoría marxista y el partido proletario tenían razón de ser dentro de un proceso revolucionario. Elementos éstos que se imponían en esta región a través del Secretariado Latinoamericano de la III IC y que incidieron en los procesos de los movimientos sociales, de las organizaciones gremiales y de las luchas políticas de este período y en la constitución de los partidos socialistas primero y los partidos comunistas después. Por tanto, el Perú no podía ser una excepción; circunstancia que se constataba con las movilizaciones obreras en lucha por sus reivindicaciones o contra el régimen autoritario de augusto B. Leguía y que permitía también tener en cuenta la presencia del campesino y de los indígenas en sus procesos de lucha.
3.4.1. LA FORMACIÓN DE LA NACIÓN A TRAVÉS DE LA HISTORIA ESPECÍFICA
Para abordar el problema de la nación, Mariátegui recurriría no tanto a los aspectos teóricos que eran dominantes en la III Internacional, como a los procesos históricos y políticos que vivían los pueblos latinoamericanos. En especial, porque asumía que el marxismo “en cada país, en cada pueblo, opera y acciona sobre el ambiente, sobre el medio, sin descuidar ninguna de sus modalidades”. (Mariátegui, 1979: 255) Y ese medio peruano, registraba un componente social predominantemente indígena, negro y campesino y una historia en la cual los incas habían vivido una estructurada y fortalecida sociedad socialista, antes del descubrimiento hispano, y mantenido muchos de los rasgos de esa cotidianidad en el proceso que vivió posteriormente.
Pensar la nación era confrontar también dos sentidos que en la mayoría de los casos se presentaban como excluyentes: la de la vuelta al pasado en la utópica recuperación del “comunismo” incaico y la del obrerismo cerrado que condicionaba toda acción a los márgenes que imponía la lucha por el ejercicio de la dictadura del proletariado. Acción y cuerpo, práctica y vida de los indios que poblaron el Perú sin incorporarlos a las formas de la modernización y del urbanismo y de las contemporáneas luchas sociales, contra el avance de la proletarización y del capitalismo, como fundamento justifi catorio del papel exclusivo que el proletariado debía asumir en el desarrollo de la lucha revolucionaria.
Si bien es cierto que, en principio, Mariátegui efectúa una crítica al economicismo, ello no puede llegar a concluir que adoptara una forma de neohegelianismo en el énfasis a los elementos superestructurales. En efecto, para abordar un estudio sobre la nación consideraba que no se podía realizar, en el Perú, sin partir del problema del indio, sin tener en cuenta ese eje fundamental de la cultura y vida peruanas, el factor indígena. Pero, a su vez, éste lo explica por una defi nición y análisis de lo que hoy se puede llamar su etnicidad7.7(Díaz Polanco, 1988: 20) Sin descartar con ello que los fundamentos de la misma se dan en las relaciones económicas, en las relaciones de producción; sin embargo, no analizados en una forma unidimensional sino en la interrelación dialéctica con otros aspectos de la vida social. Tal como lo plantea cuando afi rma que “el problema no es racial sino social y económico pero la raza tiene su rol en él y en los medios de afrontarlo”. (Mariátegui, 1988: 84) O cuando sostiene que la liberación indígena será decidida por el juego de fuerzas económicas, políticas, culturales, e ideológicas, no por fuerzas raciales. (Mariátegui, 1982b: 174)
La construcción de la nacionalidad tiene que partir, entonces, de resolver el problema de la tierra que le fue expropiada al indígena por el español y luego por el terrateniente. No solo porque eso tiende a garantizar la posibilidad de su existencia física sino porque la relación con ella, en términos que él pueda decidirla, es la recuperación de la magia, de las fantasías, de los ritos, del horizonte cultural que se le había truncado. También tiene en cuenta, de manera más amplia, la liberación del trabajo, tanto en su acción como en sus resultados, puesto que se requiere que el indio “obtenga para sí el rendimiento de su trabajo”, porque “el hombre se realiza en su trabajo”.
De tal manera que ya no se puede reducir la tesis al análisis de las circunstancias del indígena campesino sino también al que ha sido vinculado a otros procesos de producción y de otras prácticas. Si lo principal es la solución del problema
77Héctor Díaz Polanco le da el siguiente signifi cado: “complejo particular que involucra, siguiendo formas específi cas de interrelación, ciertas características culturales, sistemas de organización social, costumbres y normas comunes, pautas de conductas, lengua, tradición, historia, etc.”.
(Díaz Polanco, 1988: 20)
de la tierra no quiere decir que se excluyan las soluciones a aquellas que se desprendan de la articulación del indígena con la producción industrial y de su carácter de obrero. De esa manera se trazan los sentidos que ubican el proceso de formación no única y exclusivamente en lo étnico-indígena por oposición a lo moderno sino, por el contrario, en la articulación que se produce entre ellos.
Sin embargo, no se puede circunscribir lo económico a un proceso autónomo de cada país. De hecho, América ya había sido determinada por la historia a una forma de sometimiento como fue la efectuada por el descubrimiento y la conquista. Pero el desarrollo del capitalismo fue solidifi cándose a través de formas monopólicas que le dieron un control de los mercados a Inglaterra primero y a Estados Unidos después, acontecimientos vividos de una u otra forma por la mayoría de países de América Latina y que en el siglo XX ha sido objeto de la consolidación del imperialismo norteamericano.
Esta acción tiene un proceso lógico en la dinámica de su formación; o sea que la constitución de los monopolios no se produce por actitudes voluntarias o morales sino que obedece a unas leyes propias de la acumulación del capital. Sin embargo, la extensión o cobertura del ejercicio de su dominio está determinada por las condiciones internas de los países en los cuales el imperialismo establece su hegemonía. De tal manera que no hay autonomía para que el desarrollo económico sea independiente porque tanto los terratenientes como las burguesías “actúan en realidad sino como intermediarios o agentes del capitalismo extranjero” (Mariátegui, 1976: 99) Es decir, dentro de los procesos internos no hay una dinámica nacional del capitalismo que confronte las formas de imposición del imperialismo. Factores que imposibilitan la adopción de políticas propias de nacionalización e industrialización y que, por tanto, van a revertirse en contra de las posibilidades de conformar una nación. No existe, de esa manera, burguesía nacional; bajo la forma inicial de constitución de las naciones burguesas, la existente se supedita a los intereses de la internacionalización del capital.
Cuando Mariátegui analiza el problema económico, como el de la tierra, en primera instancia, y el de la monopolización del capital luego, también está identifi cando los agentes sociales que intervienen en la implementación de este control; y al hacerlo no puede eludir sus relaciones con el Estado. Principalmente en cuanto tiene que ver su defi nición con el carácter de clase; identifi cándolo con la clase dominante. Sigue en está orientación los postulados más clásicos del marxismo y explica, por tanto, la ausencia de neutralidad que aquél tiene dentro de cualquier formación social en la cual la sociedad esté dividida en clases sociales. Por ello las pretensiones ideológicas de igualdad que proclama la burguesía no pueden ser posibles dentro de la sociedad capitalista; sin embargo si lo fueron dentro de una sociedad que teniendo un Estado centralista pudo garantizar una economía y vida colectivistas, como fue la de los incas.
3.4.2. AUSENCIA DE LAS CLASES DOMINANTES EN LA FORMACIÓN DE LA NACIÓN
Es necesario aceptar que en el Perú, como en muchos países de América Latina, las burguesías que se fueron formando no asumieron una autonomía ni actitud nacionalista respecto de los países que tomaron su control. Sin embargo, aunque las luchas de independencia marcaron un hito para la formación de la nación; fueron una ilusión que se prolongó en el tiempo como un espejismo del mantenimiento de la soberanía e impidió crear una actitud que confrontara al imperialismo en sus sucesivas formas de expresión. La burguesía y los terratenientes no sólo desarrollaron una política defendiendo sus intereses económicos, tanto en sus inversiones nacionales como en sus alianzas con el capital monopolista norteamericano, sino los del país que se colocaba como dominante. En términos culturales y educativos, las clases dominantes del Perú, dice Mariátegui, mantuvieron más los valores de la herencia española que la nueva vitalidad introducida por el capitalismo.
“En el Perú, el aristócrata y el burgués blancos, desprecian lo popular, lo nacional. Se sienten ante todo blancos” (Mariátegui, 1982b: 188) De tal manera que ni siquiera hubo un concepto integral de asunción del capitalismo que le permitiera absorver no solo la técnica sino también el espíritu, tal como él lo planteaba. Con esto quiere señalar que hay un doble impedimento, ideológico e histórico, para poder acometer la formación de la nación: ausencia de un modelo cultural social e ideológico propio y supeditación de la nación a los condicionamientos que trazaba el desarrollo monopólico del capital.
Estos aspectos fueron los que llevaron a que la burguesía y los terratenientes tuvieran en cuenta, para nombrar lo nacional, solo el proceso histórico que comienza en la colonia. De tal manera que lo indígena era relegado puesto que era considerado como lo prenacional; y, al mismo tiempo, lo nacional era lo que construían las clases dominantes en tanto que ellas eran las portadoras de los avances de la civilización.
Por eso, lo popular no era digno de tener en cuenta como elemento esencial en la constitución de la nación. A fuerza de ejercer la exclusión de los sectores mayoritarios de la sociedad y de sus fundamentos étnicos, y de ser presa fácil del dominio extranjero, no lograron articular proyecto alguno que garantizara la formación de una identidad nacional ni tampoco la defensa de la soberanía nacional.
El Estado, por tanto, no actúa neutralmente sino que obedece a los intereses que tienen las clases en el poder. Mientras esas clases no sean las de los trabajadores, que asuman la defi nición de su propio destino, recuperando lo más original de su país articulándolo con procesos modernos, no es posible pensar que se estructure la nación. Acción inevitablemente sometida a la violencia del Estado, sin dar tregua al cumplimiento del objetivo fi nal, estructurándose dentro del largo proceso.
Pero, en tanto la burguesía se demuestre incapaz de resolver el problema de la nación, es al pueblo al que le corresponde asumir su responsabilidad en el proceso histórico. Pues el Estado, históricamente, no ha sido exclusivamente de las clases que explotan a quien produce la riqueza sino también lo fue de quienes en un momento de la historia peruana y de otros países de América Latina tenían un papel de dirección pero no de apropiación del excedente de manera individual, como en el caso de los incas, y lo era de los trabajadores que en pleno desarrollo de algunas prácticas de la modernidad y del régimen capitalista se habían erigido en clase dirigente de la sociedad Rusa. La caducidad histórica y política de la burguesía para ser la abanderada de un proceso de formación de la nación le imponía a las clases trabajadoras la responsabilidad que el sentido histórico les trazaba. Pero en regiones como la del Perú no podía ser cualquier tipo de trabajador sino aquellos que procedían de las raíces mismas de la historia peruana o constituían, cuantitativa y cualitativamente, el primer contingente social: los indígenas.
3.4.3. LA REGIÓN EN LA CONSTITUCIÓN DE LA NACIÓN
Si en este juego de fuerzas sociales se ha destacado el papel del Estado en relación con la nación, en lo que corresponde a las clases sociales, tal como lo plantea Mariátegui; no es menos importante destacar el signifi cado del carácter centralista del Estado en el encubrimiento o absorción de los procesos regionales, básicos en cualquier intento de construir la nación. Especialmente, porque, la mayoría de las veces, el centralismo no es más que la manera de imponer valores étnicos que ideológica y prácticamente excluyen a aquellos que se expresan en las regiones.
Con un agravante: la formación de la nación no es cuestión de improvisaciones o de abruptos asaltos al ejercicio del poder desde donde se imponga un modelo a seguir; su posibilidad se fragua en un lento proceso que a veces permea los ejes mismos de la dominación o simplemente los desconoce, y que, en la mayoría de las veces, obedece a un desarrollo que justamente se gesta en la vida de las regiones. Es allí, en esa larga experiencia de la cotidianidad, en donde se va perfi lando la formación étnica que identifi cará los trazos de la nacionalidad. Sencillamente porque “una región no nace del estatuto político de un Estado. Su biología es más complicada. La región tiene generalmente raíces más antiguas que la nación misma. Para reivindicar un poco de autonomía de ésta, necesita precisamente existir como región”. (Mariátegui, 1976: 204) Reiterando, el problema de la nación no se resuelve, “no tiene autonomía” sino se respalda en la región.
3.4.4. LA REVOLUCIÓN, LO ÉTNICO Y LA NACIÓN
Situarse en esta dirección permite partir de lo indígena, como en el caso del Perú, o de lo popular si nos situamos en una perspectiva más amplia. Si se hace así no es para devolver la historia hacia paraísos perdidos, desconociendo la larga trayectoria de la historia y de la producción de la humanidad. Tampoco puede ser la noción de lo popular como algo totalmente ajeno al signifi cado de la modernización, sin articularlos en la defi nición de sus procesos. Se trata de descubrir los rasgos que permiten establecer una identidad en medio de las circunstancias del capitalismo y del socialismo a nivel mundial, o si se quiere distanciándose de ellos en un intento por construir algo propio.
Recuperar lo indígena, por ejemplo, no es simplemente tener en cuenta las formas de explotación a que éste se ve sometido sino destacar que “representa un pueblo, una raza, una tradición, un espíritu. Fundamentar esta identidad es algo que se da dentro de los límites de los procesos anteriormente anotados, pero siempre y cuando se establezca un tipo orgánico de sociedad y cultura” o sea aquél en que los procesos económicos y sociales no sean ajenos a los elementos propios de la cultura, sino base del país en el cual se produce. Sólo en la medida en que se estructure esa identidad, dice él, es como realmente se puede ser independiente frente a cualquier modelo que pretenda imponerse, y es, al mismo tiempo, la manera de “asimilar las ideas y los hombres de otras naciones, impregnándolas de sus sentimientos y su ambiente, y que de esta suerte enriquece, sin deformarlo, el espíritu nacional”. (Mariátegui, 1976: 105) Por eso, no se trata de inducir un proceso en el cual no se tengan en cuenta elementos producidos en circunstancias exteriores a la nación en formación sino que se imbriquen en ella sin condicionar o anular aquellos que originalmente le pertenecen.
Se trata entonces de reivindicar la nación como algo de un contenido profundamente revolucionario. La lucha por constituir la nación es, a la vez la lucha por construir una nueva sociedad. Lo cual implica que ello solo es posible en tanto las contradicciones sociales se defi nan a favor de las clases que asuman consecuentemente el rescate y la formación de lo nacional, sin circunscribirlo a lo económico, sino ubicándolo en esa gama de posibilidades que dan los elementos étnicos. Porque, para Mariátegui, lo étnico es algo que se mezcla con la clase y no puede ser eludido dentro de una propuesta revolucionaria. No basta, por tanto, defi nir el problema de la pertenencia de clase y el papel que por su procedencia social le corresponde a cada clase en la confrontación, sino que es necesario incluir aquellos elementos que ubiquen los aspectos étnicos de las clases e individuos en confl icto.
De cierta manera, se introduce una discusión que confronta el esquematismo obrerista y que permite pensar los problemas de la cotidianidad y del imaginario social dentro de los procesos de una lucha de transformación social. Esto hace que tenga importancia plantearse el problema de la conciencia social.
Para Mariátegui, la conciencia de clase no es solamente conciencia de la explotación sino también conciencia de la ausencia de la nación o de sus debilidades, y de todo aquello propio o que se puede considerar como tal. No se prescinde del carácter de clase ni tampoco se restringe la noción de clase a la connotación netamente económica. Se es explotado u oprimido pero también se tiene una pertenencia étnica que le imprime rasgos característicos a la especifi cidad de las prácticas sociales. En este aspecto, sigue teniendo signifi cativa importancia la presencia de las etnias en la vida política económica y cultural de los pueblos de América Latina; puesto que indios, negros y mestizos se entrelazan “por la raza, la cultura y el idioma, el apego a la tierra común” dependiendo del tipo de relación que se establezca entre unos y otros, o entre sí, en cada país aunque tengan el elemento común de ser explotados. También se debe tener en cuenta que en no pocas ocasiones se repelen, a pesar de que se ubiquen en la misma condición económica, pues la forma como estén defi nidos los aspectos étnicos o hayan sido asimilados por otra identidad étnica pueden llevar a la confrontación o al distanciamiento.
En la formación de la conciencia de clase tiene un papel muy importante el proletariado porque no está constituido únicamente por blancos que se emplean como obreros sino también por indígenas, negros o mestizos. Por ello, es allí en donde se borra “la frontera de la raza”, en cuanto que todos son explotados, pero también se conservan muchos de los rasgos étnicos que tenían en su ubicación social original. Además, en la conciencia proletaria no pueden estar excluidos los sectores sociales o clases sociales que son igualmente explotados u oprimidos. A su vez, una conciencia social de los indígenas no se podría reconocer como conciencia de clase si excluye su identifi cación con los intereses generales del proletariado. De hecho, la participación conjunta con las acciones del proletariado tiende a borrar las fronteras que le impone su ubicación social y, recíprocamente, impregna en las luchas proletarias el contenido político y social que se requiere para conservar su identidad. Lo cual llevaba a Mariátegui a intuir los posibles gérmenes de una nacionalidad.
Es también lo que pasa con la incorporación del indígena y del campesino a la ciudad. Ambos, ya no van a encontrar en la ciudad su opuesto. En la medida en que encuentran sus intereses confl uyentes con los del proletariado, sienten que hacen parte de una misma dinámica; sin renunciar a los aspectos que más caracterizan su identidad. Argumento que solo puede ser entendido a través de su idea de mito. Situados allí, no importa la adopción estricta del carácter de clase. Se establece un eje en el que tienen cabida el sentido de la explotación y de la opresión y muchos de los elementos del imaginario social. Es decir, “se sintetiza un contenido económico de clase con un componente histórico-cultural” (Terán, 1980: 34)
Por ejemplo, el pueblo incaico no tenía la separación entre religión y política que introdujo la cristiandad, o entre estado e iglesia. A las prácticas económicas les era consustancial una práctica religiosa o una práctica política. Problema que produce una fuerte contradicción con los modelos dominantes impuestos por la Iglesia Católica en los países de América Latina a través de la educación, campañas de evangelización y de misiones; porque no solo intentó erradicar la anterior concepción y práctica de vida sino porque, en la mayoría de las veces, fue una ideología totalmente exterior a ellas.
Si, como dijimos anteriormente, luchar por la nación no es algo opuesto a una acción revolucionaria, proponerse a trabajar por el socialismo es justamente la garantía de formar la nación. Porque el socialismo “ordena y defi ne las reivindicaciones de las masas, de la clase trabajadora”. En su proceso y en sus objetivos últimos es la abolición de la explotación del hombre por el hombre y de las formas de dominación que aniquilan las posibilidades de realización de las potencialidades humanas. No basta, entonces, la socialización de los medios de producción. Se requiere una nueva organización de la vida, de las prácticas cotidianas. Y no únicamente con lo que produzca esa nueva forma de sociedad sino también con todos aquellos elementos vitales que fueron producidos en las anteriores como signos de la sociedad futura o que rescatan valores universales de la humanidad. Lo cual nos lleva a concluir que no necesariamente la transformación de las relaciones de producción conlleva la de sus precedentes étnicos ni que éstos deban ser excluidos o suprimidos para dar vida a la nueva forma de organización social.
Mariátegui hace una demostración con el colectivismo incaico, que, a pesar de haber sido sometido por varios siglos a la forma de dominación de la propiedad privada, conserva muchos elementos de identidad que los había mantenido a través de ellos. En el Perú, la realización del socialismo no podía ser concebida sin tener en cuenta al indígena y a su componente étnico, por ser la expresión de lo más autóctono de la peruanidad. El socialismo no podía ser copia de otros procesos ni aplicación de modelos, tenía que partir de esa realidad. Único camino que permitiría producir el “socialismo indoamericano”.
Del comunismo incaico se rescatan los “hábitos de cooperación y asociación” que se produjeron en su organización socialista. Principalmente, las “comunidades” que tuvieron “la propiedad común de las tierras” y que han trascendido los embates del individualismo y de la apropiación individual; pero que son, al mismo tiempo, demostración de la capacidad de desarrollo que los hombres pueden lograr cuando predominan los estímulos morales sicológicos, vitales por sobre los criterios de rentabilidad o ganancia, y del máximo rendimiento que se puede dar como trabajador cuando se mantienen esas condiciones de vida. O sea que había un estímulo individual para la producción propiciado por el carácter colectivista de la apropiación de la tierra y de su producción y un mantenimiento de los fi nes sociales dentro de la vida comunitaria. Todo ello atravesado por la noción de la reivindicación del trabajo como práctica fundamental de realización humana.
Se puede enfatizar que la reivindicación de lo étnico, indígena y popular para la formación de la nación y la construcción del socialismo, no es en función de volver a formas de sociedad ya superadas ni de hacerle culto a las expresiones conservadoras o retrasadas de lo “popular”. Busca defi nir un proceso en el cual no puede haber una forma pura de dirección del proletariado, en una lucha por la transformación del capitalismo, ni una propensión a polarizar tendencias indigenistas dentro del proceso. De esa manera, se podría pensar en estructurar la nación dentro de la mayoría de pueblos de Latinoamérica. Sin pretender que la abanderada de ese proceso fuera la burguesía ni que se formara una nación a la manera burguesa. Más bien, teniendo como gestora a la clase trabajadora y retomando y reconstruyendo los elementos fundamentales de los procesos étnicos de cada país se lucharía por el socialismo como garantía y fundamento de la nación.
3.4.5. FORMACIÓN DE LA NACIÓN COMO PROCESO PARTICULAR DE REALIZACIÓN
Y PRODUCCIÓN UNIVERSAL DE LO
HUMANO
Ya hemos planteado que Mariátegui persistió en que toda ideología o teoría sólo adquiere sentido para un pueblo en la medida en que se inserte en el desenvolvimiento de sus propios intereses, o como lo dijera Oscar Terán: “Una ideología sólo deviene orgánicamente operativa cuando concentra una posibilidad de traductibilidad nacional”. (Terán, 1980: 32) Así, el problema nacional puede ser analizado como la posibilidad de superar la abstracción de lo humano, en su sentido universal para ubicarlo en los procesos particulares. A su vez, éstos deben ser proyectados como problemas universales al superar la inmediatez de los elementos particulares que le dieron existencia, en función de construir espacios que permitan la constitución de una identidad.88
Durante mucho tiempo se quizo asimilar lo humano a los basamentos culturales, ideológicos, fi losófi cos e históricos de Europa Occidental, relegando las producciones de los demás continentes en estos campos a períodos prehistóricos de la humanidad o a la aceptación de los mismos sólo como
88El tratamiento de lo nacional no se toma en cuenta aquí con el fi n de hacer un análisis teórico del contenido del término nación ni tampoco de los procesos históricos que intervienen en su formación como un producto del capitalismo, sino de establecer las relaciones entre la noción más general de lo humano, como patrimonio de la humanidad, y los aspectos particulares de los aspectos específi cos de las naciones.
formas que niegan la verdad del ser humano y de su propia afi rmación, como lo podemos encontrar en Hegel. De allí que Mariátegui persista en que lo humano no es la aplicación de los modelos que nos imponen desde fuera para alcanzar los objetivos de la realización del hombre. Ellos pueden ser asimilados por los pueblos de la manera que su propio proceso histórico se lo permite y, al mismo tiempo, conjugarse con su propia espíritualidad, con su particular formación cultural o diluirse en ellos. Argumento que en Mariátegui adquiere especial signifi cado si tenemos en cuenta que lo formó dejando su formación predominantemente intelectualista para dedicarse al estudio de la realidad peruana y latinoamericana, articularse con movimientos y luchas sociales que se produjeron en su país y solidarizarse con aquellos que como expresión popular se dieron en el mundo.
Es por eso que el sentido de lo humano no lo podía aislar de lo que fue la cultura indígena, en especial la del Perú. No porque quisiera desconocer la importancia de la lucha de clases, sino porque hubo una historia prehispánica, con su ulterior desenvolvimiento, que también tiene que rescatarse como humana y porque “la inmensa mayoría de los explotados está constituida por una raza, y los explotadores pertenecen casi exclusivamente a otra”. (Mariátegui, 1988: 61) No signifi ca esto que establezca una fundamentación racista ni, incluso, racial sino que las características de la formación de las clases y de su confrontación; de los individuos y el confl icto de sus intereses, de las instituciones, etc., están atravesadas por los signos particulares que les determina este aspecto. Ahora bien, no es que esta elaboración pueda generalizarse, estrictamente, para América Latina, pero traza elementos de análisis que de una u otra forma sí pueden ser aplicados a la confrontación del etnocentrismo que se impuso.
3.5. EL HOMBRE LATINOAMERICANO Y LA
TRANSFORMACIÓN SOCIAL99
Parece intrascendente pensar al hombre desde el marxismo, en su sentido más genérico. De hecho, la aceptación de la lucha de clases como motor de la historia, tal como se describe en El Manifi esto, relega, aparentemente, la consideración de un sentido más universal de realización humana. Aún en el socialismo existiría un factor de dominación de clase efectuado por el proletariado, a través del ejercicio de su dictadura, que impediría pensar esos factores como estructurantes de lo que se ha reconocido como humanista.
Si se refl exionara sobre los fundamentos iniciales que formaron el discurso humanista se podría llegar a un reduccionismo que imposibilitaría abordar el análisis que se propone. Particularmente porque se descubriría el interés burgués de su argumento y el carácter abstracto que establecía un tipo de metafísica no muy socorrida por los análisis marxistas. Sin embargo, es importante arriesgar lo que podría denominarse un sentido de esa consideración original para articularlo con una concepción teórica e ideológica del marxismo, como es la de Mariátegui. No porque se haga desde fuera de su propio discurso sino porque él mismo permite sustentar una noción del hombre, como producto de la lucha de clases pero también como resultado de todos los procesos que ha vivido la humanidad, llámense individuales, ideológicos, culturales, institucionales, simbólicos, etc.
99 La primera versión de este capítulo fue presentada al II Simposio del Pensamiento Filosofi co Latinoamericano, realizado en la universidad de las Villas de Santa Clara, Cuba, entre el 1 y el 4 de noviembre de 1989, publicado en Islas, No. 96, pp: 18-96, de la misma universidad.
Como se verá, el reconocimiento de la lucha de clases no excluye la aceptación de la confl uencia de los logros de los hombres en la historia de la humanidad en la construcción de una nueva sociedad como es la socialista. De hecho, el socialismo sería también humanista porque realizaría a plenitud aquellos valores humanos que las clases explotadoras habían usufructuado.
Pero el sentido particular del discurso mariateguiano se ubica en que, reconociéndose marxista, aplica y desarrolla esta producción teórica e ideológica desde los procesos particulares de Perú y de Latinoamérica. No porque ello cambie radicalmente los conceptos o nociones elaborados por el marxismo ni tampoco las características del nuevo tipo de sociedad que se pretendía construir, sino porque la modalidad sí puede propiciar que se hagan presentes elementos que no podrían ser pensados desde un contexto histórico diferente del nuestro. De tal manera que lo universal no podría aceptarse como la aplicación de los resultados que determinadas sociedades y países hayan podido alcanzar sino como la articulación de los mismos con los procesos de cada región o país con los cuales puede identifi carse o reconocerse, como una especifi cidad no asimilable a otros procesos; pero que, como tal, puede destacarse como universal.
3.5.1. SENTIDO DEL HUMANISMO: SER HUMANO Y DESARROLLO MATERIAL
Los resultados materiales de la actividad del ser humano suelen producir una especie de fetichismo por medio del cual se encubre dicha acción para hacer aparecer la magnifi cencia de la cosa producida. Si se ubica en el capitalismo, este problema se hace mucho más notable al presentarse el producto como mercancía y entronizarse como elemento consustancial a la vida; de tal manera, que las cosas adquieran sentido por sí mismas; como si ellas se produjeran a sí mismas, y el hombre no fuera más que el accidente posibilitador de su producción y su manipulación. Es así como los valores de las cosas son los que defi nen valores a los hombres o, como lo dijera Marx en los Manuscritos, la capacidad de tener cosas fuera la que determinara el sentido mismo de la vida del ser humano.
Marx develó el encubrimiento que la economía política hizo de este factor a través de elementos de análisis que permitieran desentrañar los fundamentos de la fetichización. Mariátegui se ubicó dentro de esta misma orientación y destacó que los grandes descubrimientos y la complejidad de los procesos tecnológicos no podían explicarse por ellos mismos ni encontrar en ellos su razón de ser sino que, por el contrario, había que analizarlos como el resultado de la acción del ser humano en condiciones históricas determinadas; por ello afi rma:
“El gigantesco desarrollo material de los Estados Unidos, no prueba la potencia del oro sino la potencia del hombre. La riqueza de los Estados Unidos no está en sus bancos ni en sus bolsas; está en su población” (Mariátegui: 1988b: 91)
Lo cual indica, según sus propias palabras, que “el hombre es anterior al dinero” y lo es también a los resultados de su actividad productiva. Pero, al mismo tiempo, podemos colegir, del contexto de su obra, que no se trata de una relación de precedencia como la que se establece entre la causa y el efecto, sino de aplicar los argumentos propios del materialismo dialéctico. Ello permite comprender que todo momento histórico produce una serie de bienes que se corresponde con el grado de desarrollo de las fuerzas productivas de la sociedad y que éstas se obtienen en el proceso de desenvolvimiento de la historia social del hombre.
Necesariamente, esos resultados se convierten en precedentes para los seres humanos que posteriormente los utilizarán; pero solamente pueden ser entendidos en cuanto producción efectuada por su capacidad productiva en una larga historia social. Su explicación se encuentra en que los procesos revolucionarios indujeron a las sociedades hacia nuevas formas de organización para no “petrifi carse en un estadio”. Por tanto, toda nueva sociedad, y el tipo de ser humano que le es correspondiente, asimilan los resultados anteriores desde su nueva forma de vida, reincorporándolos a los sentidos que estructura la nueva sociedad.
Esto es lo que en términos más precisos Mariátegui defi ne como la “tradición” entendida como patrimonio y continuidad histórica
“...en tanto se caracteriza precisamente por su resistencia a dejarse aprehender en una fórmula hermética. Como resultado de una serie de experiencias, -esto es de sucesivas transformaciones de la realidad bajo la acción de un ideal que la supera consultándola y la modela obedeciéndola-, la tradición es heterogénea y contradictoria en sus componentes”. (Mariátegui: 1988b: 163)
No hay un modelo preestablecido ni un sujeto central que se llena de contenido, a la manera hegeliana. Hay una dinámica en la cual nada se cierra en sí mismo; por el contrario, es sujeto de reelaboración heterogénea en sus múltiples formas de contradicción. Así, las ciencias, las técnicas, el arte, la fi losofía de sociedades esclavistas se reinscribieron en otras formas de sociedad en aquello en que podían ser asimiladas o reconocidas por el carácter universal que tienen como “patrimonio” de la humanidad. Encuéntrase así una primera línea de refl exión sobre una posibilidad de pensar lo humano en las condiciones reales de vida de los pueblos. Niega esto el confl icto de los intereses, entre ellos los de clase? No, porque el rebasamiento histórico de diferentes aspectos de la vida cultural, económica, política y social no puede trascender las contradicciones materiales que le son propias a su ubicación social específi ca, pero no únicamente las de clase sino también aquellas que tienen que ver con los sentimientos, los intereses individuales, etc.
Ahora bien, no se trata de detenerse en la historia de la humanidad sino de recuperar el análisis de la formación de un humanismo entre el capitalismo y el socialismo. Para ello se debían tener en cuenta dos aspectos fundamentales: la vida y la libertad. Es cierto que desde el punto de vista fi losófi co se han producido razonamientos que permiten sustentar el sentido de la vida. Sin embargo, en esta refl exión desde Mariátegui vale la pena insistir en ello, a partir de una dirección en que articula la vida con sus posibilidades, puesto que no basta la claridad racional, el sentido lógico: se requiere construir un tipo de sociedad que haga posible la realización de las dimensiones más universales de la vida.
Pero no puede ser la vida que consagre la pasividad y el amorfi smo sino que sea signo de lucha para incentivar las potencialidades humanas adormecidas o castradas por el usufructo que de ellas han hecho clases minoritarias de la sociedad. Es el ejercicio individual, en cuanto que el hombre es un ser social, pero al mismo tiempo es individuo; o sea que su ser social no anula su ser individual. También es su inscripción dentro de la sociedad la que inevitablemente lo ubica dentro de las contradicciones de clase que libra la sociedad. A la par, su ser social es el ser histórico, con lo cual se vuelve a la línea de análisis que se traía. La realización vital no puede ser individual ni de clase en su forma estricta, lo es también universal, es resultado, es el despliegue de las realizaciones humanas en una forma de sociedad en que la vida sea expresión permanente de la felicidad que había sido negada. Es por lo tanto construcción.
El sentido de la lucha tiene que ir mostrando dentro del capitalismo el augurio de lo que puede ser la nueva sociedad. Por tanto, la opción revolucionaria no puede aplazar la conquista de una nueva vida hasta el momento cuando se construya la nueva sociedad; por el contrario, tiene que ser realizada en el proceso mismo de la lucha.
Vida sin libertad no es vida y libertad sin la garantía de que los hombres puedan disfrutar la vida en lo económico, social, cultural, etc., no es libertad. De nuevo, se conjugan los elementos anteriores: la libertad de que habla Mariátegui no puede ser la individual que invocaba el liberalismo burgués pero tampoco puede anularla en su totalidad. El ejercicio de la libertad individual debe permitirse pero articulado con las demandas sociales que traza el benefi cio colectivo. El disfrute de la libertad individual estimula la concreción de las libertades colectivas.
Al mismo tiempo, la libertad no es algo abstracto; al contrario, es también la materialización de lo que ha sido su ejecución a través de los siglos; teniendo en cuenta que “son aptos para la libertad todos los pueblos que saben adquirirla” y que, por tanto, su práctica ha variado también en el transcurso histórico. Para ello se requiere un nuevo tipo de sociedad en la cual el disfrute de la libertad sea posible para la mayoría de los hombres que la componen.
3.5.2. MORAL DE PRODUCTORES
Un nuevo proyecto social, una nueva alternativa de poder no permite aplazamientos, no puede generar la espera para que ella se dé y produzca cambios en las prácticas sociales de los individuos y de los grupos. Tampoco puede producir una conducta franciscana por oposición a la ostentación y consumismo del capitalismo. Si hay una nueva defi nición del ser humano, si otro es el ideal que motiva la lucha, lo que se debe construir o conquistar es una “moral de productores” y no una “moral de esclavos”. Para ello, Mariátegui parte de las luchas económicas pero no se queda en ellas y mucho menos en aquellas en que los trabajadores han sido adocenados por la ideología y la cultura capitalistas.
“Es absurdo buscar el sentimiento ético del socialismo en los sindicatos aburguesados, en los cuales una burocracia domesticada ha enervado la conciencia de clase, o en los grupos parlamentarios, espiritualmente asimilados al enemigo que combaten con discursos y mociones” (Mariátegui: 1982a: 152)
El interés de la burguesía es legitimar al trabajador como individuo dentro del orden social capitalista y propiciar todas las formas que lo lleven a perpetuarse como tal. El escenario de la empresa puede quebrar la estrategia de la construcción del hombre nuevo si a la par no se efectúa una práctica que permita crear conciencia de la necesidad de la nueva sociedad. De lo contrario, se quedará en las satisfacciones materiales ofrecidas transitoriamente por la empresa. Por tanto, es necesario que haya conciencia de clase, y no solamente eso, dice Mariátegui, sino también conciencia de su ubicación como ser humano en el contexto de la humanidad como valor social que es, portador de la capacidad de posibilitar la solución de las aspiraciones colectivas.
No se trata de consagrar la condición de miseria ni de exaltar la situación de sometimiento a la cual se ven sometidos los trabajadores; por el contrario, se lucha por el pan, como decía Mariátegui, y para ganar la libertad, en sus múltiples dimensiones, de todos los hombres oprimidos. Este proceso no es simplemente la reivindicación de los ideales que determinan las condiciones inmediatas de existencia; es, al mismo tiempo, la reconquista de todo el “esfuerzo humano” desplegado a través de la historia. Es eso lo que caracteriza la moral de productores y es lo que la diferencia de la moral de esclavos, puesto que se produce un nuevo tipo de dignidad que se establece con el rompimiento de la sumisión, a través de una radicalidad que permea las prácticas sociales, y las sociedades mismas, hacia la construcción de un “orden social superior”. (Mariátegui: 1982a: 161)
Queda claramente planteado: cualquier tipo de lucha no puede reducirse a la que se deriva de la confrontación económica, atraviesa todas las prácticas sociales en las que se encuentren inscritos los individuos. Sin embargo, respecto a lo económico, Mariátegui revalora la noción de trabajo considerado solamente como práctica productora de mercancías porque “la usina, la fábrica, actúan en el trabajador síquica y mentalmente” (Mariátegui: 1982a: 163) y le da importancia, como se había anotado anteriormente, a los factores psíquicos del trabajo; con lo cual se reafi rma el planteamiento de que también en las relaciones de producción los hombres producen y reproducen ideologías, intereses, representaciones, etc.; o, como luego dijera Poulantzas: “el proceso de producción y de explotación es, al mismo tiempo, proceso de reproducción de las relaciones de dominación-subordinación política e ideológica”. (Poulantzas, 1979: 25) Agregamos nosotros: y de valores culturales y sociales.
Si no se reduce a la forma económica, tampoco lo es al interés de clase. Ese puede ser el principal, pero no basta. Los hombres que adopten la opción política de la trasformación social, redescubren tanto la historia como la lucha de clases, pero se identifi can también con esa obra histórica que surge desde la raíz misma de la irracionalidad, de las pasiones, de los deseos, a cuya base está el profundo sentido que tiene la sexualidad para Mariátegui, ya que llega a afi rmar que en ella se expresa “lo que hay de más esencial en la sociología” de los hombres, punto de enlace fundamental con el psicoanálisis y de apertura hacia otras disciplinas sociales.
3.5.3. FORMACIÓN DE UN ESPÍRITU CONSTRUCTIVO
La formación de un hombre nuevo debe involucrar, desde el capitalismo, los signos de lo que será la nueva sociedad. Y si se toma desde allí no hay otra opción que la generalización de las prácticas sociales que induzca a la construcción del socialismo. El proceso que se vive en función de la sociedad socialista no se abre paso por la justeza de sus principios o la verdad de las ideas que lo jalonan; por el contrario es una lucha abierta o encubierta, legal e ilegal, pacífi ca o violenta.
Bastaría con mirar retrospectivamente lo que fue la revolución burguesa para encontrar que la realización de sus ideales sólo fue posible a través de una abierta lucha en contra de las clases, modelos, instituciones, formas culturales, etc. que pretendían perpetuar la sociedad feudal. Eso mismo ocurre con los propósitos de construcción de la sociedad socialista que necesariamente se nutre de la experiencia que los individuos, las clases sociales y las masas obtenidas en su confrontación con todos los elementos constitutivos del Estado y de la sociedad capitalista en todo lo que sea obstáculo para la construcción de la nueva sociedad.
Es así como se va formando una nueva ética, la del ser humano socialista o, si se quiere, la del ser humano para una nueva sociedad. Su soporte principal es el proletariado en cuanto que la concepción marxista le asigna, por un análisis del desarrollo económico y social, el carácter de vanguardia dentro del proceso; pero concita a las masas que no pueden disfrutar plenamente de su vida, sumidos en la miseria o en la pobreza y que encuentran violentado el ejercicio de su libertad y el conocimiento y disfrute de lo que es el legado de la humanidad.
Ajeno a quedarse en el postulado teórico Mariátegui destaca la articulación práctica, de lo anteriormente expresado como universal, con el trabajo, que reivindica como el motor fundamental de la vida humana. Tanto porque produce los bienes que garantizan la existencia humana como porque es el que realiza las potencialidades más intrínsecas del ser humano. En ambos aspectos tiene en cuenta el basamento histórico que Marx le asigna. Por un lado, las formas de producción han cambiado a través de la historia; su tipifi cación se encuentra a través de los diferentes modos de producción. Por otro, el proceso de producción y su resultado no pueden tomarse como algo ajeno al ser humano sino, por el contrario, como producto de su propia capacidad creativa. El ser humano no es esencia en un sentido intrínseco, abstracto, sino materialidad, espiritualidad y sociabilidad, y es en el trabajo en el que se resuelven los elementos más íntimos de su ser.
Por eso no se puede reducir la transformación social al proceso de desarrollo paulatino que tenga el capitalismo. Esta es una condición objetiva que marca leyes dentro del marxismo, o sea la inevitabilidad del socialismo, relativizada por el condicionamiento de la formación de la conciencia de clase del proletariado, por la prefi guración del ser espiritual de la nueva sociedad, y, a la vez, factor pulsional que estimula el crecimiento de las luchas en pos de la transformación de la sociedad. Esta relativización, podría decirse, es uno de los aspectos principales que explican porque países con un alto grado de desarrollo del capitalismo no se han transformado en socialistas. También puede aclarar porqué sociedades socialistas, después de largos años de experimentar ese sistema social, no pudieron sostenerse como tales.
Además, se debe tener en cuenta que tanto Marx como Mariátegui no vivieron el fenómeno de la Segunda Guerra Mundial ni el complejo desarrollo de los medios de comunicación con su consiguiente dinámica de transnacionalización inmediata de las formas culturales que se vivan en cualquier país del mundo, y, por tanto, su incidencia en la formación de la espiritualidad de los pueblos, y con ella la que se relaciona con la formación de la llamada conciencia revolucionaria.
Hay que insistir en el signifi cado que tiene para Mariátegui la formación de esa nueva espiritualidad y la conciencia de clase. Puesto que no se trata de asumir una propuesta netamente intelectualista de profundizar en el conocimiento del materialismo dialéctico e histórico para comprender la condición de clase que el obrero tiene dentro del capitalismo. No se podría afi rmar que esa fuera la concepción de Marx ya que él le atribuyó una importancia fundamental a la experiencia de los trabajadores en la confrontación del capitalismo; o sea, asumir la lucha de clases como una escuela para la formación de una nueva ética social. Pero desarrollos posteriores del marxismo, a través de diferentes escuelas, enfatizaron la formación teórica.
El autor destaca el sentido amplio de la formación espiritual, de una manera más universal. Una es la confrontación entre las clases, que puede ser la principal, y otra es la asimilación de los valores que los hombres produjeron como factores básicos de una nueva cultura, una nueva sensibilidad social, un nuevo proyecto social.
Tampoco es, por tanto, la sola aceptación de la confrontación directa cuyo escenario pudiera ser la fábrica o la movilización callejera o los planes insurreccionales. El proletariado debe propiciar “una voluntad heróica de creación y de realización... El espíritu revolucionario es un espíritu constructivo”. (Mariátegui, 1988a: 116) No basta con el simple deseo, la aspiración, la formulación de proyectos estratégicos; se debe producir una nueva cultura, un nuevo pensamiento, una nueva práctica social.
El sentido de la capacidad constructiva tensiona todas las potencialidades del hombre hacia la creación de una nueva forma de vida social, necesariamente opuesta a la que impone el capitalismo en su forma dominante. Así, la vida es creación permanente y es lucha; en otras palabras, es ésta la que le da sentido, es ésta la que establece los signos más claros de su fundamento. Porque la vida no puede ser sólo sacrifi cio, ni tampoco contemplación, mucho menos pasividad. No se aspira a una vida franciscana sino a aprovechar lo más avanzado de las fuerzas productivas en benefi cio de la colectividad.
El nuevo espíritu revolucionario adquiere una connotación que permite articular la lucha de clases con los resultados de lo que ha producido la humanidad. Por eso afi rma Mariátegui que además de la conquista del pan se requiere de la “conquista del pensamiento”. Porque tanto en la confrontación con los capitalistas como en todas las luchas que se ejercen en función del control del poder del Estado se tiene que efectuar aquella que acabe con el temor al cambio. Se requiere erradicar el espíritu conservador que sólo quiere ver en la consagración del pasado la realización necesaria para la formación del presente y del futuro.
En este campo tiene mucha importancia la intelectualidad. No entendida como una élite que se coloca por fuera de los problemas y de los intereses populares. Al contrario, se realiza en ellos. Ni tampoco como un grupo que se estructura desde fuera sino también desde dentro, desde el pueblo, y desde los intereses proletarios. Es la constitución del proletariado y del pueblo en intelectuales. El cultivo de la inteligencia no puede ser por tanto marginal sino inserto en el proceso mismo de las luchas. Lenin decía que sin teoría revolucionaria no podía haber movimiento revolucionario y Mariátegui enfatiza en que la “función de la inteligencia es creadora”. Afi rmando con ello que la creatividad no es exclusiva de quienes se acreditan como marxistas sino que es propia también de aquellos que aman al ser humano y reivindican la libertad.
Por eso Unamuno, sin ser marxista, fue tenido con gran aprecio por el amauta. El socialismo resuelve las contradicciones que las sociedades anteriores habían impedido solucionar por el control y monopolización del poder económico y político por parte de individuos o por clases sociales. Por ello tenía que acoger como suyas las producciones más radicales de la intelectualidad. Enfatiza que no se trata del carácter abstracto, lógico, racional o metafísico; o más bien, que no se trata únicamente de ello sino que tiene que contar con la pasión, la cotidianidad, la vida sicológica de los individuos y de las clases. No basta la claridad de los programas de los partidos o las sustentaciones teóricas de los intelectuales; se requiere que ello prenda en la vida de los actores principales, que sea consustancial a ellos.
IV. El socialismo indoamericano[4]
INTRODUCCIÓN
Abordar el problema del Socialismo desde una concepción construida en la tercera década del siglo XX pareciera presentarse hoy como algo desactualizado. Tanto por el tiempo transcurrido como por las condiciones históricas en que se produjo. Pues no fue precisamente en una sociedad de gran desarrollo capitalista ni tampoco de un avance signifi cativo de las luchas sociales y revolucionarias. Tampoco de un gran debate sobre presupuestos teóricos Marxistas y Socialistas. Sin embargo, la actualidad del discurso fi losófi co y político de Mariátegui se manifi esta en que, a pesar de ello, sus propuestas teóricas e ideológicas, elaboradas desde las enseñanzas que producía una sociedad como la peruana, a partir de sus peculiares características, puede asociarse o relacionarse con países y sociedades que vivieron procesos similares, y puede inscribirse en la lucha por la realización de una utopía en su sentido más positivo.
La discusión que hoy se produce en relación con el socialismo del siglo XXI seguramente puede ser enriquecida con los aportes del marxista peruano. Pues, si bien se inscribe dentro de una corriente del marxismo de su época, el hecho de que lo haya trascendido, por lo menos en aquello que se consideraba ofi cial por parte del comunismo predominante de la época, da cuenta de un deslinde que quizás sea el que lo conecta con el mundo de hoy. Fundamentalmente, cuando acude a la tradición cultural peruana y latinoamericana, y a la ausencia de la solución del problema de la tierra para el pueblo indígena y de la formación de la nación, como elementos fundacionales de su nueva elaboración, y a la necesidad de la recuperación de la historia cultural de cada país como condición para cualquier proceso de transformación.
Lejos de perderse en discusiones teoricistas, Mariátegui comprendió que la mayor consecuencia con los postulados marxistas se produciría si se coadyuvaba en la realización de la transformación de su propia realidad. De ahí que, en primera instancia, esta acción operara sobre el Perú y, por muchas similitudes, con Latinoamérica. Sin que con ello estuviera estableciendo un relativismo que hiciera del marxismo una formación teórica válida solo para países ubicados dentro de ese espacio y circunscrito a sus propias condiciones. Al contrario, sigue reconociendo en el marxismo un carácter universal, pero sin la rigidez que le asignó un sector del comunismo internacional. De igual manera, su asimilación, comprensión y desarrollo lo condujo a aceptar que la liberación de los pueblos de la dominación y explotación capitalistas debía ser generalizable a todas las sociedades que estaban bajo su hegemonía. Es decir la humanización de la vida y de la sociedad solo se garantizaría si el género humano marchara hacia el comunismo.
En consecuencia, Mariátegui comprendía que una sociedad como la peruana no podía sustraerse a las condiciones propias del capitalismo en tanto que así se inscribía en el contexto mundial. Sin embargo, invocaba el planteamiento de Marx de la necesidad del análisis de las condiciones concretas para garantizar su superación. Bajo esta perspectiva encuentra que los procesos propios del Perú, y en general de América Latina, no se podían homologar con los de los países Europeos y de Estados Unidos que habían logrado un gran desarrollo industrial y un control de los mercados en el orden internacional. En efecto, Mariátegui afi rma que “los países latinoamericanos llegan con retardo a la competencia capitalista”; por lo cual su destino, dentro del orden capitalista, es el de “simples colonias”. Ratifi cado posteriormente con el planteamiento de que “La condición económica de éstas republicas, es, sin duda, semicolonial, y, a medida que crezca su capitalismo y, en consecuencia, la penetración imperialista, tiene que acentuarse éste carácter de su economía”. (Mariátegui, 1988a: 87). Lo cual asigna unas condiciones particulares al desarrollo económico de estos países pues no pueden realizarlo de manera autónoma sino sujetos a las determinaciones de quienes hegemonizaban el orden colonial. Este planteamiento fue enriquecido con la identifi cación de una característica propia de las clases sociales de ése país. Pues consideraba que lo que se podría asimilar a la burguesía daba cuenta de que esta clase social no se expresaba como tal en la historia peruana y en la gran mayoría de países de América latina. O sea que no identifi caba en ella una conciencia de su condición social que alimentara procesos económicos y sociales en función del desarrollo capitalista. Una de cuyas explicaciones encuentra en que la llamada revolución de independencia fueron los criollos los que la asumieron pero sin resolver el problema nacional que para él debía involucrar a indígenas y campesinos. Situación que planteaba su solución a cualquier lucha política por la trasformación social. El mismo carácter semicolonial hacía que la burguesía dependiera de los condicionamientos que se producían por fuera de cada país y no a partir de sus propias condiciones.
4.1. NECESIDAD DEL SOCIALISMO
No obstante ello, la precariedad de la formación social capitalista en el Perú, no podía desentenderse de su tendencia predominante, por lo cual debía encontrar el tipo de transformación requerida para lograr una sociedad en que la desigualdad económica y social tendiera a destruirse y con ello la garantía de una sociedad en que se privilegiara lo humano. Es decir, romper el orden de explotación y dominación que imperaba. El socialismo entonces, es esa opción. Tanto por los rasgos capitalistas que tienden a ser hegemónicos en su sociedad, como por las enseñanzas de la teoría marxista, la experiencia de la Revolución socialista rusa y por los antecedentes comunistas y socialistas de la sociedad inca.
Por eso partía de considerar que sólo el socialismo comportaba como aspecto central la lucha contra el capital, y dentro de ese proceso se produciría la solución del problema del carácter necocolonial del capitalismo peruano y de la pobreza, miseria y explotación de la mayor parte de la población peruana. Punto crítico en la discusión que tuvo con Haya de la Torre, y con el naciente aprismo, en cuanto no aceptaba la circunstancia de la existencia de capitales internacionales como obligatoria para una lucha nacionalista que, en cierta forma, centraba su acción en la confrontación de los capitales foráneos, desplazando la que debía ejercerse contra los capitalistas de su propio país. Por ello, para él, la acción contra el capital encerraba consigo la solución al problema nacional, y, por ende, no podía hacerle concesiones a su expresión en el orden interno. Quiere decir esto que, al mismo tiempo, con ello se producía una confrontación al imperialismo, en tanto que el triunfo socialista rompía con las ataduras que ligaban al estado y la sociedad peruanas, y a la nación, con los intereses imperialistas.
Es cierto que para la propuesta del socialismo y del comunismo Marx partió de las leyes del desarrollo capitalista que le permitieron identifi car la necesariedad de su advenimiento y la identifi cación de la clase obrera como la llamada a ejercer la vanguardia del proceso. Sin embargo, los aspectos propios de lo que sería cada una de estas sociedades en cuanto tal es más un proceso de inferencia que una constatación de que así podría ser. La experiencia de la Comuna de París fue tan fugaz que sólo le permitió confi rmar el papel del Estado y la obligatoriedad de su control total por los trabajadores que efectuaran una revolución. De igual manera, el carácter temporal de la burocracia, su remoción si fuere necesario, si no efectúan su labor en función de los fi nes de la nueva sociedad, la sociedad socialista. El papel del trabajo y de la solidaridad apenas si son enunciados pues la experiencia histórica sólo las estaba registrando cuando parte del Antiguo Régimen volvió a empotrarse en el poder. Sin embargo, también hubo una gran dosis de utopía que le dio a su doctrina ese contenido mítico que arrastró a masas de todos los continentes en el siglo XX.
Lo importante es que Mariátegui no se atiene solo a estos desarrollos ni a los que se conocían del socialismo soviético en curso. Su formación abierta a diferentes procesos de la cultura universal le permitió un marco de refl exión con el cual pudo llenar de contenido planteamientos sobre la realización humana y sobre una nueva sociedad alternativa al capitalismo. En este caso, no circunscritas estrictamente al cambio de modo de producción y, en consecuencia, de las relaciones de propiedad, ni de la toma del poder del Estado.
Sin embargo, su análisis no estuvo ceñido a lo que fue común dentro del comunismo de su época en relación con el estado. Es decir no se planteaba la toma del poder del estado, en términos del control del poder político por la clase proletaria. “Su propuesta apuntaba a lograr una creciente afi rmación y consecuencia de la socialización de los medios de producción y del poder político”. (Germaná, 1995: 89) Sin que ello quiera decir que no tuviera claramente en cuenta la tesis marxista de la resolución de las relaciones de fuerza en las luchas de clases, a favor del proletariado. El carácter de vanguardia de éste no fue puesto en duda; más bien lo llenaba de contenido con las características propias de la realidad peruana. Sobre todo porque aceptaba que el desarrollo económico del Perú y de la mayoría de países de América latina no podía ser homologable a lo que vivieron los países europeos y los Estados Unidos. Era la ratifi cación de la precariedad de los procesos de industrialización y del desarrollo técnico y científi co que les eran correspondientes. De igual manera, ello daba cuenta de la debilidad del proletariado ya no sólo cualitativamente en su formación de clase sino también cuantitativamente, en términos de su presencia en la vida política y social.
De allí que podamos ratifi car la tesis propuesta por Germaná de que Mariátegui concebía “el socialismo como un proceso que se encontraba inscrito en la propia realidad peruana y no como la aplicación de un modelo abstracto previamente elaborado”. (Germaná, 1995: 12-13) Lo cual no signifi ca el abandono de las tesis marxista, más bien es la idea de su aplicación a las condiciones concretas de la realidad de su país. Al mismo tiempo, es la aceptación de que esta misma realidad puede entrar a redefi nir contenidos y desarrollos de los postulados marxistas. Por ello es que proclama la socialización de los medios de producción que lo aproxima a las tesis clásicas del marxismo; pero enfatizando la “propiedad social” (Germaná, 1995: 12-13), cuyo contenido podría derivar de sus estudios del socialismo y comunismo incaicos.
No queda claro en su obra, como lo plantea el autor que estamos citando, que Mariátegui propugnara por lo que denomina “La democracia directa”. (Germaná, 1995: 12-13) Quizá pueda aceptarse la elaboración de esbozos que se orienten en ese sentido. Especialmente porque el conjunto de su obra resalta la importancia del ejercicio de las libertades, y porque, en no pocas oportunidades, hizo cuestionamientos al tratamiento que el estado soviético y el partido comunista ruso asumía con sus contradictores; en particular, el que se le daba a Trosky. De igual manera cuestionaba la inconsecuencia de las oligarquías y burguesías de Latinoamérica que predicaban el liberalismo y la democracia liberal, pero en la práctica eran sus más acérrimos enemigos. “Precisamente por tratar de evitar las trampas de la libertad y de la Democracia burguesa, Mariátegui se mantuvo hasta el fi nal de sus días convencido de que la única vía de la realización efectiva de la dignifi cación humana y de concreción del “humanismo real”, como diría Marx, era el socialismo” (Guadarrama, 2002: 325) Tampoco podría decirse que en la experiencia incaica encontrara formas propias de la democracia directa porque claramente diferenciaba la jerarquización que en el orden político y social se producía en ella. Sin embargo, si podría desprenderse de la actividad propiamente comunitaria. Porque allí destaca la solidaridad y la convivencia en la realización de sus prácticas. Por tanto, si bien había un orden superior que orientaba la economía y la vida social, era posible registrar una cotidianidad en la cual las decisiones se tomaban de manera directa y colectiva. Orientación que se sale del marco de la democracia liberal porque allí el indígena no se comporta como el ciudadano que ella construye, si no como el sujeto cuya individualidad se realiza en el colectivo. La educación y la pedagogía no responden a una escolaridad ni a una Razón que se le impone desde fuera. Es más bien, una marca cultural que se produce comunitariamente y que atraviesa al individuo a lo largo de toda su vida.
4.2. EL SOCIALISMO INCAICO
Nos encontramos, entonces, con que la construcción del socialismo no puede negar la historia cultural de los pueblos. En este caso, no se trata solo de la tradición que aporta la cultura indígena. Es también el reconocimiento e incorporación de tradiciones que se produjeron desde otras prácticas culturales. Si bien Mariátegui reconoce el carácter oligárquico y de dominación, y de explotación de las clases sociales en el poder; no excluye el reconocimiento de que muchos de sus productos culturales se convierten en patrimonio de la humanidad y de la sociedad que los posibilitó. Por lo cual no pueden ser destruidos por una nueva clase social en ascenso. Al contrario, una nueva sociedad redefi ne su contenido y sus fi nes en función del conjunto de la sociedad. Esto lleva consigo la apropiación también de lo que la humanidad ha producido en aquello que sea posible y que favorezca los intereses colectivos. Porque “El socialismo no puede ser sólo corte y ruptura, sino también continuación de la tradición del pueblo. Y este es justamente el punto en el que Mariátegui conecta lo “extraño” (el socialismo marxista) con lo “propio” (tradición indígena) en el contexto histórico de Indo América”. (Fornet-Betancourt, 2001:136) Por eso no es irrelevante la búsqueda de hitos culturales y comunitarios que hiciera Mariátegui con la experiencia incaica. Pues no hacía nada diferente de encontrar los procesos propios de la historia peruana y latinoamericana que hicieran posible la realización del socialismo y comunismo pregonados por las organizaciones marxistas, del cual él se consideraba su defensor.
Esta orientación se ligaba inevitablemente con las condiciones culturales sociales y étnicas de la historia peruana. Pues para él no podía ser despreciable, en el análisis histórico, el alto porcentaje indígena de la población peruana. No simplemente desde el punto de vista cuantitativo sino, fundamentalmente, porque al ser una sociedad eminentemente agraria, y al no ser resuelto el problema de la tierra y el de la nación, era indiscutible para él su consideración de ser parte estructural de las soluciones que demandaba la sociedad. A su vez, no era cualquier tipo de población. Nada más y nada menos era un pueblo con una historia cultural económica y social tan fuerte, y con una gran trascendencia en el tiempo, que se constituía en un referente necesario para el socialismo que se quería conquistar.
Es así como asume el socialismo incaico como una experiencia histórica que puede muy bien complementar y ser tenida en cuenta dentro del socialismo marxista. No quiere decir esto que pretenda regresar a una concepción arcaica, respecto de un mundo producido en condiciones históricas diferentes de las que él vivía en ese momento. Se trata más bien de aceptar una tradición productiva que tiene su expresión en múltiples comunidades agrarias del Perú. Por lo cual es una práctica no extraña a la vida de las comunidades; más bien, al contrario, inserta en sus dinámicas cotidianas, y parte de su razón de ser como pueblos. De igual manera, registra allí una memoria cultural de valores que no necesariamente son contradichos por aquellos que predica el socialismo. Pues para él “el espíritu de la civilización incaica es un producto de los Andes” y, “el sentimiento cósmico del indio está íntegramente compuesto de emociones andinas”. (Mariátegui, 1986: 88) Lo cual signifi ca que el tamiz de lo europeo y lo gringo entra en crisis al no colocarlo como condición para el reconocimiento de una civilización ni de la formación de la Nación ni de una cultura. No porque sea opuesto lo autóctono, lo indígena, a lo que viene de Europa, sino porque le da un profundo reconocimiento a los pueblos y comunidades que pervivían a pesar del intento de arrasamiento del imperio español. De otra parte, porque la riqueza del contenido de dichas culturas encierran en sí mismas las condiciones de su propio ser sin que su razón de ser esté condicionada a la bendición de los cánones europeos.
Mariátegui parte de la necesidad de la nacionalización de la tierra, como un paso en la defi nición de una política agraria socialista. Sin embargo, entendiendo que “la nacionalización debe adaptarse a las necesidades y condiciones concretas de la economía del país“. (Mariátegui, 1986: 149). Política que expresada en su especifi cidad pareciera aislada de un contexto estructural que garantizaría su realización. Es decir, es claro que solo es posible efectuarla en tanto que el estado y la sociedad en su conjunto marchen hacia el socialismo.
Aunque, de todas maneras, aquí está defi nida la impronta mariateguiana, en cuanto enfatiza que para condiciones como las de la realidad peruana ese es un problema prioritario a resolver. Ahora bien, al condicionarlo a la dinámica de la situación concreta, reitera que no se trata de la imposición de un modelo teórico abstracto impuesto desde fuera a la realidad. Para el caso del Perú, esto se vuelve más perentorio, por el predominio de una cultura indígena determinante de una razón de ser muy específi ca.
Pues es allí donde el Amauta identifi ca el ejercicio de una “Organización colectivista” regida por lo que denomina “una humilde y religiosa obediencia a su deber social”. (Mariátegui, 1976: 13). Factor que resaltará persistentemente como punto de partida para la concreción del socialismo. De ahí su distanciamiento con otras corrientes del pensamiento marxista que simplemente partían de considerar que una transformación económica y social del capitalismo se podría realizar con la aplicación de las tesis del marxismo o con el traspaso de las políticas que implementaba el socialismo ruso en desarrollo. Efectuando así una acción de extrañamiento que produciría no pocos problemas a países que posteriormente experimentaron el sistema socialista. Sin ser testigos de profundos debates, más allá de aquellos que introducía la tercera internacional, que iban en la dirección antes anotada, Mariátegui no hace más que hacer fecundo el desarrollo del marxismo. En cuanto tal se anticipa a problemas que posteriormente vivirían los estados socialistas y que tuvieron resonancia en el debate teórico europeo; sin que las tesis del peruano fueran tenidas en cuenta.
Seria necesario resaltar que generalmente se destaca el carácter comunitario por los lazos colectivos de la vida cultural desplegada por los pueblos indígenas. Para Mariátegui esto se da por descontado. De hecho, en ello radica gran parte de la fuerza que le asigna en el rescate de los sentimientos y los fi nes colectivos. Sin embargo, resalta también los “principios económicos sociales” desarrollados históricamente y que, siguiendo a Castro Pozo en su obra Nuestra Comunidad Indígena, “ni la ciencia sociológica ni el empirismo de los grandes industrialistas han podido resolver satisfactoriamente: el contrato múltiple del trabajo y la realización de este con menor desgaste fi siológico y en un ambiente de agradabilidad, emulación y compañerismo”. (Mariátegui, 1976: 87). Es decir, a pesar de que el modo de producción predominante fuera precapitalista o capitalista, las comunidades indígenas lograban formas tales de práctica laboral que no estaban determinadas ni por una relación salarial ni por una forma de servidumbre frente al dueño de la tierra. Persiste más bien una forma de vida comunitaria que rebasa el contrato individual para mantenerlo como él lo defi ne: múltiple. Enfatiza también un aspecto de no menor importancia: la consideración de que las relaciones laborales producidas en tal contexto están lejos de producir condiciones de subordinación o de sometimiento, como las que se dan en aquellas, en que prima la apropiación individual. El ejercicio laboral, podría decirse, concretiza la realización humana que tanto reclamaba Marx en los Manuscritos económico fi losófi cos y que solo consideraba posibles de realizar en el comunismo.
De ésta manera, como lo afi rmara Fornet Betancourt, Mariátegui identifi ca procesos colectivos no solamente ubicados en una historia cultural que podríamos denominar prehispánica. Es decir, la búsqueda de una memoria que se quedara anclada en el tiempo en una forma particular anterior a la invasión española. Más bien, es el reconocimiento de que a pesar de las barbaridades cometidas en la conquista y la colonización, era posible encontrar en la vida de las comunidades prácticas colectivistas que habían trascendido los estragos de la dominación. Por eso Mariátegui puede afi rmar que “una sociedad autóctona, aun después de un largo colapso, puede encontrar por sus propios pasos, y en muy poco tiempo, la vía de la civilización moderna y traducir, a su propia lengua, las lecciones de los pueblos de Occidente”. (Mariátegui, 1976: 345-346) Parte, entonces, de la consideración de que los procesos de resistencia condujeron a una reproducción permanente de la cohesión social y cultural que permitió a las comunidades adaptarse a cada nueva condición histórica sin perder rasgos determinantes de su razón de ser.
Se produce así una confl uencia entre unas formas de vida comunitaria colectivistas y un proyecto socialista proveniente de países industrializados europeos que afi nca su posibilidad de realización en una clase social que el marxismo identifi có como revolucionaria: el proletariado. En estas condiciones se rescata una tendencia propia de la vida cultural de unos pueblos y se admite su potenciación en una sociedad regida por principios socialistas que derivan de la superación de la sociedad capitalista. Por eso, para Mariátegui, la realización del socialismo en países como los de la mayoría de América Latina, no podrían concretarse con la imposición de un modelo cultural inscrito en los parámetros propios de la cultura capitalista o burguesa. Se trataría, más bien, de aceptar unos principios universales aportados por Marx y la experiencia socialista soviética, y articularlos con procesos propios de los pueblos y comunidades de cada país. El énfasis especial está dado en que no puede ser la imposición de parámetros externos a condiciones específi cas en que se requiere una gran capacidad de creación tendiente a posibilitar la producción de condiciones para la transformación social.
Esta discusión se eleva también al espacio propio de los valores y los principios. Pues no se trata únicamente del reconocimiento de las formas de cohesión, solidaridad, y espíritu colectivos de las comunidades indígenas. Podría decirse, más bien, que su fuerza social y cultural ratifi ca que en sociedades como las del Perú están dadas las condiciones para un socialismo como el propuesto por el marxismo. Y que dichos principios y valores anticipan lo que sería una sociedad en que el conjunto de sus integrantes marcharan en función de la realización de la dignifi cación de la vida humana y de los fi nes colectivos. Lejos está Mariátegui de pretender hacer extensivo a otros sectores de la sociedad lo propio de las comunidades indígenas. Sin que ello excluya dichos principios y valores como necesarios dentro de una nueva sociedad y en el proceso por lograrla. En sus diferentes análisis sobre el desarrollo cultural de los pueblos y de la cultura universal, permite concluir claramente que hay diferentes formas de concebir y practicar los fi nes sociales. Se requiere por tanto de “Una política creadora y realista” que ponga al frente los intereses sociales y no únicamente los individuales y privados como en el capitalismo.
Esto le permite establecer que el tránsito hacia formas cooperativas de producción puede ser más propicio en dichas comunidades. En cuanto tal, lograrían jalonar su masifi cación a otros sectores de la sociedad, o plantearían perspectivas para sociedades y pueblos diferentes de los indígenas. Entreve Mariátegui que pasar de iniciativas privadas e individuales a formas colectivas requiere de un largo proceso de afi anzamiento de prácticas culturales, políticas y sociales que las favorezcan. Esto, si miramos a los grupos y clases sociales ubicados por fuera de las comunidades indígenas; en cambio, en éstas, su larga tradición cultural se convierte en un terreno fértil para su realización.
4.3. EL SOCIALISMO INDOAMERICANO MÁS ALLÁ DE LO INDÍGENA
No podríamos concluir que la propuesta socialista de Mariátegui se circunscribe al campo propio de la superación de la problemática indígena. La persistencia en ello radica en que su desarrollo permite establecer la originalidad de su discurso fi losófi co y político. Principalmente por lo que hemos reiterado, en el sentido del papel que le asigna a las masas indígenas en sociedades como la peruana. Sin embargo, también podría argumentarse su originalidad cuando destaca que el socialismo es heredero de los grandes procesos de la humanidad. Si ha habido explotación y dominación es necesario que puedan ser superadas. Pero no a través de una denegación de principios y valores vitales para una nueva sociedad. De allí que el marxismo de Mariátegui no se circunscriba ni a la toma del poder del estado ni a la socialización de los medios de producción. Sabe que cualquier transformación del capitalismo dirigida por las clases trabajadoras debe acabar con la explotación y cambiar el orden de dominación y de ejercicio del poder. No necesariamente para que una nueva burocracia política y social la sustituya. Aboca más bien, y esto es lo que podría desprenderse de muchos de sus escritos, porque el poder sea asumido por la sociedad, por las comunidades, los grupos sociales, etc. En esa misma forma, comprende que si los principales medios de producción no pasan a ser posesión o propiedad de la sociedad, difícilmente puede pensarse la superación de las relaciones de explotación de pobreza y de miseria que produjo el capitalismo. Pero eso no es sufi ciente para él si recordamos su afi rmación de que a la “conquista del pan” le debe ser congruente la “conquista del pensamiento y del espíritu”. Es allí entonces donde su propuesta sigue siendo universal y anuncia los aspectos centrales que podrían darse en la formación de lo que quizás se podría llamar un humanismo socialista
Es en este campo donde hay una alusión mas expresa a lo universal pues se trata de ofrecer elementos conceptuales que derivan del conjunto de la humanidad. Generalmente producidos y apropiados de manera individual; pues esa es la forma dominante de la sociedad. Sin embargo, con un fuerte contenido social, en cuanto cada momento histórico debió producir diferentes formas de acción popular que le dieron su reconocimiento o aporte para su producción. En este sentido, la validez de la construcción de un humanismo de este tipo no puede circunscribirse a la capacidad de la clase trabajadora para concebir y producir el nuevo tipo de sociedad. Mariátegui adopta, más bien, la tesis marxista de que ese nuevo producto histórico, la sociedad socialista, es el resultado de múltiples relaciones culturales, políticas y sociales producidas a lo largo de la historia de la humanidad. Al reinscribirse en una formación social cuyos fi nes son centradamente colectivos y sociales, adquieren otro sentido tanto en la forma de apropiación como en la de su articulación al nuevo desarrollo económico y social.
Sin profundizar mayormente en sus aspectos teóricos, podría desprenderse del conjunto de sus escritos que hay un énfasis en el autor en destacar elementos defi nidos generalmente como condición humana. Porque “Nuestra causa es la gran causa humana”. (Mariátegui, 1994: 1727) y, por tanto, se inscribe en el conjunto de lo que la humanidad ha producido. Es decir, si bien hay textos que se detienen en los aspectos propiamente económicos, como condición a transformar dentro del modo de producción capitalista; quizá lo es más la persistencia en analizar problemas como la educación, la religión, el arte en sus diferentes expresiones, y la subjetividad, en sus múltiples direcciones ya sean psicológicas, epistemológicas, pedagógicas, morales, o políticas. De una parte, desde una crítica profunda a sus formas de expresión y de ser dentro de la sociedad capitalista, y, al mismo tiempo, desde la postulación de principios o estrategias para su realización plena dentro de una nueva sociedad. Tal vez Mariátegui este asignando un orden de prioridades dentro del cual tendría sentido la construcción de una nueva sociedad. Se podría concluir claramente, sin rodeos: no tendría sentido una nueva sociedad que se agotara en el marco de una mejor distribución de la riqueza y de mayor acceso al trabajo, y en el de un control del aparato burocrático y político del estado.
Esta nueva perspectiva destaca principalmente todo lo que concierne a la capacidad creativa y productiva del ser humano. No se trata sólo de la técnica y de la ciencia, ya de por sí importantes en una nueva funcionalidad colectiva, es una idea que va mas allá de las asociaciones que de allí se desprendan. La libertad, por ejemplo, no seria simplemente aquella que coloca el individuo en mejores relaciones para acceder al trabajo o a la propiedad colectiva, o a la participación en el ejercicio del poder político. Es el rompimiento de las cadenas que se generalizaron en el uso y abuso de la propiedad privada y de la apropiación del poder de una minoría. Es la opción de desatar la capacidad de crear de individuos, grupos y comunidades. Sin la restricción que produce la apropiación individual por un sector de la sociedad. Es, al contrario, la perspectiva de una realización humana fecundada permanentemente en la puesta en juego de reciprocidades que dan cuenta de las capacidades individuales y colectivas de una sociedad.
Por ello tendría un gran valor lo estético, tan caro a la vida intelectual de Mariátegui. No circunscrito al campo específi co del arte. Aunque si bien en deuda con todo lo que de él se puede desprender. Es el descubrimiento de la sensibilidad humana, traducida en formas de existencia social que le dan nuevos sentidos a la vida. Es lo que algunos llamarían una especie de espiritualidad. La convicción de que el acceso a la felicidad no es algo dado. Es la aceptación de que la dignifi cación de la vida humana parte de la incorporación de valores estéticos en las diferentes prácticas sociales. Por tanto, no es un mandato que se produce desde arriba, desde el centro del poder, o de las decisiones económicas; es más bien, un proceso creativo que da rienda suelta a los intereses individuales, y también a las iniciativas que colectivamente hagan de la vida social algo placentero. Por eso, la vida y el arte son concomitantes. No porque todo individuo se vuelva artista o todo artista requiera de la aceptación del conjunto de individuos o de la sociedad. Es que se trata ahora de hacer extensivos a la sociedad valores y principios atribuidos tradicionalmente, con exclusividad, a los artistas. Es quizá esto, lo que signifi ca para Mariátegui la “conquista del espíritu”. Pues encuentra que en el capitalismo esta opción es altamente limitada por cuanto una mayor parte de la población se ve abocada cotidianamente a garantizar mínimas formas de sobrevivencia. De tal manera que ni puede apropiarse o disfrutar de lo que un sector minoritario de la sociedad produce ni tiene las opciones ni garantías para poner en juego su capacidad creativa.
Para Mariátegui pesa de una manera muy fuerte el signifi cado de la tradición. No en el sentido conservador, retardatario, si no en aquél proveniente de la fuerza de una memoria histórica y cultural que deviene en la vida de los pueblos. En esa forma, productos culturales colectivos como el folclor, la danza, el canto son apropiados por los sujetos de la nueva sociedad de igual manera que los de la música, pintura, escultura, teatro, cine, o literatura cuyo origen pueda ser mucho más individual, particular, o privado. La tradición, de esta manera, es resignifi cada en la nueva sociedad y sus productos se convierten así en un factor de un mayor contenido humanista. Pues es la puesta en escena de la apropiación y usufructo colectivo de lo producido por la humanidad. De esta manera, la utopía socialista se concretaría en algo mas allá de lo que el proletariado puede asignarle desde su carácter específi co de vanguardia. Se produciría así su propia disolución en cuanto que la perspectiva marxista es la de la abolición de todo tipo de clase social, incluyendo al proletariado mismo. Aún si subsistieran sus objetivos como clase en la transformación de la sociedad no se circunscribe a su carácter de tal; al contrario, incluye en ellos los fi nes y objetivos del conjunto de la humanidad, como lo había planteado Marx.
Todo ello se encerraría en su propuesta estratégica del socialismo, a la cual como marxista no podía renunciar. Porque el socialismo “ordena y defi ne las reivindicaciones de las masas, de la clase trabajadora”. En su proceso y en sus objetivos últimos es la abolición de la explotación del hombre
Mariátegui y su revaloración de la política
por el hombre y de las formas de dominación que aniquilan las posibilidades de realización de las potencialidades humanas. No basta, entonces, la socialización de los medios de producción; se requiere de una nueva organización de la vida, de las prácticas cotidianas. Y no únicamente con lo que produzca esa nueva forma de sociedad sino también con todos aquellos elementos vitales que fueron producidos en las anteriores como signos de la sociedad futura o que rescatan valores universales de la humanidad. Lo que nos lleva a concluir que no necesariamente la transformación de las relaciones de producción conlleva la de sus precedentes étnicos ni que éstos deban ser excluidos o suprimidos para dar vida a la nueva forma de organización social. No otra cosa signifi ca su planteamiento: “El socialismo, o sea la lucha por transformar el orden social de capitalista en colectivista”. (Mariátegui, 1987: 41) Pasar del orden privado, no sólo en el acceso a la propiedad, a una vida social colectiva que garantice una equitativa distribución de los bienes de la sociedad, incluidos los culturales. Una nueva sociedad en que la vida tienda a ser digna y plenamente realizable.
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Sobre el autor
Diego Jaramillo Salgado
Oriundo de Sevilla (V) (1948).
Doctor y Magíster en Estudios Latinoamericanos, Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Licenciado en Filosofía Educación y en Filosofía Humanidades, Universidad del Valle, Cali. Profesor titular de Filosofía Política de la Universidad del Cauca entre febrero de 1977 y julio de 2008. Profesor jubilado de la misma institución. Miembro fundador del Grupo de investigación Cultura y Política.
Asesor del gobernador indígena del Cauca, Taita Floro Tunubalá. 2001-2003.
Autor de los libros:
• (1997): Las Huellas del Socialismo. Los discursos socia-listas en Colombia 1919-1929.
• (2006): (Comp.) Filosofía política: crítica y Balances.
• (2007): Satanización del socialismo y del comunismo en Colombia 1930-1953.
Mariátegui y su revaloración de la política
Autor de diversos artículos sobre los procesos de paz en Colombia, el socialismo, Resistencia comunitaria, movimientos sociales, y autores sobre el socialismo en libros, revistas nacionales e internacionales y páginas web.
Ponente y conferencista en diversos eventos académicos de Colombia y América Latina.
Colaborador en procesos de organizaciones sociales de la región.
Dictaminador de la revista convergencia de la Universidad Autónoma del Estado de México, de Toluca
Miembro del Consejo asesor internacional de la página web
Pacarina del sur
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[1] Para estas notas biográfi cas me guío, en gran parte, por las que presenta Narciso Bassols Batalla en su libro Marx y Mariátegui.
[2] Este capítulo es un desarrollo de un borrador de una conferencia expuesta en la Universidad Nacional de Medellín en el Seminario:
“Historia del Arte en América Latina”, Abril 14-15 de 1988.
[3] Laura Mercedes Simmonds fue una dirigente de izquierda y luchadora por la defensa de los derechos humanos en la región suroccidental de Colombia, quien murió a manos de sicarios anónimos en Popayán en mayo de 1994. Su asesinato, como tantos otros de luchadores por justicia y libertad, se mantiene aún en la impunidad.
Tal como lo expuse anteriormente, este capítulo es el texto publicado en Lima en el Anuario Mariateguiano de 1996, pags: 122-151.
[4] Este texto fue incluido, en el último trimestre de 2010, en la página web Pacarinadelsur que es originada en México.
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