Ciro Sotomayor creía ser un hombre de estos tiempos. Atribuía sus éxitos a su esfuerzo individual, a su visión y destrezas que estimaba superiores a las de sus semejantes, y culpaba de sus fracasos a la torpeza del prójimo, a las maquinaciones del enemigo y en última instancia a la mala suerte. Embriagado por el éxito como podía estar unos días; o cegado por los dolores como podía estar en otros, jamás se había detenido a meditar en la multitud de causas, personajes y circunstancias que coinciden en una llamada telefónica, en un encuentro callejero y vienen a trastornar la marcha normal de los eventos. Aquella noche de febrero acudió al llamado de su puerta sin sospechar que él mismo se abría al cambio más importante de sus treinta años de existencia.
El mensajero que lo buscaba abandonó la penumbra, entró en el rectángulo de luz proyectado en la vereda y le tendió la carta.
-Es de Flora Gaitán.
-¿Para mí?
-¿No es usted Ciro Sotomayor?
Aquel hombre tenía la piel tostada por el sol de las altas tierras; los ojos llameantes de quien no ha dormido en muchas noches.
-Yo no conozco a ninguna Gaitán.
-Flora Gaitán, de Ingahuasi. ¿No?
-Ah. Ingahuasi.
Ciro esperó a que el mensajero desapareciera en las tinieblas de la calle. Se acomodó luego en el único sillón de la pieza. Leería la carta y se distraería con el noticiero de las diez.
A esa hora, sin embargo, permanecía inmóvil, la carta aún en sus manos, frente a la pantalla muerta del televisor. Las imágenes convocadas por el inesperado mensaje desbordaban su pieza. Ahí estaba la imagen del padre; de la gran casa hacienda que los arrieros podían divisar muchas horas antes de llegar a ella; de los vastos naranjales que allá por los treinta llevaron orgullo a ese rincón de los Andes. Eran los recuerdos que lo habían perseguido en los salones universitarios, en el pequeño taller automotor donde finalmente lo arrinconaron las vicisitudes de los nuevos tiempos. Y sobre esas imágenes la carta martillaba su mensaje: Necesito ver a mis tres hijos. Necesito arreglar el asunto de las tierras, antes que me lleve la trampa.
Ciro Sotomayor no había acudido a los llamados del padre en los tiempos de la Reforma. Se enteró por su madre que había perdido la tierra, que había llegado a casa con una maleta en la mano y una radio en la otra. Tranquilas. Defenderé lo nuestro. –Se dirigió a su mujer y a su hija-. Es la tierra de los antepasados y es lo único que dejaré a las futuras generaciones. Tampoco acudió cuando años después logró arrancar a esa Reforma un puñado de tierras con la pretensión de heredarlas. Legaré a Marcos el potrero mayor; a Ciro la única huerta que nos queda; a Elena la casa y mi apellido. El llamado volvía a repetirse ahora, en tono de resignación. Estoy enfermo. No puedo siquiera sostener el lapicero y escribirles de mi puño.
Enfermo. Con seguridad era un capricho más del hombre que no había tenido empachos en vestir de indio y desfilar a la cabeza de sus peones para los funcionarios de la Reforma Agraria. Cuantas tretas podía esperarse de Gamaniel Sotomayor. Ciro buscó una cerveza del refrigerador, se aproximó a la ventana y desde la penumbra contempló los polvorientos avisos luminosos del barrio limeño que lo albergaba desde hacía diez años.
La segunda cerveza, sin embargo, lo animó a explorar otra alternativa. ¿Qué, si era cierto que estaba enfermo? En ese caso tendría que avisar a Helen, buscar a Marcos, encaminarse a Ingahuasi. Y por una carta. De ser así, aquel sobre barato era la trompeta de los antepasados que lo llamaban para rescatarlo del gólgota diario en que se había convertido el taller automotor. ¿Qué hacer? Unas horas de sueño aclararían la decisión.
A primera hora de la mañana, pasó por la Agencia de ómnibus, se aseguró el boleto y se dirigió al balneario de Barranco.
Helen se sorprendió de verlo tan de madrugada, pero sólo cuando dieron la segunda vuelta a la plaza entendió el objeto de la visita.
-¿Sabes? –Helen titubea una vez más, sacude la cabeza, como el nadador que con energía abandona el agua-. Es una mentira más de papá. Un delirio. ¿No se convence que nos ha perdido?
Ciro aparta la rama de un tulipán africano que obstruye la senda y Helen desciende los peldaños de piedra.
-Está enfermo, Helen –tantea Ciro-. La carta es clara.
Helen enciende un cigarrillo y lanza un chorro de humo hacia la bruma.
-Lo dijo una vez, lo dijo cien veces… Quiere hacernos viajar a Ingahuasi, quiere enarbolar sobre nosotros otra vez su dedo amenazante. Es todo.
Unos albañiles de lomo arqueado se vuelven a mirarlos desde la vereda de enfrente. Uno de ellos imita el jadeo de un perro.
-Ah, qué hombre… –suspira Helen-. ¿Por qué son así los hombres?
-Es el perfume que usas.
-Ningún perfume. Es mi aroma. Me sigue desde el colegio y me ha seguido a donde he ido. Desapareció en Alemania, borrado por el olor del miedo. Tú no sabes quién era yo en Alemania.
El eco de sus tacos resuena en el silencio de la plaza. La quejosa trompeta de un panadero turba la paz de la madrugada.
-Fui la mejor de Munich aquella temporada. Y no en un cabaret cualquiera si quieres saberlo. Mi historia alemana te llenaría de orgullo, pero tú tampoco tienes tiempo para oír historias.
Lanza los restos de su cigarrillo hacia un perro que trota por el filo de la vereda, blande la carta a la plaza vacía.
-Triunfé lejos de nuestra aldea, inventándome oraciones para darme valor, avanzando un peldaño un día, retrocediendo ese peldaño al siguiente -cierra sus ojos y humedece sus labios-. Tú no sabes. Mi vestido era azul y mi cinturón las estrellas. Las nubes se abrían a mi paso y pétalos de rosa era mi cerquillo. Munich, Alemania. Alguien escuchará mi historia completa un día.
De pronto resbala, dobla las rodillas y se apoya en Ciro. El taco de su zapato lila yace roto en la vereda.
-¡Y mira! Qué forma de comenzar el día.
Pasea la mirada en redondo, la detiene en un restaurante coronado por buganvillas.
-Tomemos algo, querido. Su rostro se ilumina-. Tenemos que cortar esta fea mañana.
-¿Un café?
-¡Qué café, ni vainas! ¡Champaña! Una botella del mejor champaña para la peruana más hermosa de Alemania.
Ciro la toma de un hombro. ¿Cuánto tiempo sin verla? Está más pálida y delgada que en sus recuerdos. La lozanía de su rostro se ha evaporado y el brillo de los veinte años ha desaparecido de su mirada. El caballete de la nariz imita con énfasis el perfil del abuelo y el pequeño mentón pregona ser un préstamo de la madre muerta. La ley de las sucesiones; a medida que pasan los años, los antepasados vuelven desde sus sepulcros a disputarse pulgada a pulgada los rostros de sus herederos.
-Yo no iré.
Ciro calla. ¿Vale la pena insistir? ¿Y para presentarla vestida en seda y tacos a la arruinada parentela de chacareros? Tal vez Helen intuye la vergüenza, tal vez sabe que el camino del retorno está empedrado de humillaciones.
-Te comprendo. Y viendo bien, tal vez es mejor que yo viaje solo.
-Inteligente muchacho.
-Pero tendré que decirle algo de tu parte, llevarle tus palabras.
Helen no escucha. Ingresa al restaurante y se acomoda en la silla desde donde puede contemplar la calle. Sólo cuando llegan la botella y las dos copas, recupera el habla.
-Yo lo creía muerto. –Paladea su trago-. ¿No pasa lo mismo contigo?
-No seas cruel…
-Somos unos huérfanos, Ciro. Nuestro padre ha muerto hace tiempo. ¿Quién te ha dicho que tienes un padre?
Sus ojos se inflaman con un súbito fuego, su sonrisa no alcanza a despegar los labios.
-Se lo diré –dice Ciro-. Le repetiré las mismas palabras.
-Si quieres… Pero puedes decirle algo mejor todavía. Sí, tendrías que decírselo. Por ejemplo decirle que estoy fuera del país. Que llevo una vida espléndida en Alemania. Puedes decirle que mi marido es un alemán y mi niña una muñeca rubia.
Cubre su rostro con la copa y le ofrece una sonrisa deformada.
-Es mejor para todos, Ciro. Recibo tu carta en mi vivero de rosas, se la muestro a mi marido. Sufro una barbaridad al saber que papá se halla enfermo.
-Helen… Elena.
-Te oigo, Cirín.
-Pon los pies en tierra.
El pie desnudo de Helen se tiende hacia las baldosas.
-¿Así?
-Hablo en serio.
-Lo pongo en serio, querido.
Ciro sacude su muñeca izquierda, se acomoda el reloj. Media hora más y su ómnibus estará partiendo a Huancayo.
-Tengo que irme. El tiempo me gana.
Helen lo toma de un brazo.
-Pisamos diferentes suelos, Ciro. Es toda la historia.
El sol ha remontado las edificaciones del otro lado de la calle y está provocando una explosión roja de gladiolos. Cede ante una pausa de margaritas y estalla en las campanillas azules que cuelgan de una malla abatida por el óxido. Un parche de luz remonta la arboleda y destella al pie de Helen.
-¿Por qué tanto apuro, Ciro?
-Debo llegar a Huancayo; buscar a Marcos.
-Marcos. Es cierto. Olvido siempre a Marcos. Lo imagino tras las rejas y cargado de cadenas.
-Eso fue en el pasado.
-Mira qué novedad. Cuántas cosas han sucedido y yo las ignoro.
-Es que quieres ignorarlas.
-Sí, puede que sí. Y tal vez es lo mejor.
-Elena.
-Estás realizando un viaje a la China, Ciro. Lo sé. Volverás con las manos vacías y maltratado.
- No estoy seguro. Marcos debe haber recibido una carta similar y tal vez ya se halle en pleno viaje.
-Eres un soñador, Cirín-. Helen levanta las manos vacías-. Estamos solos. Marcos lo sabe y lo sé yo. Sólo tú no despiertas. No quieres convencerte que estamos solos en el mundo. Y cada uno tiene que acomodarse a su manera.
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© Juliano Marques de Vasconcellos, 2007.
(Primer capítulo)
Ingahuasi
Zein Zorrilla
1
Ciro Sotomayor creía ser un hombre de estos tiempos. Atribuía sus éxitos a su esfuerzo individual, a su visión y destrezas que estimaba superiores a las de sus semejantes, y culpaba de sus fracasos a la torpeza del prójimo, a las maquinaciones del enemigo y en última instancia a la mala suerte. Embriagado por el éxito como podía estar unos días; o cegado por los dolores como podía estar en otros, jamás se había detenido a meditar en la multitud de causas, personajes y circunstancias que coinciden en una llamada telefónica, en un encuentro callejero y vienen a trastornar la marcha normal de los eventos. Aquella noche de febrero acudió al llamado de su puerta sin sospechar que él mismo se abría al cambio más importante de sus treinta años de existencia.
El mensajero que lo buscaba abandonó la penumbra, entró en el rectángulo de luz proyectado en la vereda y le tendió la carta.
-Es de Flora Gaitán.
-¿Para mí?
-¿No es usted Ciro Sotomayor?
Aquel hombre tenía la piel tostada por el sol de las altas tierras; los ojos llameantes de quien no ha dormido en muchas noches.
-Yo no conozco a ninguna Gaitán.
-Flora Gaitán, de Ingahuasi. ¿No?
-Ah. Ingahuasi.
Ciro esperó a que el mensajero desapareciera en las tinieblas de la calle. Se acomodó luego en el único sillón de la pieza. Leería la carta y se distraería con el noticiero de las diez.
A esa hora, sin embargo, permanecía inmóvil, la carta aún en sus manos, frente a la pantalla muerta del televisor. Las imágenes convocadas por el inesperado mensaje desbordaban su pieza. Ahí estaba la imagen del padre; de la gran casa hacienda que los arrieros podían divisar muchas horas antes de llegar a ella; de los vastos naranjales que allá por los treinta llevaron orgullo a ese rincón de los Andes. Eran los recuerdos que lo habían perseguido en los salones universitarios, en el pequeño taller automotor donde finalmente lo arrinconaron las vicisitudes de los nuevos tiempos. Y sobre esas imágenes la carta martillaba su mensaje: Necesito ver a mis tres hijos. Necesito arreglar el asunto de las tierras, antes que me lleve la trampa.
Ciro Sotomayor no había acudido a los llamados del padre en los tiempos de la Reforma. Se enteró por su madre que había perdido la tierra, que había llegado a casa con una maleta en la mano y una radio en la otra. Tranquilas. Defenderé lo nuestro. –Se dirigió a su mujer y a su hija-. Es la tierra de los antepasados y es lo único que dejaré a las futuras generaciones. Tampoco acudió cuando años después logró arrancar a esa Reforma un puñado de tierras con la pretensión de heredarlas. Legaré a Marcos el potrero mayor; a Ciro la única huerta que nos queda; a Elena la casa y mi apellido. El llamado volvía a repetirse ahora, en tono de resignación. Estoy enfermo. No puedo siquiera sostener el lapicero y escribirles de mi puño.
Enfermo. Con seguridad era un capricho más del hombre que no había tenido empachos en vestir de indio y desfilar a la cabeza de sus peones para los funcionarios de la Reforma Agraria. Cuantas tretas podía esperarse de Gamaniel Sotomayor. Ciro buscó una cerveza del refrigerador, se aproximó a la ventana y desde la penumbra contempló los polvorientos avisos luminosos del barrio limeño que lo albergaba desde hacía diez años.
La segunda cerveza, sin embargo, lo animó a explorar otra alternativa. ¿Qué, si era cierto que estaba enfermo? En ese caso tendría que avisar a Helen, buscar a Marcos, encaminarse a Ingahuasi. Y por una carta. De ser así, aquel sobre barato era la trompeta de los antepasados que lo llamaban para rescatarlo del gólgota diario en que se había convertido el taller automotor. ¿Qué hacer? Unas horas de sueño aclararían la decisión.
A primera hora de la mañana, pasó por la Agencia de ómnibus, se aseguró el boleto y se dirigió al balneario de Barranco.
Helen se sorprendió de verlo tan de madrugada, pero sólo cuando dieron la segunda vuelta a la plaza entendió el objeto de la visita.
-¿Sabes? –Helen titubea una vez más, sacude la cabeza, como el nadador que con energía abandona el agua-. Es una mentira más de papá. Un delirio. ¿No se convence que nos ha perdido?
Ciro aparta la rama de un tulipán africano que obstruye la senda y Helen desciende los peldaños de piedra.
-Está enfermo, Helen –tantea Ciro-. La carta es clara.
Helen enciende un cigarrillo y lanza un chorro de humo hacia la bruma.
-Lo dijo una vez, lo dijo cien veces… Quiere hacernos viajar a Ingahuasi, quiere enarbolar sobre nosotros otra vez su dedo amenazante. Es todo.
Unos albañiles de lomo arqueado se vuelven a mirarlos desde la vereda de enfrente. Uno de ellos imita el jadeo de un perro.
-Ah, qué hombre… –suspira Helen-. ¿Por qué son así los hombres?
-Es el perfume que usas.
-Ningún perfume. Es mi aroma. Me sigue desde el colegio y me ha seguido a donde he ido. Desapareció en Alemania, borrado por el olor del miedo. Tú no sabes quién era yo en Alemania.
El eco de sus tacos resuena en el silencio de la plaza. La quejosa trompeta de un panadero turba la paz de la madrugada.
-Fui la mejor de Munich aquella temporada. Y no en un cabaret cualquiera si quieres saberlo. Mi historia alemana te llenaría de orgullo, pero tú tampoco tienes tiempo para oír historias.
Lanza los restos de su cigarrillo hacia un perro que trota por el filo de la vereda, blande la carta a la plaza vacía.
-Triunfé lejos de nuestra aldea, inventándome oraciones para darme valor, avanzando un peldaño un día, retrocediendo ese peldaño al siguiente -cierra sus ojos y humedece sus labios-. Tú no sabes. Mi vestido era azul y mi cinturón las estrellas. Las nubes se abrían a mi paso y pétalos de rosa era mi cerquillo. Munich, Alemania. Alguien escuchará mi historia completa un día.
De pronto resbala, dobla las rodillas y se apoya en Ciro. El taco de su zapato lila yace roto en la vereda.
-¡Y mira! Qué forma de comenzar el día.
Pasea la mirada en redondo, la detiene en un restaurante coronado por buganvillas.
-Tomemos algo, querido. Su rostro se ilumina-. Tenemos que cortar esta fea mañana.
-¿Un café?
-¡Qué café, ni vainas! ¡Champaña! Una botella del mejor champaña para la peruana más hermosa de Alemania.
Ciro la toma de un hombro. ¿Cuánto tiempo sin verla? Está más pálida y delgada que en sus recuerdos. La lozanía de su rostro se ha evaporado y el brillo de los veinte años ha desaparecido de su mirada. El caballete de la nariz imita con énfasis el perfil del abuelo y el pequeño mentón pregona ser un préstamo de la madre muerta. La ley de las sucesiones; a medida que pasan los años, los antepasados vuelven desde sus sepulcros a disputarse pulgada a pulgada los rostros de sus herederos.
-Yo no iré.
Ciro calla. ¿Vale la pena insistir? ¿Y para presentarla vestida en seda y tacos a la arruinada parentela de chacareros? Tal vez Helen intuye la vergüenza, tal vez sabe que el camino del retorno está empedrado de humillaciones.
-Te comprendo. Y viendo bien, tal vez es mejor que yo viaje solo.
-Inteligente muchacho.
-Pero tendré que decirle algo de tu parte, llevarle tus palabras.
Helen no escucha. Ingresa al restaurante y se acomoda en la silla desde donde puede contemplar la calle. Sólo cuando llegan la botella y las dos copas, recupera el habla.
-Yo lo creía muerto. –Paladea su trago-. ¿No pasa lo mismo contigo?
-No seas cruel…
-Somos unos huérfanos, Ciro. Nuestro padre ha muerto hace tiempo. ¿Quién te ha dicho que tienes un padre?
Sus ojos se inflaman con un súbito fuego, su sonrisa no alcanza a despegar los labios.
-Se lo diré –dice Ciro-. Le repetiré las mismas palabras.
-Si quieres… Pero puedes decirle algo mejor todavía. Sí, tendrías que decírselo. Por ejemplo decirle que estoy fuera del país. Que llevo una vida espléndida en Alemania. Puedes decirle que mi marido es un alemán y mi niña una muñeca rubia.
Cubre su rostro con la copa y le ofrece una sonrisa deformada.
-Es mejor para todos, Ciro. Recibo tu carta en mi vivero de rosas, se la muestro a mi marido. Sufro una barbaridad al saber que papá se halla enfermo.
-Helen… Elena.
-Te oigo, Cirín.
-Pon los pies en tierra.
El pie desnudo de Helen se tiende hacia las baldosas.
-¿Así?
-Hablo en serio.
-Lo pongo en serio, querido.
Ciro sacude su muñeca izquierda, se acomoda el reloj. Media hora más y su ómnibus estará partiendo a Huancayo.
-Tengo que irme. El tiempo me gana.
Helen lo toma de un brazo.
-Pisamos diferentes suelos, Ciro. Es toda la historia.
El sol ha remontado las edificaciones del otro lado de la calle y está provocando una explosión roja de gladiolos. Cede ante una pausa de margaritas y estalla en las campanillas azules que cuelgan de una malla abatida por el óxido. Un parche de luz remonta la arboleda y destella al pie de Helen.
-¿Por qué tanto apuro, Ciro?
-Debo llegar a Huancayo; buscar a Marcos.
-Marcos. Es cierto. Olvido siempre a Marcos. Lo imagino tras las rejas y cargado de cadenas.
-Eso fue en el pasado.
-Mira qué novedad. Cuántas cosas han sucedido y yo las ignoro.
-Es que quieres ignorarlas.
-Sí, puede que sí. Y tal vez es lo mejor.
-Elena.
-Estás realizando un viaje a la China, Ciro. Lo sé. Volverás con las manos vacías y maltratado.
- No estoy seguro. Marcos debe haber recibido una carta similar y tal vez ya se halle en pleno viaje.
-Eres un soñador, Cirín-. Helen levanta las manos vacías-. Estamos solos. Marcos lo sabe y lo sé yo. Sólo tú no despiertas. No quieres convencerte que estamos solos en el mundo. Y cada uno tiene que acomodarse a su manera.
jueves, 4 de junio de 2009
ZEIN ZORRILLA : FRAGMENTO DE LA OBRA CARRETERA AL PURGATORIO
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