jueves, 26 de noviembre de 2009

Manifiesto Comunista y la batalla en los cerebros

EDGAR BOLAÑOS
BOG TACNA COMUNITARIA




Se puede escribir bellas páginas literarias. La Divina Comedia de Dante o Fausto de Goethe son obras que perdurarán en el tiempo por su expresiva belleza y la sensibilidad del tempo de los autores. Pero obras que, pese a los siglos transcurridos, mantengan vivo su pragmatismo son muy contadas en la vastísima estantería planetaria. Una de esas obras es el Manifiesto del Partido Comunista de Karl Marx y Friedrich Engels. Panfleto genial, contestatario y propagandístico. Es una obra con mucha vida, como pocas: secuestros, persecución oficial, lecturas clandestinas, ediciones hológrafas que provocan encendidos debates, variopintas exégesis y abundantes comentarios. Sea como fuere es una obra en la que siempre hay algo nuevo que descubrir. Sus generalizaciones totalizadoras tienen vida a través de los detalles histórico-concretos de una eficacia más persuasiva que exacta. Su fuerza brota, según Siegfried Landshut, de la efectividad de “un lenguaje que une la sintética rigurosidad de una orden con la infalible certeza de una demostración matemática, y cuyo arrebatador patetismo no procedía tanto del empleo de grandes palabras como del poder de la inexorable coherencia de los hechos desplegados.”[1] Obra singular en la que su arquitectura conceptual, se pone a prueba día a día en la actualidad de sus argumentos que sobrepasa el curso inexorable de los calendarios.



El Manifiesto Comunista sale a la venta en simultáneo con el estallido de la revolución de febrero de 1848. Se cierra un ciclo de la historia política europea que se había iniciado en la revolución francesa de 1789. Y se abre otro ciclo en el escenario de la lucha de clases. El tiempo en cuestión presenta en sociedad a un nuevo actor político junto a una intelectualidad que ya le es orgánica: el proletariado revolucionario.



Marx y Engels, en el segundo congreso de la Liga de los comunistas, el 29 noviembre de 1847, reciben el encargo de redactar el Manifiesto. En sesenta días, entre diciembre y febrero, escriben 23 páginas que definen en líneas generales el plan estratégico de la clase obrera. Posteriormente, montañas de papel se han impreso en casi todos los idiomas para comentar o cuestionar las 23 páginas del Manifiesto. Ayer como hoy, lecturas diferentes, con fines siempre prácticos, se han inspirado en esas polémicas páginas. El debate sobre el nombre del polémico opúsculo conduce a otro no menos polémico sobre la denominación del partido proletario. En toda crisis del socialismo, necesaria e inevitablemente, las miradas se vuelcan hacia el Manifiesto del Partido Comunista. Hoy no puede ser de otro modo.



Una mirada retrospectiva, en el siglo de la globalización de los mercados, revela detalles poco conocidos sobre el porqué de las decisiones de fines de 1847. Podemos decir, sin lugar a equívoco, que la elaboración y publicación del Manifiesto Comunista fue un paso fríamente calculado por los fundadores del socialismo proletario. El producto caía de maduro[2]. En una carta circular que en febrero de 1847 dirigió el Comité Central de la Liga de los Justicieros a sus miembros, se señala: “…deberá procederse a redactar una breve profesión de fe comunista que se imprima en todos los idiomas europeos y se difunda por todos los países”. Líneas abajo se resumen los objetivos de la profesión de fe que Marx convertiría en Manifiesto: “1º ¿Qué es comunismo y qué pretenden los comunistas? 2º ¿Qué es socialismo y qué pretenden los socialistas? 3º ¿De qué modo puede instaurarse el comunismo lo más rápida y fácilmente posible?”[3] El proyecto fue largamente meditado por Marx y, su introducción en el mercado, fue estudiada en sus mínimos detalles.



Marx y Engels se adelantan un siglo a la “ciencia del Marketing”. La aparición de los grandes almacenes, en la segunda mitad del siglo XX, coloca al potencial comprador en la disyuntiva de escoger el producto directamente de la estantería lo que hace necesario incrementar su atractivo a través de su diseño gráfico y estructural (presentación del producto). Es decir, la mercancía debe actuar por sí misma, debe auto posicionarse en la mente del potencial “comprador”. ¿De qué modo puede instaurarse el comunismo lo más rápida y fácilmente posible? Se pregunta Karl Marx en 1847. La respuesta es el Manifiesto del Partido Comunista. Respuesta que tiene dos aspectos: en la forma de promocionarlo entre los potenciales usuarios y en la demostración (exposición), clara y precisa, de la dialéctica inevitable de la historia. Forma y contenido se dan la mano para que el producto cumpla su función: posicionarse en el cerebro de los trabajadores. Umberto Eco en el 150 aniversario del Manifiesto dice que esa obra “es un texto formidable que alterna tonos apocalípticos e ironía, eslóganes eficaces y explicaciones claras, y que (…) debería ser religiosamente estudiado en las escuelas para publicistas.”[4] Y tiene muchísima razón. El Manifiesto es el primer opúsculo donde se aplica coherentemente las leyes de la mercadotecnia; asimismo, la definición de los productos histórico-naturales (p. e. las clases) y la imagen espacial de los personajes, crea un relato verosímil que la publicidad frecuentemente utiliza.



La primera edición del Manifiesto del Partido Comunista data de febrero de 1848. Su publicación tiene una honda significación para el movimiento proletario. Marca el inicio de la ofensiva ideo-política contra el dominio burgués en la mente de los trabajadores. Es la batalla por erradicar el ideísmo filosófico de la cabeza de los explotados. Es la batalla por hacer prevalecer la dialéctica como método de análisis. Es la batalla por establecer el principio de lucha de clases como método de lucha. Es la batalla por la hegemonía proletaria en el cerebro de los trabajadores del campo y la ciudad. Es una guerra donde el enemigo es el liberalismo burgués y el territorio a conquistar es el cerebro de hombres y mujeres. Así se inicia la primera gran batalla entre capital y trabajo.



En 161 años, burguesía y proletariado, han protagonizado mil un combates. Las derrotas de la clase obrera fueron la base de los éxitos de ayer. Hoy no es diferente. Los reveses temporales obligan a una intensa revisión de métodos y conceptos. El marxismo, en el curso de los últimos noventa años, se ha interrogado a sí mismo, se ha preguntado sobre su naturaleza, su dinámica, su historia y sus propios conceptos. La crisis del marxismo, sí de tal crisis podemos hablar, básicamente está en el corazón mismo de la teoría; es decir, en su práctica revolucionaria, y hablar de su práctica es hablar del movimiento socialista o comunista. En este punto cabe una precisión que, muchas veces por obvia, se presta a confusión. Una cosa es socialismo y otra cosa es marxismo. El socialismo es la experiencia, es la práctica social, es el movimiento político que lucha por construir un nuevo orden. El marxismo es la teoría que brota de la experiencia y se supera en la experiencia. Las diferencias no niegan la relación pero no son idénticos. El marxismo es una teoría que avanza a través de las crisis y, se puede decir, que el marxismo siempre está en crisis. La clase obrera, en los conflictos de clases, con frecuencia se encuentra en “callejones sin salida”. ¡Y carece de respuestas! Lo cuál no es nada extraño, es su manera de avanzar. El hombre progresa superando o rodeando los obstáculos. Sin inconvenientes (o crisis) no hay posibilidad de avanzar. El desarrollo se produce a través de rupturas o cambios bruscos en la rutina del día a día. Así se hace camino al andar.



El socialismo, como lucha del proletariado contra la burguesía, por su forma aunque no por su contenido, es primeramente una lucha nacional. El marxismo como teoría no tiene nacionalidad, su método es universalmente válido. El socialismo, como movimiento histórico mundial, se desarrolla a través de sus concreciones histórico-nacionales. Y, sí tenemos que precisar, es el socialismo de la II y III Internacional el que está en crisis. Pero, no se trata dice Oscar del Barco[5], de superar la crisis sino de fomentar un movimiento y un pensamiento que viva, se desarrolle y triunfe en la crisis[6], vale decir, en la permanente transformación de la sociedad, de las clases, de sus luchas y compromisos, de las cambiantes condiciones globales y particulares. Marx en el Manifiesto tiene frases de admiración hacia el capitalismo. Nos dice que, a diferencia de todos los modos de producción anteriores, el capitalismo en su dinámica interna es revolucionario, no cesa de trastornar todas las relaciones sociales, incluidas las que él mismo crea. Y ese es un problema poco entendido o, peor aún, malentendido por una ortodoxia anclada en el pasado o menospreciado por un empirismo que todo lo sabe y no sabe nada. La ortodoxia “marxista” petrifica el movimiento de la sociedad, se queda anclado en la fotografía del capitalismo de Marx o de Lenin, se queda atrapado en la mirada de Mariátegui; el doctrinarismo pretende acomodar las nuevas realidades en los estereotipos del pasado pero la movilidad de la cosa capitalista no se deja encerrar en los viejos esquemas intelectuales. Marx nunca ambicionó elaborar una filosofía o una teoría suprasocial; todo lo contrario, sólo se propuso descubrir las tendencias ingénitas de la organización humana que, como todas las tendencias, está en contradicción con tendencias opuestas y no puede realizarse si no es por medio de la lucha de clases.



José Carlos Mariátegui tenía muy claro que el conflicto entre obreros y burgueses es una guerra que se libra fundamentalmente en el cerebro de los trabajadores. Años después de la publicación del Manifiesto, comentando episodios de la primera guerra, constata que “los más hondos críticos de la guerra mundial piensan que la victoria fue una obra de estrategia política y no una obra de estrategia militar. Los factores psicológicos y políticos tuvieron en la guerra más influencia y más importancia que los factores militares. Adriano Tilgher escribe que la guerra fue ganada ‘por aquellos gobiernos que supieron conducirla con una mentalidad adecuada, dándole fines capaces de convertirse en mitos, estados de ánimo, pasiones y sentimientos populares’.”[7] ¡Qué duda cabe! Las guerras se ganan en los cerebros. Las ideas quebrantan las fuerzas del adversario más eficazmente que miles de tanques. Los bolcheviques en octubre de 1917 demostraron que es posible arrebatarle el poder a la burguesía con el poder de la palabra. Los ríos de sangre brillaron por su ausencia. Casi diez millones de personas habían perecido en las trincheras de la I guerra mundial. Los bolcheviques consumaron la gran revolución con sólo un costo de diez víctimas (según testigos hostiles, como los embajadores occidentales en Petrogrado). Los argumentos, la persuasión, pesaron tanto como la violencia de la palabra, como la energía del verbo, como la amenaza del número abrumador de obreros y soldados dispuestos a recurrir a la violencia. ¡Todo el poder a los soviets!, fue la voz de orden.



Las guerras se libran en los cerebros. Esta percepción no es nueva en los rangos del marxismo. Ya en el Manifiesto del Partido Comunista encontramos este enfoque liberador de las cadenas ideológicas[8]. El maestro Mariátegui lo empleó en el proceso de constitución del Partido Socialista del Perú. Ahora entendemos que el Manifiesto fue deliberadamente elaborado para un segmento del mercado de conciencias: la clase obrera. Como producto nuevo, proyectado para desplazar el posicionamiento del antiguo modo de pensar, tuvo que construir sus propios canales de distribución y venta. Y, como es natural, todo producto nuevo tiene que enfrentar dificultades para prevalecer sobre sus potenciales competidores. Las nuevas ideas del Manifiesto entran en conflicto con el viejo modo de pensar. Lo más difícil en el mundo es cambiar una manera de pensar. El punto de vista rutinario vuelve tozudo al feligrés de un viejo o nuevo orden. Cierra las puertas del entendimiento bajo siete candados. Se resiste al cambio. El hombre rutinario, el hombre enajenado, vive atado al pasado. Se auto impone obstáculos a su propia emancipación. Siglos de sujeción a las reglas de la propiedad privada no se pueden borrar de la noche a la mañana. Apenas el niño inicia el proceso de aprendizaje en la cuna se van fijando conceptos de lo mío y lo tuyo. Nace, vive y muere habituado al lenguaje y la práctica de la propiedad privada. Toda una vida encasillado en conceptos símbolo le impide entender fácilmente que los conceptos son variables como cambiante es el mundo. La rutina vuelve, al hombre común o al dirigente político, celoso guardián de la ortodoxia (económica, política o religiosa). El doctrinario, como los guardianes de la pureza del “santo convento”, pretende ajustar la vida real en la imagen que se ha creado de ella. No admite que las circunstancias concretas no se acomoden a su propio modelo o esquema dogmático del curso histórico. La dialéctica objetiva es encerrada en el corsé de una idea muerta, en las anteojeras del pasado. Se pretende sustituir el mundo real por la visión de un mundo artificial, irreal, creado por la imaginación. La teoría marxista no se sustenta sobre un cuadro de clases sociales fijas, estáticas, inamovibles. La razón es que no tiene por objeto recomponer ese cuadro – ¡no toma fotografías de la historia social! –, a la manera de cualquier arqueología; por el contrario, su objetivo es analizar el antagonismo mismo, descubrir las tendencias en su evolución, en su transformación histórica, y en consecuencia explicar la necesidad de estos cambios en la estructura de las clases sociales, permanentemente impuestos por el desarrollo del capital.



El hombre se resiste al cambio. No se puede cambiar la mente a fuerza de golpes. El látigo verbal de quienes reaccionan quizá con exceso contra los que no se deciden a seguir, sin reservas, la misma vía[9] es contraproducente. Vanos son argumentos como: “Quienes no comprenden este trabajo previo, o quienes lo desprecian y rechazan sin presentar su propia labor, se automarginan solos con su eterno «de qué se trata para oponerme» o con el lastre feudal del «no hay peor enemigo que el del oficio», expresiones de la mediocridad del medio”; en todo caso, éstas expresiones indican la impotencia del sujeto. Y es que cambiar la mente es un proceso que tiene con frecuencia un efecto contrario. Tiende a reforzar una opinión que existía previamente o, mejor dicho, activa la coraza que lo protege de agentes ideológicos extraños a su formación. Subjetivamente está anclado al pasado; pero, objetivamente la fuerza de los hechos lo impulsa al cambio. El instinto de vida pertenece al presente-futuro. El “instinto de muerte” es parte del pasado-presente. Pero, el futuro siempre se impone al pasado. En 1848, cuando Marx y Engels publicaron el Manifiesto, la vida era representada por el rótulo comunista. Ese era el trasfondo de la revelación de Engels: “cuando apareció no pudimos titularle Manifiesto Socialista.”[10] Se trataba de aprovechar o tomar ventaja de las ideas, conceptos y tendencias, que se encuentran escondidos en la mente del sector más radical de la clase obrera europea de 1848. Pero, ¿qué ideas estaban escondidas en el cerebro de los trabajadores de aquél entonces? No otras que aquél comunismo instintivo[11] que menciona Engels y que inclina la decisión de 1848. Esto explica que el Manifiesto no apareciera como obra de la Liga de los comunistas sino de “una organización por entonces inexistente: un «Partido Comunista». Parte de la sorpresa se disipa cuando se tiene en consideración que, a mediados del siglo XIX, en un período previo al surgimiento del sistema de partidos políticos moderno, un partido constituía una orientación ideológica más o menos definida, y no una organización dotada de fines políticos específicos.”[12]



A Marx y Engels les toca vivir la adolescencia del capitalismo.[13] Los mercados florecían y, los hombres, no podían dejar de percibir que el destino de un producto nuevo depende de una correcta estrategia de mercado. En el capitalismo todo es enajenable incluido el propio hombre. Pero, la enajenación es un problema cerebral que responde a una realidad concreta. Cualquier mercancía para ser vendible debe ser deseada; es decir, tiene que ser subjetivamente aceptada. Debemos preguntarnos, entonces, ¿qué es una mercancía?[14] El sentido común responde a la pregunta de la siguiente manera: todo lo que se puede vender o comprar. Error dicen Al Ries y Jack Trout[15]. Mercancía no es aquello que se vende sino aquello que se desea comprar. Esa es la paradoja de la mercancía que para su poseedor no son valores de uso y para sus no poseedores son valores de uso. En efecto, el producto ideal es el que está en la mente del consumidor. Un nuevo producto necesariamente debe lograr posicionarse en el mundo subjetivo o el subconsciente del potencial consumidor. La limitación de la Liga de los comunistas, como fórmula organizativa, que constreñía el ámbito de acción a los miembros de aquélla organización, fue superada por Marx y Engels con la aparición del Manifiesto como obra de un Partido Comunista inexistente.



Marx y Engels, en 1848, se preguntan ¿cómo denominar el Manifiesto de la Liga de los Comunistas? En ese momento la conveniencia o inconveniencia de una u otra denominación del Manifiesto de la Liga de los comunistas estaba vinculada al contenido programático del producto (Manifiesto) que tenía que adaptarse en la forma (etiqueta de presentación) al objetivo estratégico: la conquista de la clase obrera. Esto es, la táctica y estrategia para posicionarse (apoderamiento) en la mente, primero en el segmento más avanzado y, luego, en el conjunto de la clase obrera. Se trata de llegar con la menor resistencia al cerebro de los simpatizantes de un “comunismo instintivo”. (Recuérdese: la Liga de los Comunistas, está “organizada como sociedad secreta de propaganda”[16]; y, el Manifiesto que comienza a distribuirse paralelamente a la revolución de febrero, es el programa del Estado Mayor del sector más radical de la clase obrera europea en la primera gran batalla entre burguesía y proletariado.) Ahora bien, en el argot del marketing, los conceptos socialismo y comunismo pueden ser considerados como ideas tácticas o ángulos competitivos. Así, en la disyuntiva entre socialismo y comunismo, como etiqueta del producto, concluye Engels: “para nosotros no podía haber duda alguna sobre cuál de las dos denominaciones procedía elegir.”[17] En ese momento lo que representaba el objetivo estratégico (clase obrera) era el rótulo comunista. La conclusión que brota de estas discusiones es que las denominaciones, etiquetas o rótulos, de las organizaciones (o productos mercantiles) obedecen a consideraciones tácticas antes que estratégicas. Sin embargo, bien sabido es que una táctica necesita una estrategia para ser exitosa. Ese es el problema de un clavo – dicen Al Ries y Jack Trout – que, para ser efectivo, necesita un martillo porque el proceso de clavar (una idea) involucra a clavadores (militantes) y un blanco de la acción (clase trabajadora). Así la idea táctica (Manifiesto) es al clavo como la organización (Liga de los comunistas) es al martillo. La sincronización del martillo con el clavo pone en movimiento la maquinaria de posicionamiento (plan estratégico). Revísese el plan estratégico de Mariátegui y se comprobará que el equipo de Amauta cumple la función de martillo y las ideas de Amauta las de clavo. Así se pone en marcha la sinfonía inconclusa de la clase obrera peruana.



Si la táctica dicta la estrategia, el nombre del partido de la clase obrera no puede ser permanente, está sujeto a los vaivenes de la lucha de clases y al desarrollo de la conciencia política de la clase obrera. En 1894, Engels hace el siguiente comentario: “Pero los nombres de los verdaderos partidos políticos nunca son absolutamente adecuados; el partido se desarrolla y el nombre queda.”[18] Pues sí, la experiencia lo prueba: los partidos evolucionan o involucionan y el nombre queda para los archivos de la historia política. En tiempos de Marx y Engels, el nombre de la organización va desde Comité de correspondencia comunista, Liga comunista, Partido comunista (usado sólo como título del Manifiesto), Asociación Internacional de los Trabajadores, Partido Socialdemócrata, Partido Socialista. Pero, ¿por qué Marx y Engels no promovieron, después del Manifiesto, la fórmula comunista como nombre de la organización proletaria? ¿No será porque los procesos tienen que cumplirse? Después del fracaso de la revolución de 1848, la revisión de métodos y conceptos, se pone a la orden del día. Toda rebelión es un acto material que se gesta en el cerebro de los hombres. Como idea fuerza sigue las reglas de la teoría del conocimiento y el conocimiento no salta etapas. Thomas Kuhn en su obra La estructura de las revoluciones científicas[19], dice que el desarrollo de la ciencia (pensamiento o conciencia) no se produce por acumulación de información sino por derrumbamientos (anomalías en términos de Kuhn) y reconstrucciones; vale decir, los humanos tomamos conciencia a través de los reveses temporales, de las derrotas, de los cabezazos contra los muros de la realidad, de los tropezones que nos obligan a rupturas con los viejos paradigmas. La lucha por la vida nos arrastra a la conciencia comunista que sólo puede ser resultado de un proceso histórico-natural. La clase obrera se eleva de la conciencia espontánea a la conciencia política en el fragor de la lucha de clases, decían los bolcheviques. Y sólo en el siglo de Lenin se dan las condiciones para que, en ruptura con la estrategia política de la socialdemocracia (cretinismo parlamentario), la clase obrera haga uso de la etiqueta comunista.



Marx y Engels, en sus 47 años de militancia en el movimiento obrero desde el Manifiesto, no vuelven a promover el concepto comunista como nombre de la organización. Y, sin embargo, en todos sus principales documentos no renuncian a presentar su posición como un punto de vista comunista. Étienne Balibar llega a la conclusión que, para Marx y Engels, es una concesión el uso del “nombre «socialista» (y con mayor razón de «socialdemócratas»).”[20] Pero, allí está el pero, es decir, la discrepancia entre la declaración de Engels de 1890, en el Prefacio a la edición Alemana de 1890 del Manifiesto Comunista, (“Y, sin embargo, cuando apareció no pudimos titularle Manifiesto Socialista.”); y, la de 1894, en Temas internacionales del Estado popular, (“Para Marx y para mí era, por tanto, sencillamente imposible emplear, para denominar nuestro punto de vista especial, una expresión tan elástica. En la actualidad, la cosa se presenta de otro modo, y esta palabra [«socialdemócrata»] puede, tal vez, pasar [mag passieren], aunque sigue siendo inadecuada [unpassend] para un partido cuyo programa económico no es un simple programa socialista en general, sino un programa directamente comunista”.[21]). ¿Cómo entender la aparente oposición entre ambas declaraciones de Engels? Cuando publicaron la primera edición del Manifiesto, unas semanas antes de la revolución de febrero contra el aumento de las prácticas capitalistas, la clase obrera estaba compuesta, en su mayoría, por un conjunto abigarrado de artesanos, semiproletarios y obreros. Después de la derrota 1848, la Liga de los Comunistas fue disuelta en 1852. Toda derrota de la clase obrera siempre ha significado un retroceso temporal. Pero sólo temporal, porque la historia avanza “en espiral, corrigiendo y superando los errores y deformaciones del pasado y promoviendo nuevos escenarios para que en ellos libren sus luchas los pueblos.”[22] En 1864 cuando se fundó la Asociación Internacional de los Trabajadores –recuerda Engels– no se podía, “partir de los principios expuestos en el «Manifiesto». Debía tener un programa que no cerrara la puerta a las tradeuniones inglesas, a los proudhonianos franceses, belgas, italianos y españoles, y a los lassalleanos alemanes. Este programa —el preámbulo de los Estatutos de la Internacional— fue redactado por Marx con una maestría que fue reconocida hasta por Bakunin y los anarquistas. Para el triunfo definitivo de las tesis expuestas en el «Manifiesto», Marx confiaba tan sólo en el desarrollo intelectual de la clase obrera, que debía resultar inevitablemente de la acción conjunta y de la discusión.”[23] Pues sí, el desarrollo intelectual o la conciencia política no brota espontánea en los cerebros de los trabajadores, debe ser cultivada. La acción conjunta y la discusión es el vivero de nuevos cuadros. La interacción entre acción conjunta y discusión es el caldo de cultivo donde se gesta la ruptura con el pensamiento burgués. Acción conjunta equivale a lucha de clases y discusión a formación teórico-política. Para Marx, el desarrollo de la conciencia, es un proceso histórico-natural que no se puede imponer o forzar. Dado el desarrollo colosal de la gran industria en los cuarenta y seis años posteriores a la publicación del Manifiesto, y con éste, de la organización del partido de la clase obrera, se entiende la disconformidad de Engels, respecto a la denominación de la organización, esos términos habían envejecido en 1894. Había que elaborar una táctica y estrategia que respondiera a las nuevas condiciones de Alemania de fin de siglo (XIX). Había que dar a luz “un estatuto organizativo y un nuevo programa del partido que correspondiesen al grado de madurez política e ideológica alcanzado en la época de la ley antisocialista.”[24]



Marx en el Manifiesto Comunista y la Crítica del Programa de Gotha, sostiene que sólo el comunismo es una sociedad sin clases, una sociedad en la que ha desaparecido toda forma de explotación. En oposición, el capitalismo es la última forma histórica posible de relaciones de explotación, esto quiere decir “que sólo las relaciones sociales comunistas, en la producción y en el conjunto de la vida social, son realmente antagónicas con las relaciones capitalistas.”[25] Para Marx era absolutamente claro que entre capitalismo y comunismo existe un periodo de transición. En ese periodo coexisten dos mundos, dos economías, dos políticas, dos psicologías que pugnan una por sobrevivir y otra por edificar un nuevo orden sobre los escombros de la otra. Del mismo modo, en nuestras cabezas contienden dos mundos, el mundo de la burguesía con todos sus vicios y placeres; y, el mundo del proletariado con todas sus limitaciones y sus esperanzas. La oposición y lucha entre esos dos mundos determina la necesidad de la dictadura del proletariado que abarca todo el periodo de transición al comunismo. A ese periodo se le conoce como socialismo.



El socialismo es un movimiento de hombres contra hombres (lucha de clases), de intereses contra intereses (lucha económica) y de ideas contra ideas (lucha ideológica), hasta el último soplo de vida de la contradicción burguesía – proletariado. El socialismo es la última revolución política contra otra revolución política que ha cesado de ser útil pero que se resiste a perecer. La democracia proletaria enfrenta a la democracia burguesa en la batalla final de nuestra época. El socialismo es la etapa de demolición del capitalismo y, al mismo tiempo, de construcción del comunismo. Esa es la razón que Engels en 1894 distinga en la cuestión programática el socialismo y el comunismo: “no es un simple programa socialista en general, sino un programa directamente comunista”.



El comunismo (o humanismo) es la superación total del Estado y, por consiguiente, de toda forma de democracia. El humanismo es una meta política final y, sin embargo, es la negación de toda política. La clase obrera es una masa inofensiva sin conciencia de su fuerza como clase. Pero, ¿de dónde proviene la fuerza del proletariado? ¿Será acaso de la lucha de clases? Pues sí, su fuerza viene del principio de clase. El proletariado tiene como objetivo final la eliminación de todo antagonismo de clase; y, sin embargo, hasta el último instante de su existencia, la única arma que garantiza el éxito en su titánica empresa es el principio de clase. La clase obrera extrae su fuerza de su método de lucha que, además, da sentido a su existencia como clase social. En la URSS, esta importante precisión leninista no fue seguida por sus continuadores. En una sociedad post-capitalista, la clase social básica la constituyen los trabajadores y el socialismo es asunto de la clase obrera no de una burocracia. La burocracia busca seguridad para sí misma y estabilidad para el aparato estatal del cuál depende, por lo mismo, está interesada en prolongar el status de los trabajadores. Karl Marx a los 32 años tuvo clara esa disyuntiva en la construcción del socialismo. En 1840 sostuvo que “la emancipación de la clase obrera debe ser obra de la clase obrera misma”.



Si la meta es el humanismo, el socialismo será un largo periodo de transformaciones en la historia política. En ese período, el ajuste de cuentas definitivo con la propiedad privada y sus subproductos (Clases-Estado-Política), es la tarea fundamental. Esa es la razón que el socialismo no sea otra cosa que la dictadura del proletariado. La dictadura del proletariado, prepara el terreno para el nacimiento de un nuevo orden: sin democracia, sin gobierno de los hombres, sin antagonismos de clase, sin aparatos burocráticos, sin ejércitos, sin discriminaciones de raza o sexo. Con el comunismo se comenzará a escribir la historia humana quedando como un simple recuerdo la historia política de los pueblos. Al respecto algunos jóvenes, sostienen que “el partido comunista nacerá en plena construcción del estado socialista, para que oriente las tareas hacia la sociedad comunista”. ¿Será cierto?



Sostener el orden establecido o cuestionar el orden vigente, es función de los partidos políticos. La función de un partido burgués en el llano es oponerse (protesta) al partido que administra el poder. La función de un partido obrero en el llano es cuestionar el orden establecido (contestatario). La función de un partido burgués en la cima del poder es defender el orden jurídico. La función de un partido obrero en la cima del poder es destruir todo poder político, incluido el propio. Los partidos, sea cuál fuere su denominación o filiación de clase, son criaturas del capitalismo. Las organizaciones políticas de la clase obrera, en una sociedad regida por el mercado, necesaria e inevitablemente, deben competir por la hegemonía en el cerebro de los trabajadores. El comunismo es la negación de la competencia. Pero, los partidos comunistas no pueden sustraerse de la competencia y, para eliminar toda rivalidad económica o política, tienen que seguir las reglas de la competitividad. Esa es la lógica del marketing de la política que Mariátegui la tuvo muy presente.



José Carlos Mariátegui, en las editoriales de la revista Amauta, nos reveló cuán dinámica y cambiante es la sociedad y, por ende, la conciencia del hombre. En la primera editorial señaló el Perú es un país de rótulos y de etiquetas. Dos años después en Aniversario y Balance, escribe: nueva generación, nuevo espíritu, nueva sensibilidad, vanguardia, izquierda, renovación, todos esos términos han envejecido. Él entendía que lo que funcionó en el pasado no tenía por qué funcionar dos años después. Comprendía que el nombre de la organización no solo debe distinguirse entre sus iguales sino debe cautivar el subconsciente de la potencial clientela. (La marca de un producto cumple la función de concentrar la atención de los usuarios: es el gancho del que se cuelgan los promotores para penetrar en la mente de los consumidores.) José Carlos propuso Partido Socialista, como nombre de la organización de obreros y campesinos; pero, la tendencia de la época empujaba hacia la etiqueta Comunista. Los vientos de la historia soplaban hacia el Kremlin. Ir contracorriente es tarea de titanes que exige preparación y tiempo, y tiempo fue precisamente lo que le faltó al maestro. La tendencia de la época se inclinaba por la denominación comunista y, sus continuadores, pese a la adicción hacia la III Internacional son los herederos buenos, mediocres o malos de la obra de José Carlos Mariátegui.



Antonio Gramsci en el siguiente pasaje observa la paradoja de los partidos que niegan a los partidos: “Los «partidos» pueden presentarse bajo los nombres más diversos, aún con el nombre de anti-partido y de «negación de los partidos». En realidad, los llamados «individualistas» son también hombres de partido, sólo que desearían ser «jefes de partido» por la gracia de Dios o por la imbecilidad de quienes lo siguen.”[26] El anarquismo, como movimiento político, es la negación de la autoridad y, por ende, de los partidos; sin embargo, en la práctica, funcionan como partido. Más, lo que nos interesa hacer notar en la reflexión de Gramsci, a propósito de la denominación del partido, es el contrasentido del adjetivo comunista de un partido. Si analizamos, el contenido semántico de la fórmula (partido comunista), tropezamos con el disparate de un partido que se niega a sí mismo, es decir, la “negación de los partidos”. La esencia de un partido político es la lucha o el gobierno del poder, es su razón de existencia, su objetivo, su meta. Un partido existe para la conspiración o el control del poder. Las organizaciones políticas, uno de los componentes de la democracia burguesa, nacen para dar salida a las contradicciones intra o interclasista. Los partidos que sostienen el orden clasista se pretenden eternos; los partidos que luchan contra el orden clasista sólo pueden ser transitorios. El objetivo político de la clase obrera no es el poder por el poder; por el contrario, el poder es una dificultad en sus manos. Pero, no se vence el poder político si no es obedeciendo sus leyes naturales. Y como el comunismo es la negación de todo poder (Estado, clases y propiedad privada), un partido comunista es una refutación a sí mismo, un contrasentido; y, sin embargo, tácticamente fue usado como etiqueta de un producto (Partido Comunista) para distinguirse del oportunismo en 1919.



La administración del poder para la clase obrera es, decíamos líneas arriba, una dificultad que debe vencer en la extinción del poder. La paradoja de un Partido Comunista en el poder sólo se supera (o resuelve) con su completa dilución en las células totipotentes (soviets o comunas) de un nuevo orden. Si la dilución del partido se produjera en un aparato Estatal, superpuesto al tejido social, nos encontraríamos con más de lo mismo: una burocracia por encima de la sociedad. Gramsci anota que en los partidos de la clase obrera “se verifica la paradoja de que terminan de formarse cuando no existen más, es decir, cuando su existencia se vuelve históricamente inútil. Así, ya que cada partido no es más que una nomenclatura de clase, es evidente que para el partido que se propone anular la división de clases, su perfección y acabado consiste en no existir más…”[27] El punto más alto de perfección de un partido proletario es cuando éste logra, conjuntamente con la clase, arrebatar el poder político a la burguesía. El siguiente paso, es su lenta dilución en los órganos del nuevo poder; en caso contrario, la corrupción paulatinamente cumplirá su función destructora. El partido es la organización; el proletariado es la clase; el socialismo es la dictadura, el espíritu que brota de esa clase; el comunismo es la negación de la clase, punto final y punto inicial de una nueva civilización que supera la historia clasista: el humanismo.



La concepción de partido revolucionario en Marx y Engels está vinculada a la realidad del Estado burgués, al escenario de la lucha por el poder. Engels en 1889 señala: “A fin de que en el momento decisivo el proletariado sea lo suficientemente fuerte para triunfar, es necesario –y eso lo hemos defendido Marx y yo desde 1847- que forme su partido específico, apartado de todos los demás y opuesto a ellos, un partido de clase consciente de sí mismo.”[28] Un partido tiene un objetivo preciso y permanente, la administración del poder; pero, una organización proletaria, va más allá de la toma del poder, se propone la extinción del poder a través de la democracia obrera. Y la extinción de la democracia proletaria es la desaparición de la política en las relaciones humanas. El comunismo es la negación de toda política y los partidos son la expresión concentrada de una política de clase. En la actualidad, terminando la primera década del siglo XXI, los partidos políticos, y su progenitora la democracia burguesa, viven una profunda crisis: síntoma inequívoco de la crisis terminal del capitalismo. El liberalismo, como práctica y paradigma político del capital, está agotando las posibilidades útiles de los partidos políticos y el juego democrático tradicional. Las contradicciones internas del capitalismo generan cambios que producen obligados reajustes. Reajustes que obligadamente se oponen a las anteriores contradicciones. Así esos mismos cambios son el origen de nuevas contradicciones, las cuales, a su vez, inducen nuevos cambios. No obstante, estos sucesivos cambios muestran una dirección definida, un “movimiento”, un cierto proceso auto-organizador; en otras palabras: representan un proceso dialéctico de desarrollo. Proceso que finalmente terminará por destruir el sistema imperante, dando origen a un nuevo orden. Esta tendencia nos explica que las organizaciones políticas, uno de los componentes de la democracia burguesa, sobrevivan en medio de su completo descrédito entre las masas populares. Corrupción, caudillismo, burocratismo, insubordinación, transfuguismo, etc., son rasgos característicos de la actual situación de los partidos que empujan el sistema político mundial al borde del caos. Caos que genera pequeñas o grandes perturbaciones en el orden establecido. A la par de ese proceso de descomposición se desarrolla otra tendencia que brota de organismos que la propia experiencia social va creando. A ese conflicto se refiere Miguel Aragón en su Convocatoria al III Conversatorio Vecinal: “Dos tendencias en pugna: colapso general de la democracia representativa y desarrollo de las nuevas formas de democracia participativa.”[29] Un nuevo orden emerge de la desintegración del capitalismo que irá reemplazando la célula económica (familia) por una matriz reproductiva que cumplirá funciones defensivas, judiciales, productivas y administrativas.



Engels, hace más de cien años comentó que “nosotros propondríamos reemplazar en todas partes la palabra Estado por la palabra ‘comunidad’ (Gemeinwesen), una buena y antigua palabra alemana equivalente a la palabra francesa Commune.”[30] Más, ¿por qué proponía tal cosa? La razón es que en su concepto la Comuna de París era un Estado que había dejado de ser Estado; es decir, un nuevo poder donde el poder se iría diluyendo en sí mismo. La administración del poder, desde el punto de vista orgánico, es la completa dilución del partido dentro de células totipotentes. Por tanto, si la comunidad o los municipios constituyen las células de un nuevo Estado, bien pueden dar su nombre a las organizaciones partidarias antes de la conquista del poder: El nombre ideal es el que está en la mente de los potenciales consumidores.



El siglo XXI dará a la luz una nueva época. La naturaleza no sólo es fuente de trabajo del hombre sino, también, es materia de reflexión que le permite lograr lo que su constitución física no le admite realizar por sí misma (volar como las aves, por ejemplo). En materia de organización, los hombres siempre hemos admirado la “perfección” organizativa de las abejas o de las hormigas.



El hombre no es, ni mucho menos, el único ser social en la naturaleza; el ser humano no es sociable por excepción. La sociabilidad es un aspecto permanente del fenómeno general de la vida. Allí donde hay vida, hay ciertas formas de asociación de los seres vivientes. La ecología estudia esas formas de asociación tanto en el reino animal como en el reino vegetal. Pero en el reino animal, al que pertenece la especie humana, las formas de integración social presentan un carácter distinto al de las asociaciones vegetales, porque el vegetal está sujeto al suelo, mientras que los animales son individuos sueltos, desprendidos entre sí, que tienen autonomía y se mueven por propio impulso.



Sergio A. Moriello considera que una hormiga aislada “es una criatura sumamente tonta, estúpida, capaz únicamente de ejecutar -aunque de forma fiel y obstinada- un pequeño conjunto de rutinas innatas, pero condicionada por el entorno circundante. No obstante, tomadas en grupo, son capaces de erigir sociedades complejas con sofisticadas actividades como agricultura, ganadería, arquitectura, ingeniería e, incluso, prácticas de esclavitud. De esta forma, podría considerarse al hormiguero como un macroorganismo, que presenta un comportamiento global inteligente. Es decir, nadie planifica, nadie ordena ni controla, pero surge un comportamiento colectivo -quizás instintivo- o una necesidad que las "obliga" a trabajar juntas persiguiendo un fin común.”[31]



En esa línea de búsqueda, los resultados de una investigación sobre las hormigas en la Arizona State University y Princeton University[32], son muy importantes porque confirman:



Primero, la teoría de la complementación total de los sistemas hiperevolucionados. En el desarrollo del pensamiento se tiende hacia la formación de un “cerebro” colectivo, que marcará el fin del marxismo, y de toda doctrina, cuando éstas se conviertan en parte orgánica del pensar humano. Integración, convergencia y homogenización cultural es la ruta del hombre en el tiempo. El hombre en la historia, a través del ensayo y el error, ha dejado huellas de esa tendencia, algunos ejemplos son los imperios de la antigüedad hasta la moderna civilización capitalista. Un sistema social integrado es el inevitable colofón de la historia y la naturaleza humana.



Segundo, se confirman las previsiones del marxismo que observa, la causa más profunda de la anarquía e irracionalidad, en la contradicción principal de la sociedad burguesa: el conflicto entre la creciente socialización del proceso productivo y el carácter antisocial del control que la propiedad privada ejerce sobre ese proceso. La tecnología y la industria moderna tienden a unir a la sociedad mientras que la propiedad privada de los medios de producción la disuelve en mil fragmentos. Entre los humanos, un estado instintivo (adquirido) de comportamiento social, se dará al final del Macro ciclo clasista del sistema humano.



Si una revolución tuviera lugar en una sociedad burguesa desarrollada, entonces lo que se supone, y lo que de hecho ocurría a continuación, sería antes que nada una abundancia material, una abundancia de bienes, una abundancia de medios de producción y una abundancia relativa, o incluso absoluta, de capacidades humanas, de herramientas, de habilidades, de experiencia, de recursos, una abundancia de cultura. Coerción y restricción serían innecesarias en la dictadura del proletariado, y la existencia del mismo Estado dejaría de ser obligatoria o necesaria. La abundancia de recursos se sostiene en la abundancia de civilización y la abundancia de civilización en la abundancia de recursos. El comportamiento civilizado modela la conducta individual, haciendo que ésta se someta a los patrones de la actividad colectiva.



Si la revolución tiene lugar en sociedades subdesarrolladas, como ha ocurrido hasta ahora, el factor básico, decisivo y determinante al que tenemos que enfrentarnos es la escasez general: escasez de medios de producción, de medios de consumo, de capacidades, de habilidades, de escuelas, escasez de civilización y de cultura.[33] Y mientras exista escasez existirá falta de libertad, desigualdad, coerción cultural e intelectual, escasez por todas partes y sólo superabundancia del factor humano con un deseo infinito de salir del atraso y la miseria. La experiencia revolucionaria en la escasez señala el camino recorrido, sus limitaciones, encrucijadas y peligros; debe crear las condiciones para una vida civilizada moderna pero, al crear estas condiciones incuba el germen de la involución en la economía y la política. La posibilidad revolucionaria en la abundancia es el sueño del comunismo internacional.



17 de noviembre de 2009

Edgar Bolaños Marín










[1] Miguel Vedda cita a Siegfried Landshut en su Prólogo a nueva traducción del Manifiesto Comunista, versión electrónica.

[2] El proyecto de elaborar un programa comunista surgió en 1847. Colaboraron en ese proyecto dos grupos de revolucionarios alemanes en el exilio: por un lado, el Comité de Correspondencia Comunista, fundado en 1846 en Bruselas, y del que formaban parte, además de Marx y Engels, figuras tales como Ferdinand Freiligrath, Wilhelm Weitling, Moses Hess, Georg Weerth y Wilhelm Wolf; y, por otro lado, la Liga de los Justos, reunida en Londres desde 1846 y conformada, principalmente, por artesanos alemanes emigrados que, hacia 1847, estaban resueltos ya a dejar atrás la gravitación que sobre ellos habían ejercido el socialismo utópico de Etienne Cabet y el comunismo humanista y cristiano de Wilhelm Weitling. El empeño en superar las posiciones precedentes indujo a Joseph Moll -uno de los líderes de la Liga, junto con Karl Schapper, Heinrich Bauer, entre otros- a contactarse con Marx y Engels, con vistas a asimilar nuevas ideas. Si bien, para los autores de La sagrada familia, la propuesta de Moll representaba, ante todo, una oportunidad insoslayable para “formular y hacer pública una profesión de fe comunista”, su influencia se hizo notar ya en el primer congreso de junio de 1847, en la que participó Engels y en la que se decidió cambiar el nombre de la organización por el de Liga de los Comunistas; al mismo tiempo, la consigna filantrópica "¡Todos los hombres son hermanos!" fue sustituida por una fórmula orientada a destacar el carácter clasista de la lucha: "¡Proletarios de todos los países, uníos!". En las sesiones que tuvieron lugar entre el 2 y el 9 de junio se aprobaron los nuevos estatutos; Engels redactó un primer esbozo programático, el Credo comunista -conocido entre nosotros como Principios del Comunismo, publicado por vez primera en Berlín, 1914 -, que fue aprobado como base de discusión, para lo cual debía ser enviado a todas las filiales. (fuente: Prólogo a nueva traducción del Manifiesto Comunista de Miguel Vedda, versión electrónica). El proyecto elaborado comenzó a circular entre los grupos locales o “comunas” para su estudio y discusión hasta el segundo congreso que debía aprobarlo. El 25-26 de octubre, Engels escribe a Marx una carta, donde le comenta la discusión en el grupo de París, en el que Moses Hess, en ausencia de Engels había hecho aprobar “una profesión de fe, deliciosamente corregida”. Posteriormente, el 23 -24 de noviembre del mismo año, Engels vuelve a escribirle a Marx para ponerse de acuerdo para asistir al segundo congreso donde le dice: “Piensa algo en la profesión de fe. A mí me parece que lo mejor sería prescindir de la forma de catecismo y dar a la cosa el título de Manifiesto Comunista. La forma adoptada hasta ahora no sirve, ya que habrá que exponer, más o menos, algo de historia. Yo llevaré el texto de aquí, el que yo he redactado, en tono sencillamente narrativo, pero muy mal escrito, con una prisa espantosa”. (Correspondencia Marx –Engels, Editorial Cartago, 1973) Poco es lo que se conoce – señala Miguel Vedda en el Prólogo mencionado – sobre el progreso concreto de la redacción de la obra; es innegable, sin embargo, que el trabajo se demoró más de lo esperado, ya que los líderes de la Liga enviaron a Bruselas un ultimátum el 24 de enero de 1848, en que instaban a Marx a hacer llegar el manuscrito a Londres antes del 1º de febrero de 1848. La imposición de un plazo perentorio surtió efecto, y Marx se dedicó intensamente a escribir el programa; no existen evidencias concretas, pero, como señala Wheen, es casi indudable que el Manifiesto fue íntegramente compuesto por Marx.

[3] Citado en el nuevo Prólogo al Manifiesto Comunista, publicado con ocasión del 150 aniversario de su primera edición, por la Conferencia de Partidos y Organizaciones Marxistas-Leninistas, Enero del 1998

[4] Umberto Eco, Qué anuncio, compañero Marx, Versión electrónica

[5] Oscar del Barco, Presentación a la compilación La crisis del Marxismo, Universidad Autónoma de Puebla, 1979, Pág. 18

[6] El movimiento socialista no es inmune a la crisis general del capitalismo en la cuál es un elemento más en la contradicción fundamental entre capital y trabajo.

[7] JCM, La Escena Contemporánea, Ob. Comp. 1964, Pág. 43

[8] En el Manifiesto del Partido Comunista, de Marx – Engels, se lee: “Las ideas dominantes en cualquier época no han sido nunca más que las ideas de la clase dominante”, y las viejas ideas tienen que ser vencidas por nuevas ideas que brotan de “la disolución de las antiguas condiciones de vida.”

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