En la pléyade de poetas que empezaron a escribir y a publicar en el Perú a finales de la primera y principios o mediados de la segunda mitad del siglo XX –los que aparecen a menudo bajo la denominación de “generación del 50”– la de Washington Delgado (1927-2003) es una voz original y señera: original porque el sentido de sus versos a lo largo de toda su obra poética se origina en el acto mismo de la expresión que es búsqueda de la palabra justa y nueva sin el menor rebuscamiento de la originalidad ni de la novelería, y señera por personal y acendrada en el silencio donde nace en poesía toda voz auténtica.
Señera y original, la obra poética de Washington es relati¬vamente parca: seis breves poemarios escritos entre 1951 y 1970 y reunidos en UN MUNDO DIVIDIDO: Formas de la ausencia, El extranjero, Días del corazón, Canción española, Para vivir mañana, Destierro por vida, seguidos de un largo silencio hasta Historia de Artidoro (1994), una de sus mejores obras a nuestro juicio y finalmente, después de un largo silencio entre 1994 y 2003 (en el silencio nace y crece la poesía), casi coincidiendo con la muerte del poeta y publicado en España, el poemario Cuán impunemente se está uno muerto (2003), título tomado del poema LXXV de Trilce y que es un sobrio homenaje a César Vallejo. La parquedad y el recato que caracterizan también a los dos poetas admirados y queridos por Washington, Pedro Salinas y César Vallejo, es sin duda una virtud de poetas exigentes: exigen ante todo que el silencio tenga a raya y module la inevitable sonoridad del canto; al revés de tantos versifica¬dores vociferantes como hay en nuestra tradición hispánica Delgado, igual que Bécquer en su tiempo, nos habla en voz baja y medida; nos habla quiere decir que la poesía se dirige a través del oído al sentimiento y la inteligencia de un lector siempre singular que es, inseparablemente, un oidor: uno que no necesita, para oir el poema, que le griten al oído. Un lector de poesía no es sordo: sabe escuchar la música callada de San Juan de la Cruz y el silencio que subyace en todo decir: “Poesía no dice nada: Poesía se está callada, / Escuchando su propia voz”, ha dicho en versos inolvidables Martín Adán; y esa voz callada que la poesía escucha la escucha igual el lector del poema que es, en cierto modo, un lector del silencio subyacente en toda palabra auténtica: el lector de silencios es inseparablemente uno que avizora en el poema la presencia y las formas de la ausencia.
Formas de la ausencia es el título del primer poemario de Washington Delgado fechado en 1951-1956. Se puede entender que si la ausencia tiene formas toda ausencia es perceptible en sus formas como es perceptible todo hueco en lo lleno y toda palabra que declare la
ausencia en la presencia del poema. El primer texto en el umbral de Formas de la ausencia está dedicado precisamente a un gran poeta
au¬sente porque lo ausentó la muerte precisamente en 1951, Pedro Salinas a quien Washington, como hemos dicho, admiraba mucho; observemos de paso que a veces se ha achacado al poeta “una influencia española” que no se percibe o no se ve en qué pueda consistir, salvo quizá en los primeros poemas, los de Formas de la ausencia, donde se puede rastrear, y el propio Washington lo ha declarado, la presencia de Salinas, (pero presencia no es exactamente “influencia”), como hay una presencia de Vallejo en la obra de los españoles José María Valverde y José Ángel Valente entre otros; y después en las composiciones de Canción española, y eso sólo en algunas; de otro modo desde el siglo XVII hasta nuestros días la poesía española y la hispanoamericana son ríos confluyentes que nacen en cumbres paralelas y desembocan en el mismo mar: la poesía de lengua castellana.
El poema “Elegía”, dedicado a Pedro Salinas visiblemente a la muerte de éste (Salinas murió en 1951 y el poemario está fechado 1951-1956) con el que se abre la obra poética de Delgado, es en el sentido estricto de la palabra, como lo declara el título, una elegía: “Composición poética del género lírico en el que se lamenta la muerte de una persona o cualquier otro caso o acontecimiento digno de ser llorado....” (definición del DRA), y podríamos subrayar de entrada que el tono
elegíaco es recurrente e impregna muchos textos del poeta , entre otros, y muy dolorosamente en el poemario Artidoro, donde asoma más de un muerto matado en la historia reciente del Perú; los casos y aconte¬cimientos dignos de ser llorados son innumerables en la historia de nuestro país y de todos los países del mundo, pero es necesario subrayar que Delgado no es para nada un poeta llorón; de cabo a rabo su poesía es triste e irónica, sin efusiones y, como en Novalis, en Leopardi, en Baudelaire, en Trakl, en Eguren, en Vallejo la muerte está en ella, forma de la ausencia que invade los poemas como una presencia siempre trenzada con la presencia de la vida. La bella elegía que hace de pórtico
al primer libro parece referir a la muerte de Pedro Salinas más que a
la amada muerta y presente a lo largo del poemario: Ya nada te despoja de la pura palabra / en que vivías. Ya no hay más mundo que ése / de tu voz sin tus labios. / No nieva. / Ningún paisaje moja / tus ojos apagados. Ninguna brisa bebe / tu sonrisa cerrada. / Todo es río en tu muerte, / todo es espuma para el sueño y lentitud de cielo / besado por tu sombra. Ahora, la elegía se prolonga en los 36 poemas que siguen y refieren a una muerta, la amada inmóvil como en el libro de Amado Nervo. Refiriéndose a Salinas ha dicho Washington “Yo lo imité debilmente y escribí un primer libro: Formas de la ausencia”: en realidad, leyendo y releyendo este primer poemario del peruano no nos viene a la cabeza el concepto de “imitación” y menos aún de “débil” imitación aunque sí se puede hablar de analogía entre el fondo y la forma de la obra de los dos poetas, ya que Salinas sin duda alguna está presente en la obra de Delgado; tales analogías se pueden encontrar igual entre, por ejemplo, algunos textos de Los heraldos negros de Vallejo cotejados con otros de la poesía de Julio Herrera y Reissig, y de ellas ya se ha ocupado ampliamente la crítica y dentro de la crítica el propio Washington.
Después del pórtico en homenaje al poeta español el libro Formas de la ausencia consta de dos partes numeradas I y II, la primera sin título y la segunda intitulada “Simple memoria”: las dos constituyen un solo poema de un ritmo libre, sostenido y riguroso: un solo poema en fragmentos dominado de principio a fin por la melancolía y el recuerdo, por la melancolía del recuerdo y la presencia de una ausente.
Tibios azogues goteaban sobre el alba / mientras yo te negaba. Mientras yo te negaba / equivocando sueños, iluminada muerte / caía de tus párpados. / No te vi, no te vieron los ojos / del amor que perdías: son los primeros versos del primer poema después del introito dedicado a Salinas y que ahora vienen dedicados a la amada ausente y hasta el fin de las 35 páginas que ocupa el texto en la edición de la Casa de la cultura del Perú (Lima, 1970) guardan la misma mesura, la misma tristeza musitada en tono menor; podríamos acaso definir estos versos (si cabe definirlos) como una retórica del silencio hablado frente a la muerte, y es que el silencio en estos poemas se percibe tanto por debajo de la palabra como el sonido de las palabras mismas. Hay una atmósfera de voces apagadas que reemplaza al silencio, dice el poeta, y “un mundo posible (...) crece en las palabras que no dijimos nunca. Silencio y ausencia son las dos obsesiones que vertebran este primer poemario: silencio que resuena en la palabra, ausencia sellada por la presencia de la muerte.
En la obra de Delgado el silencio de la muerte subyace bajo todas las palabras que se dicen en la vida y carga esas palabras de un sentido trascendente: ascendente a través de toda vida; lo que expresa el poema es el vínculo indisoluble que religa la vida a la muerte y a lo largo de la obra la una no es sin la otra: movimiento análogo al que vertebra casi toda la obra de César Vallejo. Así en el poema “Yo quiero” en el poemario Días del corazón: : Viejas profesías hacen leve la muerte, / el día es un montón de escombros pero yo quiero / mirar lo que renace (“Yo quiero”); y en el poema “Conocimiento de las cosas”, en el mismo libro, a través de todo lo que cae, la oscuridad, el tiempo de la amargura, las horas del silencio el día sobrevive; todo lo pequeño se levanta y el poeta marcha entre desconocidos, amigos y parientes que iluminan la tierra y “construye su país con palabras”. (“Héroe del pueblo”). ¿Y cuál podría ser
la misión del poeta en tanto que poeta (“mano que escribe y escribe” como dice Martín Adán) sino construir con palabras? En este sentido Washington hubiera podido reescribir los versos de César Vallejo. “Hoy me gusta la vida mucho menos / pero siempre me gusta vivir, ya lo decía”; y es quizá la palabra poética, tan impregnada de muerte, sobre todo en Historia de Artidoro, lo que más une al poeta con la vida: con la vida suya y la de los demás. La dialéctica de la muerte y la vida es una constante en la obra poética de Delgado y el núcleo mismo de su poesía.
El segundo libro de poemas lleva el mismo título que una novela célebre de Albert Camus: El extranjero, pero la visión de esta extranjería es bien diferente. En la obra de Washington el extranjero, el poeta mismo (pero el poeta mismo “en representación de todo el mundo”, podríamos decir) parece sentirse como un extranjero en su patria y desde el primer verso del libro pregunta por ella: Pregunto por mi patria, / por su noche inacabable y su leyenda, declarándose “olvidado habitante de una patria perdida”, y a partir de ahí la actitud del poeta frente a su patria es al mismo tiempo interrogativa y definitiva en el sentido etimológico de “definir” dónde está la patria, de “ubicarla”; así el poema intitulado llanamente “Patria” que se abre con una interrogación: Donde duermen mis padres / ¿está mi patria? y se cierra en un enunciado que, aunque declara muerta a la esperanza, se afirma en la espera de reunirse al fin con sus mayores: Más allá / de la muerta esperanza / yo te espero / licor dulce, leve tiera / de mis mayores. La tierra de los padres, en el sentido riguroso y etimológico de la palabra, es la patria; y hay en estos versos como un eco del poema de Vallejo “Lomo de las sagradas escrituras”: “Hasta París ahora vengo a ser hijo. Escucha, / Hombre, en verdad te digo que eres el HIJO ETERNO”.
Mientras tanto en el siguiente poemario, Días del corazón, el poeta empieza declarando su adhesión a la poesía: la poesía es la patria grande, inubicable y universal de todos sus hijos que re-generan en ella la patria geográfica e histórica: hijos de sus padres, hijos de su patria e hijos finalmente de las musas que soplan la poesía y andan dando vueltas por el universo mundo: La tristeza tiene oídos pero los ojos son de la alegría / y a la hermosura del universo pertenece el aire de tu voz, inacabable, y entonces para uno que se pone a caminar por el mundo y por la poesía, si tomamos un camino u otro da lo mismo: lo que cuenta no es el camino sino el caminar: Un camino equivocado es también un camino (...) Y nada son los días de la muerte.
La patria, la tierra de los padres, regresa insistente, explícita o implícita, en los poemarios Para vivir mañana, fechado en 1958-1961, una de cuyas secciones lleva por título “Historia del Perú”, y Destierro por vida (1951-1970); podemos observar de paso que los pocos años que Washington pasó en el extranjero transcurrieron entre 1955 y 1958, cuando estuvo haciendo estudios en España, y nos parece evidente que ese viaje de estudios al país al que el poeta dedica el poemario Canción española no pueden considerarse como un “destierro”, o si no cada paso que uno da en un país extranjero sería un paso en el destierro; en esta poesía el destierro parece estar ante todo en el propio país del poeta, quien lo dice claramente en el primer poema de Tierra extranjera, “Canción del destierro”: En mi país estoy, / en mi casa, en mi cuarto, en mi destierro, y remacha en los dos últimos versos: Yo vivo sin cesar / en el destierro; pero no hay que tomarlo tampoco muy a lo trágico pues el propio poeta puntualiza en el mismo poema: Me rodea el silencio y –alguna vez– / es alegre el destierro; menos mal aunque el destierro transcurra en el propio país del poeta.
Volvamos a la ya citada sección de Para vivir mañana: “Historia del Perú”; el título del primer poema repite el título del poemario: Para vivir mañana y arranca así: Mi casa está llena de muertos / es decir mi familia, mi país, / mi habitación en otra tierra, el mundo que a escondidas miro: es decir que la casa del poeta se ensancha de pared en pared hasta abarcar todo el universo mundo, con lo cual los muertos que llenan la casa son legiones y representan la humanidad entera: la casa donde vive la humanidad es relativamente grande. La historia del Perú evocada en estos poemas es amarga (No hay un pasado / sino una multitud de muertos, dice el poema “Historia del Perú) pero también esperanzada: si el pasado del Perú no es sino una multitud de muertos el poeta se vuelve al futuro siempre posible, entre hombre vivos que naturalmente conversan con sus muertos; en “Para vivir mañana” hay como una analogía con El mundo es ancho y ajeno de Ciro Alegría y quizá también con el poema “Masa” de Vallejo donde todos los hombres de la tierra rodean al muerto y éste se echa a andar: “la tierra es ancha e infinita / cuando los hombres se juntan”, termina el poema “Para vivir mañana”. Mientras tanto el poeta busca en el valle de sombras que es su país la luz de su pueblo: Luz de mi pueblo, dulce / sustancia de la carne y el alma, / ¿dónde estás, qué nombre tienes / cómo es tu fuerza? (“En el valle de sombras”). La luz de su pueblo es visiblemente una luz que, en el Perú por lo menos, brilla muy poco hoy y entonces no queda sino la esperanza de que brille mañana: Vivo para mañana y eso es todo. / Y eso no es nada. Y sin embargo es / la única luz que alumbra este soneto. (“Difícil soneto” en Destierro por vida (1951-1970)). La única luz que brilla en la oscura historia del Perú está en lo por venir. Así lo siente y lo declara el poeta; pero el porvenir no puede nacer sino del presente en que se escribe la obra poética de Delgado y hacia ese por venir el poeta la orienta al afirmar la esperanza en una patria futura menos llena de sombras y de muerte, como en el poema “Los tiempos maduros”:
Este tiempo es el tiempo
del desorden y no sabemos
palabra de la vida, sílaba
del amor o de la muerte.
Con nueva voz inventaremos
la esperanza y el fuego.
Escuchad el silencio temblorosos o alegres
y mirad de frente el aire
cuando crece.
La primera parte de la obra, Un mundo dividido, se cierra con el impresionante poema “Globe trotter” dominado por un leitmotiv de principio a fin del poema: He caminado por los desiertos toda mi vida” (...)
He caminado por los desiertos toda mi vida / y nunca llegué a ninguna parte.¿Quién llega a ninguna parte sino al desierto cuando al salir de cada escuálido oasis se entra en un desierto y otro desierto y otro desierto? La configuración desértica de la costa del Perú influye quizá también en la la Stimmung angustiada y dolorosa, aunque también a veces esperanzada, de la poesía de Delgado.
Este estado de ánimo se prolonga o repercute en la obra poética ulterior cuya primera parte se cierra con los poemas de Destierro por vida en 1970. Después, un silencio de 14 años hasta la publicación de Historia de Artidoro en 1994, aunque el silencio no concierne a todos los 19 poemas del libro definitivo, pues las primeras versiones, después revisadas y corregidas, de los tres primeros habían sido ya publicadas en la antología Reunión elegida (1987), pero da lo mismo: lo que menos importa en un poema como en cualquier ser viviente son las diversas formas por
las que ha podido pasar, su proceso de desarrollo hasta que el poeta ya
no lo toca más porque así es la rosa y así es también el hombre que crea el poema, ya que éste vive en el tiempo como el poeta o mejor dicho, como dice Washington, el poema vive o se levanta entre el tiempo y
los hombres.
El tiempo, el tiempo. El tiempo donde caen / flores, frutos, imperios / Y no se salvan. El oscuro tiempo / donde los nombres brillan. / Entre el tiempo y los hombres / se levanta el poema: así reza el primer texto de Historia de Artidoro, pero son “tiempos oscuros en siglos de opresión” añade, como haciendo eco a la exclamación de Hölderlin: “Y para qué poetas en tiempos
de penuria”: “porque los poetas dicen lo que permanece” responde el poeta alemán.
Si lo que permanece en el Perú es la penuria y la opresión la respuesta del poeta peruano es ante todo su denuncia que encarna
ahora en Artidoro y su historia, y esta denuncia implica el deseo o la voluntad de que lo permanente sea otra cosa: lo contrario de la opresión y la penuria.
En sus breves “Explicaciones acerca de Artidoro” que introducen los textos del poemario Delgado dice que quince o veinte años atrás “Artidoro nació como un nombre cuya sonoridad [le] atraía” sin que el autor supiera por qué hasta que la sonoridad del nombre del personaje tomó cuerpo y autonomía: “empezaba a vivir con carne y huesos propios, con recuerdos suyos, con esperanzas suyas” y enderazaba la pluma y corregía los textos del autor, quien acabó por percibir que “la historia de Artidoro se confundía con la historia peruana o la historia del mundo”: en suma, un alter ego en cierto modo autónomo y en cierto modo dependiente de la inspiración y las obsesiones de su creador en “los tiempos oscuros que nos tocó vivir”; la mejor prueba de esta “otredad” y esta “identidad” del poeta y sus personaje son los dos poemas “Prado de la amargura” y “Un caballo en mi casa” que se repiten idénticos o casi en Historia de Artidoro y en Cuán imponemente se está uno muerto salvo, para el primero, una leve modificación del texto en los dos versos iniciales: “Artidoro se encuentra despistado /en solitario prado de amargura / y su viejo reloj / se detiene vencido por estólido, impenetrable sueño” en Historia de Artidoro, y “Por solitario prado de amargura / me pierdo y mi reloj / se detiene vencido por estólido / impenetrable sueño”” en Cuán impunemente se está uno muerto. Todo el resto del poema es idéntico en los dos poemarios: así que el yo del poeta y el él de Artidoro se confunden en un mismo yo; el hecho es que la historia de Artidoro se confunde mucho con la historia de millones de peruanos y de hombres del mundo en estos tiempos oscuros incluyendo al poeta. Este aspecto local al mismo tiempo que universal es lo que marca la historia de Artidoro pero también la historia de Washington y de todos a quienes nos ha tocado nacer y vivir en el Perú y su pueblo que, al fin y al cabo, vive en el mundo y eso desde hace mucho tiempo antes del fin y del cabo.
El libro es breve: 50 páginas de texto incluyendo las páginas de títulos de las secciones. Al principio, en el primer poema, Artidoro es tan sólo un nombre del que brota el recuerdo “de antiguas esperanzas”: el entusiasmo puro se deshizo en el aire de la historia; y el segundo texto “Antiguos entusiasmos”, invadido por la muerte, ni siquiera nombra al personaje, nombra sólo a la muerte, la muerte de la canción, de la esperanza y de todos aquellos que están enterrados bajo la tierra del olvido: de nuevo en el “Todos han muerto” de la última estrofa del poema reaparece el fantasma de Vallejo y sus “Todos han muerto” del poema “La violencia de las horas”: en Vallejo son los muertos de su pueblo, Santiago de Chuco, que el poeta nombra uno por uno incluyendo a “Rayo, el perro de mi altura”; en Delgado son todos los que “yacen enterrados / bajo una tierra leve, / la tierra del olvido”, junto con la canción y la esperanza. La desesperanza y la muerte parecen acompañar a Artidoro a lo largo del libro, desde el tercer poema , “Río del olvido”, hasta el penúltimo en que el personaje aparece como un desaparecido, anónimo entre miles y miles de desaparecidos y que sólo recuerda el poeta que le dio nombre y vida en la poesía. La última sección del libro, “La historia se repite”, comprende un solo poema: “Elegía en 1965” bien diferente de las primeras elegías a Cernuda o a la amada inmmóvil: ahora es una elegía “A todos los muertos extraviados en el mar de la historia” que es la historia del Perú y es también la historia del mundo en que vive el Perú.
Y es la historia de Artidoro. Vayamos ahora por partes: en la primera aparición de Artidoro lo vemos detenerse en alguna calle de la vieja Lima por las que suele deambular para escuchar la voz / de los tiempos pasados (...). una canción fugaz, / río que viene del profundo olvido / y regresa al olvido. Las calles y plazas de Lima, recurrentes de poema en poema como el ritmo de los versos que la evocan, –junto con su casa donde lo encontramos alguna vez leyendo, fumando, tomando café en la sección del libro intitulada “La vida íntima”– son como la residencia habitual de Artidoro el callejero: las calles de la vieja Lima, el jirón de la Unión o, mejor dicho, “las ruinas del jirón de la Unión, / clavel marchito / de un Perú de metal y de melancolía”, la calle de Mercaderes, una vitrina de Baquíjano, Matavilela y San Francisco... Por esas calles Artidoro camina hacia la muerte. “Artidoro camina hacia la muerte” (“Elegía limeña”) por el jirón de la Unión y lo acompaña en una guitarra un conocido valse criollo: yo te pido, guardián, que cuando muera / borres los rastros de mi humilde fosa. / No permitas que crezca enredadera / ni que coloquen funeraria losa. Esta no permisión está patentemente declarada en el último poema del libro lleno de muertos anónimos que “la historia indiferente dejó abandonados”. La historia indiferente del Perú está señalada o aludida a lo largo de todo el libro, por donde andan mucho los muertos desco¬nocidos, pero sobre todo en los dos últimos 'capítulos': “Entrada en la noche“ y “La historia se repite“.
Artidoro camina hacia la muerte y en "Entrada en la noche" llega casi al destino al que se encamina: entra en la noche de la historia, anónimo como el soldado desconocido, sin ser soldado y sin que nadie lo conozca salvo el poeta que lo crea, que se llama Washington y parece ser, ya lo hemos dicho, como un alter ego de Artidoro: “¿Por quién doblan las campanas... las campanas doblan por ti”: por ti es por todos, tú, yo, él, nosotros y ellos. En el poema “Última conversación con Artidoro” sin embargo el personaje, “maravillosamente salvado de las balas” no muere fusilado “junto a cien compañeros” sino que, enterrado en una zanja logra salir de la tumba común y vive un tiempo a salto de mata, y cuando cesó todo / el odio y el terror, / pudo llevar en Lima /una vida apacible sin nocturnos temores / una oscura existencia levemente alumbrada / por una extraña luz que a veces irisaba / sus gestos, sus palabras breves como relámpagos, / palabras que escuché, que él acaso escribiera / en papeles perdidos: como el “poema perdido de Artidoro” en el texto del mismo título. Se puede decir que el héroe fantasmal que deambula por las calles del antiguo centro de Lima y por los poemas del libro Historia de Artidoro hasta que un día, “después de la batalla”, se muere en su casa, es un héroe que , para citar de nuevo a Vallejo, “vive [y se muere] en representación de todo el mundo”: de cualquier hijo de vecino del Perú y del propio poeta peruano que lo ayudó a nacer. Los hijos de vecino somos muchos, los poetas hijos de vecino un poco menos muchos, pero al fin y al cabo ahí estamos y Artidoro, como lo presenta su creador es también un poeta aunque “ciertos versos se perdieron en viajes y carcelerías” y “otros se corrompieron antes de ser escritos”: hay que decir en descargo de Artidoro que eso puede pasarle a cualquier poeta.
El último y único poema de la última sección del libro, “La historia se repite“, es de nuevo una elegía que lleva por título “Elegía 1965”; recordemos que la obra poética de Washington Delgado se abre en los años 50 con un poema intitulado “Elegía” dedicado al poeta español Pedro Salinas, pero ahora ya no no se trata de una elegía a un poeta muerto sino a los combatientes muertos y “extraviados en el mar de la historia”: lleva como epígrafe dos versos de Chocano: “Después de tanta sangre, no derramada en vano, sólo quedó la nieve teñida de carmín”, mientras que el poema arranca reproduciendo unos versos del poema “Masa” de Vallejo ligeramente modificados: “Después de la batalla, los combatientes muertos / parecen esperar...” (Delgado): “Al fin de la batalla / y muerto el combatiente, vino hacia él un hombre” (Vallejo). Los dos poemas presentan un paralelismo pero mientras el poema“Masa” evoca el milagro que obra Jesús sobre Lázaro muerto, pero trasmutándolo a un Cristo colectivo que son todos los hombres de la tierra, en el poema de Washington no obra el milagro ni la utopía:
Después de la batalla, los combatientes muertos
parecen esperar, con el oído en tierra,
una última llamada o la mano benévola
y amiga de la historia, no el silencio tenaz
que los cubre y oculta sobre un cálido suelo
vanamente poblado de hierbas y guijarros,
árboles y alimañas.
No hay resurrección milagrosa. El Cristo de hoy es la historia
y la historia en la visión del hombre moderno, desengañado de utopías, lo hace todo, menos milagros : Sobre la tierra esperan muy tranquilos
los muertos. / La historia indiferente los dejó abandonados / bajo un cielo vacío. Pobres muertos inermes, / no los abriga el sol ni molesta la lluvia. / Sobre sus cuerpos rígidos discurren las hormigas / en callado desfile. Los muertos están muertos y la tierra los acoge, sin más, en una “morada estable” por fin...
y ¿Qué les dicen la inmóvil / tierra, el distante cielo? Solamente les dicen / que
ya no hay esperanza. En la visión lúcida y amarga que el poeta tiene de la realidad, de la realidad de la historia y de la vida del hombre en general podemos entender que en cada hombre que lucha por la justicia hay una luz de esperanza que se apaga en la muerte pero no aparece ningún Cristo colectivo que resucite ni al hombre individual ni al hombre en masa como en el poema de Vallejo. Delgado lo ve claro y no concede nada al optimismo retórico o a la retórica optimista: todos nacemos y morimos pero nada ni nadie renace de verdad sino en la retórica del discurso, retórica a la que visiblemente la historia de Artidoro le cierra la puerta. Podemos decir que la poesía de Washington Delgado no es ni optimista ni pesimista: es, a secas, lúcida, meditativa y está invadida por la tristeza: y hay de qué. Sin embargo debemos recalcar las palabras arriba men¬cionadas de la cita de Chocano que figura como epígrafe en “Elegía
en 1965”: “Después de tanta sangre, no derramada en vano, sólo quedó
la nieve teñida de carmín”: los combatientes han muerto pero quizá
no en vano...
La historia de Artidoro es la historia de un hombre del Perú que vive en Lima, que “se encuentra despistado / en solitario prado de amargura (“Prado de la amargura”) y pasea su melancolía y “camina hacia la muerte” entre “las ruinas / del jirón de la Unión” y sigue después caminando hacia la muerte en un campo de batalla de donde sale indemne hasta que la muerte lo recoja llevando él “en Lima una vida apacible
sin nocturnos temores” (“Última conversación sobre Artidoro”). Es un libro y es un hombre invadidos por la melancolía y la tristeza pero no por la desesperación: un ciudadano entre otros; por la limpidez, la armonía, la belleza de estos versos sencillos no creo que se me tache de exagerado si digo aquí que Historia de Artidoro es la obra maestra de un hombre, un gran poeta, que dedicó modestamente su vida a la poesía y a la enseñanza en las aulas.
Pasarán aún varios años, nueve exactamente, antes de que
se publique en España la tercera y última colección de poemas de Washington Delgado, Cuán impunemente se está uno muerto, pero está claro que la fecha de publicación de unos poemas no tiene nada que ver con la fecha de su escritura (la fecha asignada en el texto al primer poema del libro, “Sobre la traslación de los restos de Vallejo” es 1986, o sea 17 años antes de la publicación en 2003). El título ha sido tomado del poema LXXV de Trilce de Vallejo, el poeta al que seguramente Del¬gado se siente más cercano y al que dedica el primer poema del libro que en realidad contiene dos libros bien diferentes presentados como dos secciones de un solo poemario: “Traslado de restos” y “Hombre de pie”: en la primera sección se prolonga a veces el tono coloquial e íntimo dominante en algunas composiciones de Historia de Artidoro y se descubre, aparte de la inclusión de los dos poemas ya citados, alguna analogía con la atmósfera doméstica de algunos versos del mismo libro si cotejamos por ejemplo “Defensa del tabaco y la lectura” en Artidoro y la primera estrofa de “Amores sin tragedia” en Cuán impunemente se está uno muerto. La segunda sección de este poemario, “Hombre de pie”, ostenta una escritura poética más compleja y rica en imágenes y aunque también en estas páginas reaparece la ciudad de Lima, el jirón Cailloma, la “lluvia” limeña y la neblina (“Ciudad de Lima: Nunca conocerás el secreto de la lluvia, hecha estás de húmedos engaños, nunca te librarás de tu moribunda primavera y la niebla siempre dibujará un bigote inútil encima de tu boca”– “Bajo la lluvia”), de una manera general se puede decir que estos textos de “Hombre de pie”, que privilegian a menudo las imágenes y una atmósfera que podríamos calificar de oníricas, se apartan bastante, por lo menos en la superficie de la escritura, de la preocupación delgadiana por la historia y el estado deletéreo del Perú y el “mundo alarmante” donde se sitúan el Perú y su historia, y al que se refiere el buen prólogo que ha escrito Juan González Soto para la edición española de Cuán impunemente se está uno muerto.
En el primer poema del libro, evocativo-argumentativo, irónico-tristón, “Sobre la traslación de los restos de Vallejo”, el poeta se pregunta, en el fondo, para qué serviría traer al Perú los huesos de un poeta que declaró según parece, “no volveré al Perú mientras quede piedra sobre piedra” y escribió además “Todos mis huesos son ajenos, yo tal
vez los robé”, versos citados en el poema de Delgado: huesos de nadie,
en buena cuenta; y medita sobre la importancia que puedan tener
tantos “viajes, traslaciones, artículos, discursos / alrededor de unos hue¬sos”...mientras nadie recuerda un libro, un reloj, un sombrero que
pertenecieron a Vallejo y por lo menos se ven en las fotografías, lo que no sucede con los huesos; y se cierra el poema de los huesos y otras pertenencias de Vallejo con cinco versos definitivos que dicen de manera concisa lo que queda definitivamente del poeta César Vallejo: “Vallejo sólo es un poco de aire lánguido / cuando se leen sus versos, un poquito / de luz cuando se lee, por ejemplo: / ‘Mientras la onda va, mientras la onda viene, / cuán impunemente se está uno muerto”; y eso es en rea¬lidad todo lo que queda de cualquier poeta ya ausentado en la muerte: un poquito de luz... cuando se leen sus versos’; esa luz permanece y está fulgurando intermitente pero permanente en la poesía de Delgado donde aparece, por ejemplo en el título y en el cuerpo del poema de inspiración tan social como lírica (todo en la poesía es lírico cuando un verdadero poeta agarra la lira): “¿Ya no traerá la hormiga pedacitos de pan al elefante encadenado?” (otra cita de Vallejo). En este poema el poeta no se refiere al “proletariado” sino a los pobres de solemnidad de los países pobres: “Los obreros de Francia/ de Suecia, de Alemania, / de la Europa Feliz, / más feliz que la Arabia / de los cuentos de antaño, / comen ostras de Ostende, / beben vinos de Alsacia, / veranean en el Cantábrico. /
Cada semana dan su cuota / para los desvalidos compañeros / del Tercer Mundo, / ¡alabado sea Dios!”. Todos son pobres, pero hay el pobre
acomodado, el pobre pobre y el pobre miserable como, si recuerdo bien lo llamaba Vallejo.
El tono coloquial, irónico y triste se prolonga a lo largo de casi todo los poemas de “Traslado de restos”, entre otros “La poesía es un pastel no muy dulce” (Ha llegado el momento / de imitar a las moscas / y buscar un pastel incombustible / como la poesía por ejemplo: ese pastel no demasiado dulce que no se hace con tinta ni papeles / ni dinero, que se hace solamente con amor e ironía), “Iremos a Lisboa”, “Caracol en el tiempo” y el excelente tríptico “La revolución a la vuelta de la esquina”, lleno precisamente de ironía y amor, donde Delgado se declara “un poeta occidental / perdido en la selva / de los humos nocivos / de la ciudad de Lima”: “El problema es la añoranza”, dice en el mismo tríptico y, glosando a Quevedo: Delgado: Se fue la edad de oro. / Vino y se fue / la edad de bronce./ Pasó la edad de hierro. / He vivido largos años / en la edad tormentosa de los billetes de banco. / Ahora es la edad de las tarjetas de crédito. Quevedo: “De la edad de oro / gozaron sus cuerpos / pasó la de plata / pasó la del hierro / y para nosotros / vino la del cuerno”. En la del cuerno parece que estamos siempre, en el siglo XVII y en el siglo XXI...
Los poemas de la segunda sección del libro, “Hombre de pie”, lo hemos dicho ya, tienen otro ritmo, otra andadura y un tratamiento de la imagen que es nuevo y como recién nacido en la obra de Washington
ya cerca de su muerte: visiones, imágenes eidéticas que destellan en una prosa poética estrictamente ritmada: de pronto nos encontramos en unos parajes extraños y familiares al mismo tiempo porque a veces estos extraños parajes son la misma ciudad de Lima, un lugar recurrente que aparece y reaparece y desaparece siempre detrás de la garúa limeña y en el centro de Lima (reaparece, por ejemplo, el jirón Cailloma” “amado por las prostitutas y los vendedores de naranjas podridas”): “ahora, en esta lluvia que me quita las ganas de vivir”, había dicho Vallejo. Así también en el poema “Bajo la lluvia”: Camino bajo la lluvia, sostenido por el aire y con la esperanza de pisar tierra alguna vez (...) Ciudad de Lima: nunca conocerás el secreto de la lluvia, hecha estás de húmedos engaños, nunca te librarás de tu moribunda primavera y la niebla siempre dibujará un bigote inútil encima de tu boca. Te morirás, ciudad de Lima y yo caminaré aún bajo la lluvia que moja, deshace y no perdona libro, recuerdo ni tristeza.
Sin embargo, fuera de estas alusiones fugaces al centro de Lima, que era ya el centro de la historia de Artidoro, estos últimos textos nos sitúan en parajes oníricos y extraños como el horizonte del primer poema, “Hombre de pie”: Con una mano descosida y a riesgo de que se desparrame su interminable acopio de falanges, señalo entre verticales parpadeos un horizonte perpetuamente deshecho, perpetuamente agonizante, perpetuamente otro. Esta mano descosida parece la hermana de la mano desasida de Martín Adán, ambas dando manotones de ahogado en los extramares de la realidad: una atmósfera de angustia y de pesadilla envuelve estos poemas donde galopan por calles desiertas “caballos enloquecidos”, en una “fallida evasión”, en un “imposible vuelo” (“Caballos invernales”); y en “El viaje incontenible”: Desesperadamente y a caballo voy en busca del mar crujiente más allá de la noche. // Negra es la realidad, negro mi traje y negro el aire marino que me llama”. Más allá de la noche ¿será el alba o la másnoche de la muerte? O las dos: toda poesía verdaderamente poética prende en la ambigüedad: “acaso se me perdió el camino”, dice el poeta: y al fin de la vida ¿quién no se lo pregunta aunque ni siquiera sea poeta...? Y el poeta vuelve a la siempre soñada edad de oro, siempre eterna por no vivida: “Dulce edad de oro, nunca fuiste usada”, en el poema “Perdido y no vivido”. Dulce de todos modos en la imaginación de todo lo que hubiera podido ser y no ha sido. El libro se cierra abruptamente en las últimas líneas del poema “Lachrima Christi” en la soledad, la sequedad y la oscuridad de la noche: En esta hora infernal me apoyo únicamente en la soledad del mozo dormido que se arrastra sobre el aserrín de esta taberna y me condena a vivir en la sequedad absoluta del mundo, en una absoluta vigilia sin lágrimas ni amores, donde sólo puedo beber la inacabable oscuridad de la noche; pero la poesía es circular y avanza a través de intuiciones opuestas, entre el día y la noche, la luz y la sombra, lo claro y lo oscuro. La poesía de Washington no hace la menor concesión a la facilidad de las mañanas que cantan ni al optimismo de salón: es dura y transparente como el cristal, y cuando a través del cristal lo que se ve es el negror de la noche en que vivimos lo que puede absorber y decir hoy el poeta es eso: la inacabable oscuridad de la noche, hoy; pero también puede decir lo que ya había dicho y que hemos citado: Vivo para mañana y eso es todo. / Y eso no es nada. Y sin embargo es / la única luz que alumbra este soneto.
Esa luz a la que ya nos habíamos referido, y que irradia a menudo de su poesía, es también lo que queda de Washington, más el recuerdo de la persona viva para quienes lo conocimos y podemos recordarlo en el fragmento de vida que nos queda.
Ginebra, 2004
sábado, 25 de julio de 2009
WASHINGTON DELGADO: LA POESÍA DE TODOS LOS DÍAS / Américo Ferrari
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