Hay hombres que se forman una teoría o se la prestan al prójimo para luego tratar de meter y encuadrar la vida, a horcajadas y a mojicones, dentro de esta teoría. La vida viene, en este caso, a servir a la doctrina en lugar de que ésta sirva a aquella. Los marxistas rigurosos, los marxistas fanáticos, los marxistas gramaticales, que persiguen la realización del marxismo al pie de la letra, obligando a la realidad social a comprobar literal y fielmente la teoría del materialismo histórico -aún desnaturalizando los hechos y violentando el sentido de los acontecimientos- pertenecen a esta calaña de hombres. A fuerza de ver en esta doctrina la certeza por excelencia, la verdad definitiva, inapelable y sagrada, la han convertido en un zapato de hierro, afanándose por hacer que el devenir vital -tan fluido, por dicha y tan preñado de sorpresas- calce dicho zapato aunque sea magullándose los dedos y hasta luxándose los tobillos. Son estos los doctores de la escuela, los escribas del marxismo, aquellos que velan y custodian con celo de amanuense la forma y la letra del nuevo espíritu, semejantes a todos los escribas de todas las buenas nuevas de la historia. Su aceptación y acatamiento al marxismo son tan excesivos y tan completo su vasallaje a él, que no se limitan a defenderlo y propagarlo en su esencia -lo que hacen únicamente los hombres libres- sino que van hasta a interpretarlo literalmente, es decir, estrechamente. Resultan, así, convertidos en los primeros traidores y enemigos de lo que ellos, en su exigua conciencia sectaria, creen ser los más puros guardianes y los más fieles depositarios. Es, sin duda, refiriéndose a esta tribu de esclavos, que el propio maestro se resistía, el primero, a ser marxista.
Qué lastimosa orgía de eunucos repetidores la de estos traidores del marxismo. Partiendo de la convicción de que Marx es el único filósofo de la historia pasada, presente y futura, que ha explicado científicamente el movimiento social y que, en consecuencia, ha dado, una vez por todas, con el clavo de las leyes del espíritu humano, su primera desgracia vital consiste en amputarse de raíz sus propias posibilidades creadoras, relegándose a la condición de simples papagayos panegiristas, y papagayos de El Capital. Según estos fanáticos, Marx será el último revolucionario de todos los tiempos y, después de él, ningún hombre futuro podrá crear ya nada. El espíritu revolucionario acaba con él y su explicación de la historia contiene la verdad última e incontrovertible contra la cual no cabe ni cabrá objeción ni derogación posible, ni hoy ni nunca. Nada puede ni podrá concebirse ni producirse en la vida que no caiga dentro de la fórmula marxista. Toda la realidad universal no es más que una perenne y cotidiana comprobación de la doctrina materialista de la historia. Desde los fenómenos astrales hasta las funciones secretoras del sexo del euforbio, todo es un simple reflejo de la vida económica del hombre. Para decidirse a reír o a llorar ante un transeúnte que resbala en la calle, sacan suCapital de bolsillo y lo consultan previamente. Cuando se les pregunta si el cielo está azul o nublado, abren su Marx elemental y, según lo que allí leen, es la respuesta. Viven y obran a expensas de Marx. Ningún esfuerzo les es exigido ya ante la vida y ante sus vastos y cambiantes problemas. Les es suficiente que antes que ellos haya existido el maestro que ahora les ahorra la viril tarea y la noble responsabilidad de pensar por sí mismos y de ponerse en contacto directo con las cosas.
Freud explicaría fácilmente el caso de estos hombres cuya conducta responde a instintos opuestos, precisamente, a la propia filosofía revolucionaria de Marx. Por más que les anima una sincera intención renovadora, su acción efectiva y subconsciente los traiciona, haciéndolos aparecer como instrumentos de un interés de clase, viejo y oculto, subterráneo y refoulé en sus entrañas. Los marxistas formales y esclavos de la letra marxista son, por lo general, o casi siempre, de origen y cepa social aristocrática o burguesa. La educación y la cultura no han logrado expulgarles estas lacras. Tal es, por ejemplo, el caso de Plejanov, Bujarin y otros exégetas fanáticos de Marx, descendientes de burgueses o de aristócratas, convertidos.
Lenin, en cambio, se ha separado y ha contradicho en muchas ocasiones del texto marxista. Si se hubiera ceñido y encorsetado, al pie de la letra, en las ideas de Marx y Engels relativas a la incapacidad y falta de madurez capitalista de la sociedad rusa, para ir a la revolución y para implantar el socialismo, no existiría en estos momentos el primer Estado proletario.
Otras tantas lecciones de libertad ha dado Trotsky. Su propia oposición a Stalin es una prueba de que Trotsky no sigue la corriente cuando ella discrepa de su espíritu. En medio de la incolora comunión espiritual que conserva el mundo comunista ante los métodos soviéticos, la insurrección trotskista constituye un movimiento de gran significación histórica. Constituye el nacimiento de un nuevo espíritu revolucionario dentro de un Estado revolucionario. Constituye el nacimiento de una nueva izquierda dentro de otra izquierda que, por natural evolución política, resulta, a la postre, derecha. El trotskismo, desde este punto de vista, es lo más rojo de la bandera roja de la revolución y, consecuentemente, lo más puro y ortodoxo de la nueva fe.
(Publicado en Variedades no.1090, Lima, 19-1-1929)
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