lunes, 19 de noviembre de 2012

Eduardo Galeano: El imperio del consumo

Eduardo Galeano: El imperio del consumo
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La explosión del consumo en el mundo actual mete más ruido que todas las
guerras y arma más alboroto que todos los carnavales. Como dice un viejo
proverbio turco, quien bebe a cuenta, se emborracha el doble.
La parranda aturde y nubla la mirada; esta gran borrachera universal
parece no tener límites en el tiempo ni en el espacio. Pero la cultura de
consumo suena mucho, como el tambor, porque está vacía; y a la hora de la
verdad, cuando el estrépito cesa y se acaba la fiesta, el borracho
despierta, solo, acompañado por su sombra y por los platos rotos que debe
pagar.

La expansión de la demanda choca con las fronteras que le impone el mismo
sistema que la genera. El sistema necesita mercados cada vez más abiertos
y más amplios, como los pulmones necesitan el aire, y a la vez necesita
que anden por los suelos, como andan, los precios de las materias primas y
de la fuerza humana de trabajo. El sistema habla en nombre de todos, a
todos dirige sus imperiosas órdenes de consumo, entre todos difunde la
fiebre compradora; pero ni modo: para casi todos esta aventura comienza y
termina en la pantalla del televisor. La mayoría, que se endeuda para
tener cosas, termina teniendo nada más que deudas para pagar deudas que
generan nuevas deudas, y acaba consumiendo fantasías que a veces
materializa delinquiendo.

El derecho al derroche, privilegio de pocos, dice ser la libertad de
todos. Dime cuánto consumes y te diré cuánto vales. Esta civilización no
deja dormir a las flores, ni a las gallinas, ni a la gente. En los
invernaderos, las flores están sometidas a luz continua, para que crezcan
más rápido. En las fábricas de huevos, las gallinas también tienen
prohibida la noche. Y la gente está condenada al insomnio, por la ansiedad
de comprar y la angustia de pagar. Este modo de vida no es muy bueno para
la gente, pero es muy bueno para la industria farmacéutica.
EEUU consume la mitad de los sedantes, ansiolíticos y demás drogas
químicas que se venden legalmente en el mundo, y más de la mitad de las
drogas prohibidas que se venden ilegalmente, lo que no es moco de pavo si
se tiene en cuenta que EEUU apenas suma el cinco por ciento de la
población mundial.
«Gente infeliz, la que vive comparándose», lamenta una mujer en el barrio
del Buceo, en Montevideo. El dolor de ya no ser, que otrora cantara el
tango, ha dejado paso a la vergüenza de no tener. Un hombre pobre es un
pobre hombre. «Cuando no tenés nada, pensás que no valés nada», dice un
muchacho en el barrio Villa Fiorito, de Buenos Aires. Y otro comprueba, en
la ciudad dominicana de San Francisco de Macorís: «Mis hermanos trabajan
para las marcas. Viven comprando etiquetas, y viven sudando la gota gorda
para pagar las cuotas».

Invisible violencia del mercado: la diversidad es enemiga de la
rentabilidad, y la uniformidad manda. La producción en serie, en escala
gigantesca, impone en todas partes sus obligatorias pautas de consumo.
Esta dictadura de la uniformización obligatoria es más devastadora que
cualquier dictadura del partido único: impone, en el mundo entero, un modo
de vida que reproduce a los seres humanos como fotocopias del consumidor
ejemplar.
El consumidor ejemplar es el hombre quieto. Esta civilización, que
confunde la cantidad con la calidad, confunde la gordura con la buena
alimentación. Según la revista científica The Lancet, en la última década
la «obesidad severa» ha crecido casi un 30 % entre la población joven de
los países más desarrollados. Entre los niños norteamericanos, la obesidad
aumentó en un 40% en los últimos dieciséis años, según la investigación
reciente del Centro de Ciencias de la Salud de la Universidad de Colorado.
El país que inventó las comidas y bebidas light, los diet food y los
alimentos fat free, tiene la mayor cantidad de gordos del mundo. El
consumidor ejemplar sólo se baja del automóvil para trabajar y para mirar
televisión. Sentado ante la pantalla chica, pasa cuatro horas diarias
devorando comida de plástico.

Triunfa la basura disfrazada de comida: esta industria está conquistando
los paladares del mundo y está haciendo trizas las tradiciones de la
cocina local. Las costumbres del buen comer, que vienen de lejos, tienen,
en algunos países, miles de años de refinamiento y diversidad, y son un
patrimonio colectivo que de alguna manera está en los fogones de todos y
no sólo en la mesa de los ricos. Esas tradiciones, esas señas de identidad
cultural, esas fiestas de la vida, están siendo apabulladas, de manera
fulminante, por la imposición del saber químico y único: la globalización
de la hamburguesa, la dictadura de la fast food. La plastificación de la
comida en escala mundial, obra de McDonald's, Burger King y otras
fábricas, viola exitosamente el derecho a la autodeterminación de la
cocina: sagrado derecho, porque en la boca tiene el alma una de sus
puertas.

El campeonato mundial de fútbol del 98 nos confirmó, entre otras cosas,
que la tarjeta MasterCard tonifica los músculos, que la Coca-Cola brinda
eterna juventud y que el menú de McDonald's no puede faltar en la barriga
de un buen atleta. El inmenso ejército de McDonald's dispara hamburguesas
a las bocas de los niños y de los adultos en el planeta entero. El doble
arco de esa M sirvió de estandarte, durante la reciente conquista de los
países del Este de Europa. Las colas ante el McDonald's de Moscú,
inaugurado en 1990 con bombos y platillos, simbolizaron la victoria de
Occidente con tanta elocuencia como el desmoronamiento del Muro de Berlín.
Un signo de los tiempos: esta empresa, que encarna las virtudes del mundo
libre, niega a sus empleados la libertad de afiliarse a ningún sindicato.
McDonald's viola, así, un derecho legalmente consagrado en los muchos
países donde opera. En 1997, algunos trabajadores, miembros de eso que la
empresa llama la Macfamilia, intentaron sindicalizarse en un restorán de
Montreal en Canadá: el restorán cerró. Pero en el 98, otros empleados de
McDonald's, en una pequeña ciudad cercana a Vancouver, lograron esa
conquista, digna de la Guía Guinness.

Las masas consumidoras reciben órdenes en un idioma universal: la
publicidad ha logrado lo que el esperanto quiso y no pudo. Cualquiera
entiende, en cualquier lugar, los mensajes que el televisor transmite. En
el último cuarto de siglo, los gastos de publicidad se han duplicado en el
mundo. Gracias a ellos, los niños pobres toman cada vez más Coca-Cola y
cada vez menos leche, y el tiempo de ocio se va haciendo tiempo de consumo
obligatorio. Tiempo libre, tiempo prisionero: las casas muy pobres no
tienen cama, pero tienen televisor, y el televisor tiene la palabra.
Comprado a plazos, ese animalito prueba la vocación democrática del
progreso: a nadie escucha, pero habla para todos. Pobres y ricos conocen,
así, las virtudes de los automóviles último modelo, y pobres y ricos se
enteran de las ventajosas tasas de interés que tal o cual banco ofrece.

Los expertos saben convertir a las mercancías en mágicos conjuntos contra
la soledad. Las cosas tienen atributos humanos: acarician, acompañan,
comprenden, ayudan, el perfume te besa y el auto es el amigo que nunca
falla. La cultura del consumo ha hecho de la soledad el más lucrativo de
los mercados. Los agujeros del pecho se llenan atiborrándolos de cosas, o
soñando con hacerlo. Y las cosas no solamente pueden abrazar: ellas
también pueden ser símbolos de ascenso social, salvoconductos para
atravesar las aduanas de la sociedad de clases, llaves que abren las
puertas prohibidas. Cuanto más exclusivas, mejor: las cosas te eligen y te
salvan del anonimato multitudinario. La publicidad no informa sobre el
producto que vende, o rara vez lo hace. Eso es lo de menos. Su función
primordial consiste en compensar frustraciones y alimentar fantasías: ¿En
quién quiere usted convertirse comprando esta loción de afeitar?

El criminólogo Anthony Platt ha observado que los delitos de la calle no
son solamente fruto de la pobreza extrema. También son fruto de la ética
individualista. La obsesión social del éxito, dice Platt, incide
decisivamente sobre la apropiación ilegal de las cosas. Yo siempre he
escuchado decir que el dinero no produce la felicidad; pero cualquier
televidente pobre tiene motivos de sobra para creer que el dinero produce
algo tan parecido, que la diferencia es asunto de especialistas.

Según el historiador Eric Hobsbawm, el siglo XX puso fin a siete mil años
de vida humana centrada en la agricultura desde que aparecieron los
primeros cultivos, a fines del paleolítico. La población mundial se
urbaniza, los campesinos se hacen ciudadanos. En América Latina tenemos
campos sin nadie y enormes hormigueros urbanos: las mayores ciudades del
mundo, y las más injustas. Expulsados por la agricultura moderna de
exportación, y por la erosión de sus tierras, los campesinos invaden los
suburbios. Ellos creen que Dios está en todas partes, pero por experiencia
saben que atiende en las grandes urbes. Las ciudades prometen trabajo,
prosperidad, un porvenir para los hijos. En los campos, los esperadores
miran pasar la vida, y mueren bostezando; en las ciudades, la vida ocurre,
y llama. Hacinados en tugurios, lo primero que descubren los recién
llegados es que el trabajo falta y los brazos sobran, que nada es gratis y
que los más caros artículos de lujo son el aire y el silencio.
Mientras nacía el siglo XIV, fray Giordano da Rivalto pronunció en
Florencia un elogio de las ciudades. Dijo que las ciudades crecían «porque
la gente tiene el gusto de juntarse». Juntarse, encontrarse. Ahora, ¿quién
se encuentra con quién? ¿Se encuentra la esperanza con la realidad? El
deseo, ¿se encuentra con el mundo? Y la gente, ¿se encuentra con la gente?
Si las relaciones humanas han sido reducidas a relaciones entre cosas,
¿cuánta gente se encuentra con las cosas?

El mundo entero tiende a convertirse en una gran pantalla de televisión,
donde las cosas se miran pero no se tocan. Las mercancías en oferta
invaden y privatizan los espacios públicos. Las estaciones de autobuses y
de trenes, que hasta hace poco eran espacios de encuentro entre personas,
se están convirtiendo ahora en espacios de exhibición comercial.
El shopping center, o shopping mall, vidriera de todas las vidrieras,
impone su presencia avasallante. Las multitudes acuden, en peregrinación,
a este templo mayor de las misas del consumo. La mayoría de los devotos
contempla, en éxtasis, las cosas que sus bolsillos no pueden pagar,
mientras la minoría compradora se somete al bombardeo de la oferta
incesante y extenuante. El gentío, que sube y baja por las escaleras
mecánicas, viaja por el mundo: los maniquíes visten como en Milán o París
y las máquinas suenan como en Chicago, y para ver y oír no es preciso
pagar pasaje. Los turistas venidos de los pueblos del interior, o de las
ciudades que aún no han merecido estas bendiciones de la felicidad
moderna, posan para la foto, al pie de las marcas internacionales más
famosas, como antes posaban al pie de la estatua del prócer en la plaza.
Beatriz Solano ha observado que los habitantes de los barrios suburbanos
acuden al center, al shopping center, como antes acudían al centro. El
tradicional paseo del fin de semana al centro de la ciudad, tiende a ser
sustituido por la excursión a estos centros urbanos. Lavados y planchados
y peinados, vestidos con sus mejores galas, los visitantes vienen a una
fiesta donde no son convidados, pero pueden ser mirones. Familias enteras
emprenden el viaje en la cápsula espacial que recorre el universo del
consumo, donde la estética del mercado ha diseñado un paisaje alucinante
de modelos, marcas y etiquetas.

La cultura del consumo, cultura de lo efímero, condena todo al desuso
mediático. Todo cambia al ritmo vertiginoso de la moda, puesta al servicio
de la necesidad de vender. Las cosas envejecen en un parpadeo, para ser
reemplazadas por otras cosas de vida fugaz. Hoy que lo único que permanece
es la inseguridad, las mercancías, fabricadas para no durar, resultan tan
volátiles como el capital que las financia y el trabajo que las genera. El
dinero vuela a la velocidad de la luz: ayer estaba allá, hoy está aquí,
mañana quién sabe, y todo trabajador es un desempleado en potencia.
Paradójicamente, los shoppings centers, reinos de la fugacidad, ofrecen la
más exitosa ilusión de seguridad. Ellos resisten fuera del tiempo, sin
edad y sin raíz, sin noche y sin día y sin memoria, y existen fuera del
espacio, más allá de las turbulencias de la peligrosa realidad del mundo.

Los dueños del mundo usan al mundo como si fuera descartable: una
mercancía de vida efímera, que se agota como se agotan, a poco de nacer,
las imágenes que dispara la ametralladora de la televisión y las modas y
los ídolos que la publicidad lanza, sin tregua, al mercado. Pero, ¿a qué
otro mundo vamos a mudarnos? ¿Estamos todos obligados a creernos el cuento
de que Dios ha vendido el planeta a unas cuantas empresas, porque estando
de mal humor decidió privatizar el universo? La sociedad de consumo es una
trampa cazabobos. Los que tienen la manija simulan ignorarlo, pero
cualquiera que tenga ojos en la cara puede ver que la gran mayoría de la
gente consume poco, poquito y nada necesariamente, para garantizar la
existencia de la poca naturaleza que nos queda. La injusticia social no es
un error a corregir, ni un defecto a superar: es una necesidad esencial.
No hay naturaleza capaz de alimentar a un shopping center del tamaño del
planeta.


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