Un Tema de Actualidad
LOS ÚLTIMOS DÍAS
DE LA UNIÓN SOVIÉTICA
A 20 años de una historia contada a medias y que aún no ha terminado
Por: Fernando Arribas García*. Especial para Tribuna Popular.
El 26 de diciembre de 1991, el Soviet Supremo de la Unión de
Repúblicas Socialistas Soviéticas, máximo órgano del Estado y asiento
del nivel superior del Poder Popular, según el Artículo 108 de la
Constitución hasta entonces vigente, se reunió en su sede del Gran
Palacio del Kremlin en Moscú. La agenda del día incluía un único
punto: la consideración de la renuncia que había presentado el día
anterior Mijail Gorbachov al cargo de Presidente Ejecutivo de la Unión
Soviética (URSS), devolviéndole efectivamente al Soviet Supremo todos
los poderes como Jefe de Estado que éste le había encomendado en
sucesivos procedimientos desde octubre de 1988. El debate que siguió,
en un clima crispado tras varios meses de grave inestabilidad política
e institucional, tomó un tono cada vez más sombrío. La decisión final
adoptada ese día pese a las irregularidades del procedimiento (no
parecen haberse cumplido las formalidades de determinación de quórum,
en vista de la ausencia obligada de muchos de los diputados
comunistas), es sin dudas uno de los acontecimientos más dramáticos y
trascendentales de la segunda mitad del siglo XX: el Soviet Supremo se
declaró a sí mismo disuelto, con lo que concluía oficialmente la
existencia de la URSS, faltando dos días para el 69º aniversario de su
establecimiento.
Cuatro meses antes, tras los acontecimientos del 19 al 21 de agosto,
Boris Yeltsin, entonces Presidente de la República Federativa
Socialista Soviética de Rusia (la mayor de las 15 repúblicas que
formaban la URSS), había emitido un decreto prohibiendo la existencia
y actividades del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) en
territorio ruso, en violación de la Constitución y las leyes de la
URSS de la que Rusia todavía formaba parte, y desconociendo la
legitimidad de la mayoría de los diputados tanto en el Soviet Supremo
de la URSS como en el de Rusia, que eran miembros del ahora proscrito
PCUS, como lo había sido hasta ese día el propio Yeltsin. El decreto
ordenaba además la confiscación de todos los bienes del Partido, el
cese inmediato de la publicación de sus órganos de prensa, y el
arresto sumario de sus activistas.
El golpe de agosto
Yeltsin había emergido como el gran ganador de la confusa serie de
eventos de agosto de 1991, que resultaron en la erosión irremediable
de los poderes constituidos y causaron a la URSS una herida que a la
postre resultaría mortal. El día 19, en un nefasto intento por detener
la creciente agitación separatista que amenazaba la integridad
territorial del país, varios miembros del Consejo de Ministros de la
URSS, bajo la dirección del Vicepresidente Gennadi Yanayev y con apoyo
de las Fuerzas Armadas y la fuerza de seguridad del Estado, pero
contra la opinión del Presidente Gorbachov, habían declarado el Estado
de Emergencia. Por varios días, este grupo de ministros se había
reunido con Gorbachov tratando sin éxito de convencerlo de la
necesidad de actuar con mayor energía para aplacar los movimientos
separatistas que comenzaban a tomar fuerza en las repúblicas bálticas,
así como en Ucrania, Bielorrusia y hasta en la propia Rusia.
Ante la negativa de Gorbachov, el grupo de ministros lo desconoció
como Presidente, estableció un Comité de Estado de Emergencia, y
designó a Yanayev como Presidente Provisional. No se cumplieron los
procedimientos previstos por la Constitución para la declaración del
Estado de Emergencia y el reemplazo del Presidente (el Consejo de
Ministros no fue legalmente constituido para tomar la decisión), por
lo que este movimiento puede ser considerado como un «golpe de
Estado». Y aunque la vasta mayoría de la población seguramente estaba
de acuerdo con los objetivos últimos del autoproclamado Comité (el 76%
del electorado había votado en un referéndum en marzo a favor de la
preservación de la URSS), la obvia ilegalidad del procedimiento y la
falta de transparencia de las acciones del Comité sembraron la
desconfianza y la confusión, y alentaron a una decidida minoría a
entrar en acción.
El día 20, Yeltsin salió a las calles de Moscú a arengar a sus
seguidores y a organizar la «resistencia» frente a un ataque militar
que supuestamente estaba por comenzar. El 21 hubo efectivamente
algunos movimientos de tropas hacia el centro de la ciudad, que
encontraron cierta resistencia civil; pero tras tres muertes (dos de
ellas accidentales), el Comité titubeó ante la posibilidad de una
masacre, y pidió a Gorbachov que reasumiera su cargo.
El 22 quedó formalmente reestablecido el orden constitucional, pero el
poder y prestigio de la Presidencia y de todo el aparato del Estado
habían sido irreparablemente dañados. Yeltsin, envalentonado por su
éxito y la rápida popularidad que había obtenido, se resistió a acatar
plenamente los poderes reestablecidos y permaneció en rebeldía frente
al Estado soviético hasta que forzó a Gorbachov a renunciar, y
precipitó la última decisión del Soviet Supremo. Hasta aquí, el relato
de una historia bastante conocida.
Un Pinochet para la URSS
Lo que no es tan conocido es que la idea de dar un golpe de Estado
contra Gorbachov había sido alentada desde 1990 en diversos medios de
los Estados Unidos y el Reino Unido, con la esperanza de que algún
reformador pro-capitalista más audaz que el propio Gorbachov asumiera
el poder y acelerara el desmontaje total del Estado socialista.
Gorbachov había puesto en marcha hacía varios años una serie de
reformas que inicialmente propugnaban reorganizar la URSS con miras a
modernizar las instituciones socialistas y a aumentar la eficiencia y
la productividad de la economía soviética. Sin embargo, a medida que
las reformas avanzaban su objetivo se iba desdibujando, y para 1990,
según palabras del propio Gorbachov, la meta ya era el establecimiento
de una «economía social de mercado» que mantuviera un sector público
con industrias claves bajo control estatal y permitiera al mismo
tiempo el florecimiento de un poderoso sector capitalista. Pero los
planes de Gorbachov requerirían de diez a quince años y mantendrían de
todas maneras buena parte de la economía soviética fuera del alcance
del capitalismo; esto no era suficiente para quienes querían
aprovechar el momento de debilidad de la URSS y borrarla de inmediato
y por completo.
En julio de 1991, durante la reunión Cumbre del G7 que se desarrolló
en Londres y a la que la URSS había sido invitada por vez primera,
representantes del Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco
Mundial hicieron saber a Gorbachov que no le darían el apoyo
financiero necesario para continuar sus reformas si no aceleraba el
ritmo y abría totalmente la economía soviética a los mercados
capitalistas internacionales. Se trataba, según cuenta Gorbachov en
sus memorias, de un chantaje sin atenuantes al que se negó. Apenas un
mes más tarde, el periódico estadounidense The Washington Post publicó
un artículo bajo el insólito título de «El Chile de Pinochet: modelo
para la nueva economía soviética», en que se proponía abiertamente la
necesidad de un golpe de Estado en la URSS para remover a Gorbachov,
eliminar la resistencia a los cambios pro-capitalistas y dar paso
pleno a una economía de mercado. La misma idea, y con parecidas
palabras, ya había sido expuesta en diciembre de 1990 en un artículo
de la revista británica The Economist.
Casi al mismo tiempo en que se publicaba ese insultante artículo del
Washington Post, ocurrió efectivamente el golpe de Estado contra
Gorbachov, aunque, al menos aparentemente, inspirado por intenciones
opuestas a las que alentaba el periódico estadounidense. Pero, fueran
cuales fueran las intenciones de los ministros soviéticos que
establecieron el Comité de Estado de Emergencia, cuando el polvo se
asentó en las calles de Moscú se hizo evidente que en la práctica su
movimiento había servido paradójicamente para abrirle paso a un
dirigente lo suficientemente inescrupuloso y rapaz como para cumplir
el rol de un Pinochet soviético: Boris Yeltsin.
La terapia de choque
En apenas días, contrariando la orientación del gobierno de la URSS y
la línea del PCUS, Yeltsin entró en negociaciones con el FMI, el cual
envió a Moscú a su asesor estrella, Jeffrey Sachs, el promotor
principal del concepto de «terapia de choque» que el Fondo ofrecía por
esos años como receta mágica para resolver los problemas económicos
mundiales. La terapia consistía en la aplicación rápida y sin
miramientos de las más extremas medidas neoliberales (privatización
masiva, recorte radical de los gastos sociales, liberación general de
precios, desregulación de mercados internos e internacionales). La
clave del éxito, según Sachs, era aplicar tal paquete de medidas con
gran rapidez y rigor absoluto, a fin de tomar al país por sorpresa y
hacer imposible la resistencia. Pero para ello se necesitaba de un
gobernante dispuesto a todo, como lo había estado Pinochet en el Chile
de 1973. Y Yeltsin demostró ser ese gobernante.
Entre agosto y octubre de 1991, al mismo tiempo que ordenaba la
privatización de casi 250 mil empresas estatales y la eliminación de
los subsidios y los controles de precios sobre todos los bienes y
servicios, Yeltsin usó su poder político para aplastar cualquier
fuerza que se opusiera a los cambios en marcha. El primer blanco, como
lo había sido en Chile, fue el Partido Comunista. Siguieron los
sindicatos, los consejos de trabajadores y campesinos, las
organizaciones populares de masas. A fines de octubre, Sachs y sus
terapistas de choque estaban confiados en que el pueblo, privado de
sus organizaciones y dirigentes naturales, desorientado y aturdido por
la rapidez de los cambios, y agotado tras muchos meses de lucha
política, ya no ofrecería mayor resistencia. Y Yeltsin se lanzó
entonces a consolidar su control para garantizar la continuidad de las
reformas. Con el PCUS imposibilitado de actuar abiertamente, y con
toda otra forma de resistencia anulada, Yeltsin obtuvo de un
Parlamento controlado por sus cómplices poderes absolutos para
gobernar por decreto.
Bajo la orientación de Sachs, y con la colaboración de un equipo de
economistas neoliberales que adoptaron con orgullo el apelativo de
«los nuevos Chicago Boys» (los chicos originales, recuérdese, habían
sido los asesores de Pinochet bajo la guía de Milton Friedman),
Yeltsin había logrado para fines de 1992 borrar por completo toda
sombra de la antigua Rusia soviética: un tercio de la población se
encontraba ahora por debajo de la línea de pobreza, el consumo de
alimentos se había reducido a casi la mitad, la inflación superaba el
2 mil %, el Producto Interno Bruto había caído en 54%, y el desempleo
era generalizado.
El dictador Yeltsin
A principios de 1993, el pueblo comenzó a reaccionar en numerosas
protestas que reclamaban el fin de las políticas neoliberales. En
marzo, ante la creciente presión popular, el Parlamento votó la
anulación de los poderes absolutos de Yeltsin, y aprobó un presupuesto
que contradecía los mandatos de austeridad del FMI. Pero ya era tarde:
Yeltsin había consolidado su control sobre los elementos claves de la
vida rusa. Sin que nada ni nadie pudiera evitarlo, decretó el Estado
de Emergencia, desconoció las decisiones del Parlamento y recuperó sus
poderes absolutos. Más tarde, cuando el Parlamento y la Corte
Constitucional protestaron la ilegalidad de tales acciones, Yeltsin
ordenó disolver el Parlamento y abolió la nueva Constitución que él
mismo había promulgado meses antes.
Los diputados se negaron entonces a abandonar sus curules, y Yeltsin
ordenó al ejército rodear el edificio del Parlamento y cortar el agua,
la luz y los teléfonos. Tras largas semanas de asedio, y ante el
creciente apoyo que los diputados estaban recibiendo del pueblo,
Yeltsin decidió acabar de una vez por todas con el problema, y el 3 de
octubre ordenó al ejército cañonear, incendiar y tomar el Parlamento a
cualquier costo. Y, a diferencia de los timoratos golpistas de agosto
del 91, a Yeltsin no le tembló el pulso ante la posibilidad de una
masacre: al día siguiente unos 600 civiles yacían muertos, más de mil
habían sido heridos y unos mil 700 habían sido apresados. Rusia estaba
ahora por primera vez en décadas bajo el control de una auténtica
dictadura sangrienta.
Epílogo
Todavía falta por esclarecer completamente las razones profundas que
fueron erosionando el prestigio y la vitalidad del Estado soviético, y
que lo llevaron a la situación de debilidad institucional y
estancamiento económico en que se encontraba en los años 80. Porque
aunque las reformas emprendidas por Gorbachov resultaron en conjunto
una traición al proyecto socialista, no nos cabe duda de que algunas
de tales políticas, al menos en su intención inicial, respondían
efectivamente a la necesidad urgente de corregir los graves vicios y
deformaciones que se habían venido acumulando por décadas. Falta
también por aclarar plenamente el proceso de corrupción interna que
había sufrido el PCUS, y que permitió que personajes de la calaña de
Yeltsin hayan escalado posiciones en su organigrama hasta llegar a
ocupar puestos claves de dirección, sólo para traicionar al Partido,
al socialismo y al país en cuanto se les presentó una oportunidad
propicia.
Pero lo que quedó abundantemente claro ya desde el mismo momento de
estos eventos, es que los principales perdedores con la disolución de
la URSS y el desmantelamiento del socialismo fueron los pueblos de las
repúblicas ahora ex soviéticas. Veinte años más tarde, continúa en
casi todas ellas la inestabilidad institucional que se inició en
1990-93, y se profundizan los problemas sociales y económicos
generados por el establecimiento a sangre y fuego del capitalismo. Sin
el formidable sistema de seguridad social integral de la época
soviética, y con la economía completamente controlada por empresarios
privados en plena expansión de sus intereses, estos pueblos se
enfrentan a una situación de grave desamparo que se agudiza, como en
todos los otros países capitalistas, con cada crisis cíclica del
sistema.
Así que no puede sorprender que, pese a la prohibición que se mantuvo
por más de dos años sobre las actividades comunistas en Rusia, pese a
la intensa y permanente campaña de desprestigio y calumnias en los
medios de comunicación de todo el mundo en contra del PCUS y sus
sucesores, y pese a las maniobras de todo tipo que continúan hasta el
día de hoy para dificultar las actividades de las organizaciones
comunistas y prevenir su avance, el Partido Comunista de la Federación
Rusa (PCFR) es hoy el segundo mayor partido del país con cerca de 20%
de los votos en las elecciones presidenciales de 2008 y las
parlamentarias de 2011 (ha quedado demostrado que en ambas
oportunidades el PCFR fue víctima de fraudes que lo privaron de cerca
de la mitad de su votación), y el primero en algunas localidades y
regiones. Ni puede sorprender que los comunistas también estén
obteniendo éxitos electorales incluso mayores en varias otras
repúblicas ex soviéticas, como Moldavia, Letonia y Bielorrusia. La
historia continúa, y sus mejores páginas aún están por escribirse.
Por: Fernando Arribas García*. Especial para Tribuna Popular.
*Director del Instituto de Estudios Políticos y Sociales «Bolívar-Marx».
a través de yahoogroups.com, para Nicaragua Socialista
ysiacaso.liquidame@gmail.com
Miércoles, 11 de Enero de 2012 11:24
Puede consultar todos los mensajes y materiales publicados iniciando en:
http://es.groups.yahoo.com/group/Nicaragua_Socialista/
(PAZ CON DIGNIDAD)
Nota.- Han pasado dos décadas de la implosión de la URSS. Sin embargo,
hasta el presente no hay literatura directa acerca de este
acontecimiento que, como el propio triunfo de la Revolución de
Octubre, estremeció el mundo.
Triunfó la revolución de manera singular. Según la teoría,
el socialismo no podía implantarse en un solo país. Esto era lo que
ataba de pies y manos a los partidos proletarios europeos. Pero Lenin
hizo la revisión de la teoría marxista, escribió El Imperialismo,
etapa superior del capitalismo, replanteó el concepto de época,
replanteó el término imperialismo ligándolo al desarrollo económico
del capitalismo, la fusión del capital industrial y el capital
bancario, lo principal, señalando las raíces económicas de la crisis
política mundial. Con clarividencia política utilizó con oportunismo
la crisis mundial, la crisis del Estado zarista, y así pudo lograr,
con la vanguardia bolchevique templada en mil combates, el triunfo de
la Revolución de Octubre. Y con el desenmascaramiento del reformismo
de la Segunda Internacional, declaró su caducidad y forzó la escisión,
logrando así levantar la Tercera Internacional. ¡Fue, pues,
revisionista, oportunista, escisionista a lo marxista!
Ante el cambio de la situación, propuso y logró la Nueva
Política Económica NEP, sentando las bases para la industrialización
del nuevo y joven Estado proletario, que recién en 1928 pudo iniciar
planificadamente la liberación de las fuerzas productivas del país.
Sólo así pudo enfrentar la agresión nazi fascista y lograr
la histórica victoria en la II Guerra Mundial. Y hasta iniciar la era
espacial, gran aporte soviético a la humanidad.
¿Por qué, entonces, con estos cambios trascendentales, la
URSS entró en crisis ideológica, teórica, política, orgánica, que la
llevó a su disolución?
Nada hay absoluto en la vida. Todo lo positivo trae lo
negativo y viceversa. Y así como se requirió el replanteo inicial,
cada etapa exige replanteos. La realidad soviética había cambiado. Lo
que fue necesario al comienzo, ya no era necesario después, y hasta
era contraproducente conservarlo. De aquí hay que partir para analizar
lo ocurrido.
Se requiere, entonces, promover este análisis como Tema de
Actualidad.
Ragarro
02.11.12
--
Luis Anamaría http://socialismoperuanoamauta.blogspot.com/
http://centenariogeorgettevallejo.blogspot.com/
http://socialismoperuano.blog.terra.com.pe/
cel 993754274
LOS ÚLTIMOS DÍAS
DE LA UNIÓN SOVIÉTICA
A 20 años de una historia contada a medias y que aún no ha terminado
Por: Fernando Arribas García*. Especial para Tribuna Popular.
El 26 de diciembre de 1991, el Soviet Supremo de la Unión de
Repúblicas Socialistas Soviéticas, máximo órgano del Estado y asiento
del nivel superior del Poder Popular, según el Artículo 108 de la
Constitución hasta entonces vigente, se reunió en su sede del Gran
Palacio del Kremlin en Moscú. La agenda del día incluía un único
punto: la consideración de la renuncia que había presentado el día
anterior Mijail Gorbachov al cargo de Presidente Ejecutivo de la Unión
Soviética (URSS), devolviéndole efectivamente al Soviet Supremo todos
los poderes como Jefe de Estado que éste le había encomendado en
sucesivos procedimientos desde octubre de 1988. El debate que siguió,
en un clima crispado tras varios meses de grave inestabilidad política
e institucional, tomó un tono cada vez más sombrío. La decisión final
adoptada ese día pese a las irregularidades del procedimiento (no
parecen haberse cumplido las formalidades de determinación de quórum,
en vista de la ausencia obligada de muchos de los diputados
comunistas), es sin dudas uno de los acontecimientos más dramáticos y
trascendentales de la segunda mitad del siglo XX: el Soviet Supremo se
declaró a sí mismo disuelto, con lo que concluía oficialmente la
existencia de la URSS, faltando dos días para el 69º aniversario de su
establecimiento.
Cuatro meses antes, tras los acontecimientos del 19 al 21 de agosto,
Boris Yeltsin, entonces Presidente de la República Federativa
Socialista Soviética de Rusia (la mayor de las 15 repúblicas que
formaban la URSS), había emitido un decreto prohibiendo la existencia
y actividades del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) en
territorio ruso, en violación de la Constitución y las leyes de la
URSS de la que Rusia todavía formaba parte, y desconociendo la
legitimidad de la mayoría de los diputados tanto en el Soviet Supremo
de la URSS como en el de Rusia, que eran miembros del ahora proscrito
PCUS, como lo había sido hasta ese día el propio Yeltsin. El decreto
ordenaba además la confiscación de todos los bienes del Partido, el
cese inmediato de la publicación de sus órganos de prensa, y el
arresto sumario de sus activistas.
El golpe de agosto
Yeltsin había emergido como el gran ganador de la confusa serie de
eventos de agosto de 1991, que resultaron en la erosión irremediable
de los poderes constituidos y causaron a la URSS una herida que a la
postre resultaría mortal. El día 19, en un nefasto intento por detener
la creciente agitación separatista que amenazaba la integridad
territorial del país, varios miembros del Consejo de Ministros de la
URSS, bajo la dirección del Vicepresidente Gennadi Yanayev y con apoyo
de las Fuerzas Armadas y la fuerza de seguridad del Estado, pero
contra la opinión del Presidente Gorbachov, habían declarado el Estado
de Emergencia. Por varios días, este grupo de ministros se había
reunido con Gorbachov tratando sin éxito de convencerlo de la
necesidad de actuar con mayor energía para aplacar los movimientos
separatistas que comenzaban a tomar fuerza en las repúblicas bálticas,
así como en Ucrania, Bielorrusia y hasta en la propia Rusia.
Ante la negativa de Gorbachov, el grupo de ministros lo desconoció
como Presidente, estableció un Comité de Estado de Emergencia, y
designó a Yanayev como Presidente Provisional. No se cumplieron los
procedimientos previstos por la Constitución para la declaración del
Estado de Emergencia y el reemplazo del Presidente (el Consejo de
Ministros no fue legalmente constituido para tomar la decisión), por
lo que este movimiento puede ser considerado como un «golpe de
Estado». Y aunque la vasta mayoría de la población seguramente estaba
de acuerdo con los objetivos últimos del autoproclamado Comité (el 76%
del electorado había votado en un referéndum en marzo a favor de la
preservación de la URSS), la obvia ilegalidad del procedimiento y la
falta de transparencia de las acciones del Comité sembraron la
desconfianza y la confusión, y alentaron a una decidida minoría a
entrar en acción.
El día 20, Yeltsin salió a las calles de Moscú a arengar a sus
seguidores y a organizar la «resistencia» frente a un ataque militar
que supuestamente estaba por comenzar. El 21 hubo efectivamente
algunos movimientos de tropas hacia el centro de la ciudad, que
encontraron cierta resistencia civil; pero tras tres muertes (dos de
ellas accidentales), el Comité titubeó ante la posibilidad de una
masacre, y pidió a Gorbachov que reasumiera su cargo.
El 22 quedó formalmente reestablecido el orden constitucional, pero el
poder y prestigio de la Presidencia y de todo el aparato del Estado
habían sido irreparablemente dañados. Yeltsin, envalentonado por su
éxito y la rápida popularidad que había obtenido, se resistió a acatar
plenamente los poderes reestablecidos y permaneció en rebeldía frente
al Estado soviético hasta que forzó a Gorbachov a renunciar, y
precipitó la última decisión del Soviet Supremo. Hasta aquí, el relato
de una historia bastante conocida.
Un Pinochet para la URSS
Lo que no es tan conocido es que la idea de dar un golpe de Estado
contra Gorbachov había sido alentada desde 1990 en diversos medios de
los Estados Unidos y el Reino Unido, con la esperanza de que algún
reformador pro-capitalista más audaz que el propio Gorbachov asumiera
el poder y acelerara el desmontaje total del Estado socialista.
Gorbachov había puesto en marcha hacía varios años una serie de
reformas que inicialmente propugnaban reorganizar la URSS con miras a
modernizar las instituciones socialistas y a aumentar la eficiencia y
la productividad de la economía soviética. Sin embargo, a medida que
las reformas avanzaban su objetivo se iba desdibujando, y para 1990,
según palabras del propio Gorbachov, la meta ya era el establecimiento
de una «economía social de mercado» que mantuviera un sector público
con industrias claves bajo control estatal y permitiera al mismo
tiempo el florecimiento de un poderoso sector capitalista. Pero los
planes de Gorbachov requerirían de diez a quince años y mantendrían de
todas maneras buena parte de la economía soviética fuera del alcance
del capitalismo; esto no era suficiente para quienes querían
aprovechar el momento de debilidad de la URSS y borrarla de inmediato
y por completo.
En julio de 1991, durante la reunión Cumbre del G7 que se desarrolló
en Londres y a la que la URSS había sido invitada por vez primera,
representantes del Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco
Mundial hicieron saber a Gorbachov que no le darían el apoyo
financiero necesario para continuar sus reformas si no aceleraba el
ritmo y abría totalmente la economía soviética a los mercados
capitalistas internacionales. Se trataba, según cuenta Gorbachov en
sus memorias, de un chantaje sin atenuantes al que se negó. Apenas un
mes más tarde, el periódico estadounidense The Washington Post publicó
un artículo bajo el insólito título de «El Chile de Pinochet: modelo
para la nueva economía soviética», en que se proponía abiertamente la
necesidad de un golpe de Estado en la URSS para remover a Gorbachov,
eliminar la resistencia a los cambios pro-capitalistas y dar paso
pleno a una economía de mercado. La misma idea, y con parecidas
palabras, ya había sido expuesta en diciembre de 1990 en un artículo
de la revista británica The Economist.
Casi al mismo tiempo en que se publicaba ese insultante artículo del
Washington Post, ocurrió efectivamente el golpe de Estado contra
Gorbachov, aunque, al menos aparentemente, inspirado por intenciones
opuestas a las que alentaba el periódico estadounidense. Pero, fueran
cuales fueran las intenciones de los ministros soviéticos que
establecieron el Comité de Estado de Emergencia, cuando el polvo se
asentó en las calles de Moscú se hizo evidente que en la práctica su
movimiento había servido paradójicamente para abrirle paso a un
dirigente lo suficientemente inescrupuloso y rapaz como para cumplir
el rol de un Pinochet soviético: Boris Yeltsin.
La terapia de choque
En apenas días, contrariando la orientación del gobierno de la URSS y
la línea del PCUS, Yeltsin entró en negociaciones con el FMI, el cual
envió a Moscú a su asesor estrella, Jeffrey Sachs, el promotor
principal del concepto de «terapia de choque» que el Fondo ofrecía por
esos años como receta mágica para resolver los problemas económicos
mundiales. La terapia consistía en la aplicación rápida y sin
miramientos de las más extremas medidas neoliberales (privatización
masiva, recorte radical de los gastos sociales, liberación general de
precios, desregulación de mercados internos e internacionales). La
clave del éxito, según Sachs, era aplicar tal paquete de medidas con
gran rapidez y rigor absoluto, a fin de tomar al país por sorpresa y
hacer imposible la resistencia. Pero para ello se necesitaba de un
gobernante dispuesto a todo, como lo había estado Pinochet en el Chile
de 1973. Y Yeltsin demostró ser ese gobernante.
Entre agosto y octubre de 1991, al mismo tiempo que ordenaba la
privatización de casi 250 mil empresas estatales y la eliminación de
los subsidios y los controles de precios sobre todos los bienes y
servicios, Yeltsin usó su poder político para aplastar cualquier
fuerza que se opusiera a los cambios en marcha. El primer blanco, como
lo había sido en Chile, fue el Partido Comunista. Siguieron los
sindicatos, los consejos de trabajadores y campesinos, las
organizaciones populares de masas. A fines de octubre, Sachs y sus
terapistas de choque estaban confiados en que el pueblo, privado de
sus organizaciones y dirigentes naturales, desorientado y aturdido por
la rapidez de los cambios, y agotado tras muchos meses de lucha
política, ya no ofrecería mayor resistencia. Y Yeltsin se lanzó
entonces a consolidar su control para garantizar la continuidad de las
reformas. Con el PCUS imposibilitado de actuar abiertamente, y con
toda otra forma de resistencia anulada, Yeltsin obtuvo de un
Parlamento controlado por sus cómplices poderes absolutos para
gobernar por decreto.
Bajo la orientación de Sachs, y con la colaboración de un equipo de
economistas neoliberales que adoptaron con orgullo el apelativo de
«los nuevos Chicago Boys» (los chicos originales, recuérdese, habían
sido los asesores de Pinochet bajo la guía de Milton Friedman),
Yeltsin había logrado para fines de 1992 borrar por completo toda
sombra de la antigua Rusia soviética: un tercio de la población se
encontraba ahora por debajo de la línea de pobreza, el consumo de
alimentos se había reducido a casi la mitad, la inflación superaba el
2 mil %, el Producto Interno Bruto había caído en 54%, y el desempleo
era generalizado.
El dictador Yeltsin
A principios de 1993, el pueblo comenzó a reaccionar en numerosas
protestas que reclamaban el fin de las políticas neoliberales. En
marzo, ante la creciente presión popular, el Parlamento votó la
anulación de los poderes absolutos de Yeltsin, y aprobó un presupuesto
que contradecía los mandatos de austeridad del FMI. Pero ya era tarde:
Yeltsin había consolidado su control sobre los elementos claves de la
vida rusa. Sin que nada ni nadie pudiera evitarlo, decretó el Estado
de Emergencia, desconoció las decisiones del Parlamento y recuperó sus
poderes absolutos. Más tarde, cuando el Parlamento y la Corte
Constitucional protestaron la ilegalidad de tales acciones, Yeltsin
ordenó disolver el Parlamento y abolió la nueva Constitución que él
mismo había promulgado meses antes.
Los diputados se negaron entonces a abandonar sus curules, y Yeltsin
ordenó al ejército rodear el edificio del Parlamento y cortar el agua,
la luz y los teléfonos. Tras largas semanas de asedio, y ante el
creciente apoyo que los diputados estaban recibiendo del pueblo,
Yeltsin decidió acabar de una vez por todas con el problema, y el 3 de
octubre ordenó al ejército cañonear, incendiar y tomar el Parlamento a
cualquier costo. Y, a diferencia de los timoratos golpistas de agosto
del 91, a Yeltsin no le tembló el pulso ante la posibilidad de una
masacre: al día siguiente unos 600 civiles yacían muertos, más de mil
habían sido heridos y unos mil 700 habían sido apresados. Rusia estaba
ahora por primera vez en décadas bajo el control de una auténtica
dictadura sangrienta.
Epílogo
Todavía falta por esclarecer completamente las razones profundas que
fueron erosionando el prestigio y la vitalidad del Estado soviético, y
que lo llevaron a la situación de debilidad institucional y
estancamiento económico en que se encontraba en los años 80. Porque
aunque las reformas emprendidas por Gorbachov resultaron en conjunto
una traición al proyecto socialista, no nos cabe duda de que algunas
de tales políticas, al menos en su intención inicial, respondían
efectivamente a la necesidad urgente de corregir los graves vicios y
deformaciones que se habían venido acumulando por décadas. Falta
también por aclarar plenamente el proceso de corrupción interna que
había sufrido el PCUS, y que permitió que personajes de la calaña de
Yeltsin hayan escalado posiciones en su organigrama hasta llegar a
ocupar puestos claves de dirección, sólo para traicionar al Partido,
al socialismo y al país en cuanto se les presentó una oportunidad
propicia.
Pero lo que quedó abundantemente claro ya desde el mismo momento de
estos eventos, es que los principales perdedores con la disolución de
la URSS y el desmantelamiento del socialismo fueron los pueblos de las
repúblicas ahora ex soviéticas. Veinte años más tarde, continúa en
casi todas ellas la inestabilidad institucional que se inició en
1990-93, y se profundizan los problemas sociales y económicos
generados por el establecimiento a sangre y fuego del capitalismo. Sin
el formidable sistema de seguridad social integral de la época
soviética, y con la economía completamente controlada por empresarios
privados en plena expansión de sus intereses, estos pueblos se
enfrentan a una situación de grave desamparo que se agudiza, como en
todos los otros países capitalistas, con cada crisis cíclica del
sistema.
Así que no puede sorprender que, pese a la prohibición que se mantuvo
por más de dos años sobre las actividades comunistas en Rusia, pese a
la intensa y permanente campaña de desprestigio y calumnias en los
medios de comunicación de todo el mundo en contra del PCUS y sus
sucesores, y pese a las maniobras de todo tipo que continúan hasta el
día de hoy para dificultar las actividades de las organizaciones
comunistas y prevenir su avance, el Partido Comunista de la Federación
Rusa (PCFR) es hoy el segundo mayor partido del país con cerca de 20%
de los votos en las elecciones presidenciales de 2008 y las
parlamentarias de 2011 (ha quedado demostrado que en ambas
oportunidades el PCFR fue víctima de fraudes que lo privaron de cerca
de la mitad de su votación), y el primero en algunas localidades y
regiones. Ni puede sorprender que los comunistas también estén
obteniendo éxitos electorales incluso mayores en varias otras
repúblicas ex soviéticas, como Moldavia, Letonia y Bielorrusia. La
historia continúa, y sus mejores páginas aún están por escribirse.
Por: Fernando Arribas García*. Especial para Tribuna Popular.
*Director del Instituto de Estudios Políticos y Sociales «Bolívar-Marx».
a través de yahoogroups.com, para Nicaragua Socialista
ysiacaso.liquidame@gmail.com
Miércoles, 11 de Enero de 2012 11:24
Puede consultar todos los mensajes y materiales publicados iniciando en:
http://es.groups.yahoo.com/group/Nicaragua_Socialista/
(PAZ CON DIGNIDAD)
Nota.- Han pasado dos décadas de la implosión de la URSS. Sin embargo,
hasta el presente no hay literatura directa acerca de este
acontecimiento que, como el propio triunfo de la Revolución de
Octubre, estremeció el mundo.
Triunfó la revolución de manera singular. Según la teoría,
el socialismo no podía implantarse en un solo país. Esto era lo que
ataba de pies y manos a los partidos proletarios europeos. Pero Lenin
hizo la revisión de la teoría marxista, escribió El Imperialismo,
etapa superior del capitalismo, replanteó el concepto de época,
replanteó el término imperialismo ligándolo al desarrollo económico
del capitalismo, la fusión del capital industrial y el capital
bancario, lo principal, señalando las raíces económicas de la crisis
política mundial. Con clarividencia política utilizó con oportunismo
la crisis mundial, la crisis del Estado zarista, y así pudo lograr,
con la vanguardia bolchevique templada en mil combates, el triunfo de
la Revolución de Octubre. Y con el desenmascaramiento del reformismo
de la Segunda Internacional, declaró su caducidad y forzó la escisión,
logrando así levantar la Tercera Internacional. ¡Fue, pues,
revisionista, oportunista, escisionista a lo marxista!
Ante el cambio de la situación, propuso y logró la Nueva
Política Económica NEP, sentando las bases para la industrialización
del nuevo y joven Estado proletario, que recién en 1928 pudo iniciar
planificadamente la liberación de las fuerzas productivas del país.
Sólo así pudo enfrentar la agresión nazi fascista y lograr
la histórica victoria en la II Guerra Mundial. Y hasta iniciar la era
espacial, gran aporte soviético a la humanidad.
¿Por qué, entonces, con estos cambios trascendentales, la
URSS entró en crisis ideológica, teórica, política, orgánica, que la
llevó a su disolución?
Nada hay absoluto en la vida. Todo lo positivo trae lo
negativo y viceversa. Y así como se requirió el replanteo inicial,
cada etapa exige replanteos. La realidad soviética había cambiado. Lo
que fue necesario al comienzo, ya no era necesario después, y hasta
era contraproducente conservarlo. De aquí hay que partir para analizar
lo ocurrido.
Se requiere, entonces, promover este análisis como Tema de
Actualidad.
Ragarro
02.11.12
--
Luis Anamaría http://socialismoperuanoamauta.blogspot.com/
http://centenariogeorgettevallejo.blogspot.com/
http://socialismoperuano.blog.terra.com.pe/
cel 993754274
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