sábado, 7 de enero de 2012

Un nuevo libro sobre la poesía de Arguedas mas Un relato de Selenco Vega


-Asunto: Un nuevo libro sobre la poesía de Arguedas + Un relato de Selenco Vega

Un nuevo libro sobre la poesía de Arguedas
Por Camilo Fernández Cozman

Sin duda, José María Arguedas (1911-1969) es una de la figuras capitales de la narrativa latinoamericana. Identificado plenamente con el mundo andino, pergeñó, en español, sus textos en prosa; escribió, en quechua, su poesía. A ello hay que agregar su profusa labor como antropólogo y traductor de textos centrales como Dioses y hombres de Huarochirí. Investigadores como Martín Lienhard, Antonio Cornejo Polar, William Rowe, Ángel Rama, entre otros, han dado a conocer textos imprescindibles sobre la obra del gran escritor andahualyno. Ahora un nuevo libro se suma al prontuario de la producción bibliográfica sobre el célebre autor de Los ríos profundos: José María Arguedas... Urpi, fieru, quri, sonqoyky*, de Mauro Mamani Macedo, texto con el cual este último obtuvo merecidamente el Premio Internacional de Ensayo Copé 2010, otorgado por PetroPerú.
Mamani, profesor de la Universidad de San Marcos e investigador especializado en el mundo andino, toma como punto de partida la infernal lucha con el idioma que tuvo que enfrentar Arguedas para traducir una cosmovisión andina. En la poesía arguediana se dan tres conflictos que se pueden enunciar así: 1) La difícil elección del quechua como lengua para escribir poesía, 2) Decisión de qué tipo de quechua utilizar y 3) Cómo traducir dichos poemas al español. Para Arguedas, el quechua superaba al castellano en lo que concierne a la expresión de los sentimientos.
Posteriormente, Mamani precisa el corpus de la poesía arguediana. Hay que considerar, como él bien lo señala, que ya en la narrativa de Arguedas hay numerosos procedimientos (tropos y otras figuras literarias) que dan un aliento poético a esta última. Américo Ferrari señala que es muy difícil diferenciar, con absoluta precisión, las fronteras entre la narrativa y la poesía al interior de la obra arguediana. En tal sentido, Los ríos profundos tiene un hálito lírico indiscutible; por otro lado, algunos poemas del escritor andahualyno poseen una cierta narratividad que le dan un tono épico imponente.
Mamani hace una escisión al interior del corpus: textos incluidos en Katatay y otros poemas (1972), y aquellos no insertos en dicha compilación. Manuel Larrú, experto en literatura quechua, plantea un esquema de producción de la obra arguediana que consta de tres momentos: 1)La identificación con el universo andino, 2) El encuentro con el otro, donde se observan dos visiones del mundo (la occidental y la andina) y 3) La transformación que implica reconocer cómo el proceso migratorio hace que el hombre andino se inserte, con raíces propias, en la costa.
En lo que concierne a los poemas no reunidos en Katatay..., Mamani aborda algunos textos que están en la novela Todas las sangres como "Oye, Gertrudis" ("Yau, Gertrudis") y "No has de olvidarte, hijo mío" ("Ama k'onk'aychu, churiy"). Asimismo, analiza un poema escrito y entregado a Francisco Miró Quesada C. que será publicado en El Dominical de El Comercio en 2008. El texto termina con la expresión: "Urpi, fieru, quri, sonqoyky" ("Tu corazón es de fierro, de oro, de paloma").
En lo que respecta a los poemas compilados en Katatay..., el investigador desarrolla la noción de amaru social, el dios serpiente que implica el retorno de Inkarrí. Asimismo, pone de relieve la naturalización de la máquina en "Oda al Jet", la danza del hombre y la naturaleza en "Katatay", y la oposición entre la ciudad letrada y el mundo andino, entre otras características.
El libro de Mauro Mamani está sólidamente estructurado y enfoca un aspecto no tan explorado de la obra arguediana: su poesía en quechua. Hecho que lleva a preguntarnos cómo el genial autor de Yawar fiesta configura un universo inagotable y retrata, así, el rostro pluricultural y multiforme del Perú.


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Publicado por Camilo Fernández Cozman en La soledad de la página en blanco el 12/31/2011 06:17:00 AM

Friday, September 05, 2008


SELENCO VEGA


Lima, 1971. Estudió Literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, donde se licenció con una tesis sobre la poesía de Carlos Oquendo de Amat. Ha publicado los poemarios Casa de Familia (1975) y Reinos Que declinan (2001), así como la colección de relatos Parejas en el parque y otros Cuentos (1998), y obtenido los primeros premios en el Concurso Nacional de Poesía "Cesar Vallejo" (1994), el cuento de las Mil Palabras de la revista Caretas (1995) y el Concurso Nacional "El Poeta Joven del Perú" (1998). Ha sido profesor de Literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, y es actualmente docente en las universidades de Lima y San Ignacio de Loyola. Asimismo, es Colaborador de la Revista de Crítica Literaria Latinoamericana.
(
Tomado del libro publicado por Petroperú para los ganadores del premio COPE. 2006)



EL MESTIZO DE ALPUJARRAS
Por Selenco Vega


Las Alpujarras (sierras de Granada), marzo de 1570. Gómez Suárez de Figueroa, o Garcilaso, como prefiere que lo llamen desde hace unos años, junto con otros 600 españoles fieles a la Causa del Rey, se prepara para el momento de la verdad. La última sublevación morisca originada por el decreto real que impide la práctica de otra fe distinta de la católica, tiene preocupadas a sus majestades. No es el primer problema de este tipo, no será el ultimo en el Imperio donde jamás se pone el Sol; pero el fervor de los seguidores de Alá, inflamado por los discursos incendiarios de su líder, Aben Aboo, tiene mucho de valor de símbolo, tanto que ha movilizado en persona a Felipe II, que ha debido olvidar por un tiempo a su enemigo natural, el león ingles, y girar su real cabeza hacia el corazón de sus dominios.
Al llamado del Emperador acudió Gómez Suárez. A Diferencia de otro, a quienes animaban por igual el placer de La aventura y la posibilidad de hacerse de un botín millonario. Al mestizo lo ha movido más bien una intención (un anhelo) de tipo moral: ayudar a que el destino confiado por la Divinidad a España y civilizar el mundo entero e irradiar la verdadera fe no sea detenido por nadie. Allá, marcha ahora, enrolado en las mesnadas del marqués De Priego. Marcha disciplinadamente, soportando hambre y sed por entre campos y quebradas vertiginosas que si fueran algo más imponentes podrían confundirse con las de su Cusco natal Su Cusco, que abandonó hace ahora ocho años para venir a España a reclamar (sin éxito) lo que le correspondía: los títulos nobiliarios y la riqueza heredada de su difunto padre, el capitán Sebastián Garcilaso de la Vega. Es cierto: solo rechazos y discriminación encontró desde su llegada a la Península. Su condición de hijo natural, de mestizo nacido en las Américas, le ha acarreado más problemas que beneficios. Ni siquiera la paternal acogida y la protección de su tío Alonso de Vargas ha conseguido conjurar del todo el resentimiento y la desilusión de estos últimos años. Espolea con su furia su caballo (no quiere que los recuerdos amargos lo alcancen) y lo lanza a una carrera sin destino fijo. A medida que avanza un humor más sosegado lo entretiene: sabe que a otros su difícil situación habría derrotado hace tiempo, los habría hecho desistir e iniciar el espinoso camino de regreso a casa…. Pero no a él,
Descendiente directo de un hijodalgo español y de una princesa incaica. Su ímpetu disminuye un poco más mientras dirige su caballo a un abrevadero que ha encontrado cerca, a un costado del camino. Hombre y bestia se detienen a beber. Sus siluetas se reflejan lado con lado en el agua estancada, temblando al inicio en círculos concéntricos que, al estabilizarse, permiten al mestizo observarse gracias a las últimas luces de este atardecer granadino. Ha pasado los treinta años; sin embargo, aún se parece bastante a la imagen más amable que conserva de sí mismo (tendría quince años; un pintor español llegado al Cusco lo retrató entonces en un escena pastoral que debía embellecer las paredes de la catedral): las últimas luces del crepúsculo reverberan sobre su frente amplia, bajan por sus mejillas trigueñas y delinean su nariz regular y larga; más al sur, dibujan formas tenues sobre sus labios semejantes a los de su padre, luego retornan e iluminan sus ojos negros, vivaces (ay, pero nunca españoles…) y encienden finalmente , como un campo de trigo, aquellos cabellos lisos que una brisa persistente empuja hacia atrás, dándoles vida, haciendo que se asemejen a esas pequeñas culebras andinas que una parte de él identifica por su nombre quechua: amarus.
Espolea su cabello y lo conduce de regreso a las mesnadas del marqués de Priego (donde nadie parece extrañarlo). Mientras lo hace, se pregunta otra vez por su difícil condición de mestizo en la metrópoli. Menos mal que sus lecturas recientes de Platón y de Platino le han servido de consuelo, le han permitido ordenar a tiempo los fragmentos de una realidad que por momentos, era lo más parecido a un espejo roto. Ahora comprende que Dios, en su infinita sabiduría, dispuso que todos los imperios del mundo, rescatando a las almas del infierno reservado a los infieles sin ley ni autoridad. También el otrora orgulloso imperio de su madre participó, a su modo, de aquel proyecto divino: al conquistar a los pueblos salvajes del Perú, al asimilarlos a su sociedad compleja y organizada, les había inculcado entendimiento y razón, los había preparado para la llegada de los españoles y de la fe verdadera. Él mismo era resultado de aquella voluntad divina. Que los otros no vieran que su rostro era el rostro del Hombre Nuevo, que no entendieran que el suyo era el color de la tierra forjado gracias a la unión de las dos mitades del mundo por obra y gracia del Amor Celestial, ese no era su problema… En realidad, el único problema que importaba ahora y que lo obsesionaba era el de ayudar a España a cumplir con su deber sobre la tierra. Ningún hereje –y menos el infiel Aben Aboo- debía retrasar el delicado y armónico fluir de la historia.
Acaba de despertar de un sueño largo, confuso e inquietante otra vez era adolescente en el Cusco. Se repetía con la misma saña con que la recordaba la rebelión del encomendero Francisco Hernández Girón. Un pariente del corregidor local celebraba su boda y él, Gómez Suárez, por primera vez era invitado a beber licor sentado a la mesa de españoles nobles. Su padre lo miraba sonriente, con una sonrisa que algo de orgullo paterno llevaba ante el niño que lentamente se hacia hombre. El licor era amargo, pero era dulce sentirse observado por todos, celebrado. Unas palabras amables de gente mayor que se interrumpen ante el fragor impensado de unas espadas que rasgan el seguro de la puerta. Ninguno de los hidalgos presentes alcanza a reaccionar, cuando la velocidad de rayo del encomendero Hernández Girón irrumpe en medio de la ceremonia, junto con sus hombres. Todo es confusión y desorden. Los conjurados desenvainan y la emprenden contra quienes rehusan plegarse a su levantamiento. El mestizo es aún muy joven y no entiende que se tenga que matar con tanta saña para defender la posesión de unas tierras. Hernández Girón dice cosas obscenas contra el Rey, contra las autoridades que han restringido sus derechos feudales en el Nuevo Mundo; la excelente memoria de Gómez Suarez retiene (será para siempre) esas terribles palabras, mientras se esconde debajo de una mesa que, por suerte, se ajusta bien al tamaño de su cuerpo…. De pronto, abruptamente, el sueño cambia el lugar y tiempo: es más pequeño ahora, tiene apenas seis años cumplidos; la casa del pariente del corregidor local se ha convertido sin razón aparente en un torreón cusqueño; hasta allí lo ha conducido Huallpa Tupac, su abuelo materno. Dentro del torreón descubre a otros parientes de su madre, entre ellos el robusto Chanca Rumachi y quien es su favorito, el amauta Juan Pechota; este, con sonrisa de satisfacción, toma al pequeño mestizo en brazos. Todos forman un circulo alrededor de Huallpa Tupac, que con un quipu en la mano empieza a relatar en quechua viejas historias de un tiempo anterior a la llegada de los españoles. Gómez Suárez está a punto de pedir a ese abuelo remoto que lo deje allí, entre esas cálidas paredes que parecen vivas y acogedoras como el vientre de una madre, cuando una mano demasiado terrenal se inmiscuye en su sueño y lo deposita otra vez en la realidad agreste de estas sierras de Granada.
Quien lo ha despertado es Diego de León, uno de sus compañeros de mesnada. El rostro redondo, erizado de barbas rojizas del recién llegado, se dirige al mestizo con expresión divertida. Trae el aliento endemoniado de los que han bebido en exceso. Sus ropas son inmundas; sus modales, groseros. Se trata de un aragonés de baja estofa, pero con hambre de gloria:
- Hora de continuar la jornada. Venga, mestizo, que el hideputa de Aben Aboo nos está aguardando junto a con su gente…
Diego de León es uno de los pocos de la mesnada que no lo rehuye por distinto. Si no es su amigo, al menos no lo trata con indiferencia. Han tenido largas conversaciones nocturnas a lo largo de la jornada. En un cuarentón pendenciero que gusta de gastar bromas a todo el mundo. También Garcilazo intenta ser divertido con él; mejor dicho, ingenioso. La ancha barriga del aragonés, que apenas cabe dentro de una gastada coraza de cuero, se resuelve en convulsiones jocosas a cada nueva ocurrencia de aquel mestizo tímido, de ademanes señoriales.
Mientras marchan a reunirse con el resto de la mesnada, Diego de León decide jugarle una nueva broma, sin duda motivada por sus facciones angulosas, por el color aceitunado de su piel:
- Voto a Dios, compañero Garcilaso, que de español no tenéis ni el rabo. Quitad de vuestro cuerpo esas prendas cristianas y cualquier moro os confundirá con uno de ellos. El mestizo intenta responder, decirle algo jocoso relacionado con la espesura de sus barbas, pero el aragonés sube el tono de su voz y remata la chanza:
- Guardaos mucho de andar en cueros por allí. No sea que alguien de nuestra mesnada os desconozca y la emprenda contra vuestra merced.

El viaje por Las Alpujarras ha sido largo e incierto. Toda Granada se le antoja un inmenso campo agreste y frío, pequeñas aldeas miserables se abren paso a uno y otro lado del camino, como pústulas rojizas sobre la noble piel de la madre España. De vez en cuando, alguna morisca desprevenida que lleva el rostro cubierto por un velo aparece y desaparece ahogando un grito, ante le temor que despierta aquel puñado de godos que cabalga tras los pasos de Aben Aboo y su gente, a cumplir con el Emperador.
…. O son los viejos pedregosos de tu Cusco natal, Gómez Suárez, que tal es tu verdadero nombre. Los viejos caminos de infancia que vuelves a recorrer, como una paradoja que confunde tiempos y lugares, como un rencor antiquísimo que se hace polvo y te incrimina, como un ajuste de cuentos que no tiene cuando acabar… Observa aquellos ojos negros, infantiles, que te miran con pavor un instante y se refugian luego entre los brazos de su madre; escucha a esas ancianas miserables que, cubiertas de los pies a la cabeza con harapos negros, repiten como un salmo prohibido algo que, sospechas, se relaciona con su dios tutelar…¿Los observaste? ¿No son acaso los vestigios fantasmales de tu propia gente…? No, te engañas, Gómez Suárez: el renegado Hernández Girón ha regresado, junto con sus huestes. ¿No oyes el paso marcial de sus caballos de guerra? Por eso, escóndete, no pierdas tiempo y refúgiate en los brazos de tu madre, en el regazo de tu abuelo Huallpa Túpac, que si aún respira solo son para contarte los secretos finales de ese imperio de piedra que ahora yace oculto, como un bien perdido sin remedio entre las brumas del tiempo… No te engañes, sigues siendo el mismo niño que mastica su temor en el idioma en que lo masticó tu madre, y aquellos rastros que parecen deshacerse como polvo en las profundidades no son más que las viejas voces que te piden que huyas, Gómez Suárez, que te cuides de la furia de los españoles, que ya vienen por ti. ¿No los sientes? Son los mismos demonios que hacen retumbar la tierra son sus pisadas mortales, con los rayos de plata de sus bombardas semejantes al trueno, con sus mastines engordados con sangre india, con la ferocidad de sus espadas, que solo se inclinan para matar…
Hay un sol extraño que reverbera a destiempo, que desafía esta primavera todavía incipiente que no debiera darle cabida. Garcilaso quiere limpiarse el sudor pegajoso que corre por su frente amplia, pero el casco que trae se lo impide. Se apea un instante del caballo, que bufa liberado de su carga. Deposita suavemente sus armas, la toledana que se tiende como un cuerpo sin vida sobre la hierba agreste de estos campos de Granada. Bebe un sorbo de su garrafa e intenta relajarse, poner su mente en blanco; desea, aunque sea un instante, descansar de los recuerdos de infancia que los siguen acosando como si tuviera vida…
Ya repuesto, lo sorprende la caída de la noche, junto con la sensación inevitable del combate que se acerca…No es miedo lo que siente, no… Otra media hora de jornada y la voz aguardentosa, festiva, de Diego de León confirma, entre largas loas al Emperador y a Dios, lo que todos allí parecen saber: a menos de dos lenguas de distancia un grupo de moros apertrechados detrás de una muralla improvisada los aguarda. La muralla, bombardeada anteriormente por fuego cristiano, es en verdad la espina dorsal desnuda, el esqueleto durmiente de lo que en otro tiempo fue bastión levantado para defender el poder de los califas árabes.
Un largo cuerno que retumba desde el flanco moro: un cuerno que es como el grito enfurecido de un animal mitológico que se dispone a morir…
Garcilaso – junto a Diego de León y los otros soldados de la mesnada – solo espera la orden para lanzarse al ataque. Su toledana esboza un brillo que la recorre de parte a parte, un brillo que se dibuja como una sonrisa a la clara luz de una fogata improvisada. Detrás de la muralla morisca, por entre la línea de cumbres de la Sierra Nevada, el mestizo distingue las formas oscurecidas del Veleta; también percibe la cumbre del otro nevado, el Mulhacén.
La orden de iniciar el combate llega, no a través de una voz humana, sino por el sonido de una bombarda que ha taladrado de noche. (Años después, al repasar con su excelente memoria este episodio crucial, Garcilaso será incapaz de recordar los detalles más íntimos de su pensamiento; solo sabrá, como lo sabe ahora, que no es miedo lo que siente.)
Diego de León, con ojos descontrolados y aullando como una bestia hambrienta, toma la delantera junto con los más veteranos de la mesnada. Ha comenzado el asedio de aquel bastión morisco. Se
Oyen fuegos de bombardas y tiros de arcabuces provenientes de ambas líneas; los primeros gemidos se confunden y, muy pronto, parece que es la propia noche la que se quebrara en lamentos desgarradores frente al espectáculo de la sangre derramada…
Sólo Garcilaso deambula por allí, entre os últimos de la mesnada. Montando en su caballo, con su toledana en ristre y los ojos extraviados, aún no se decide a atacar. No sabe qué lo detiene. Apenas percibe la proximidad de un combate cuerpo a cuerpo se aleja por otros rumbos; se tropieza con la oscura piel de un morisco caído en defensa de Alá, se persigna en cristiano y prosigue su camino. Un extraño sentimiento superior a sus fuerzas lo obliga a escapar.
Pero no es cobardía, Gómez Suárez. Ocurre que de pronto has percibido la grave voz de tu madre, que te llama a refugiarte con ella del renegado Francisco Hernández Girón. La princesa Chimpu Ocllo te grita en quechua que el rebelde y su gente están a pocas leguas del Cusco. Su furia de lobos enloquecidos amenaza con destruir lo que queda de aquella ciudad agonizante a la que Dios, estás seguro, no habrá de concederle una segunda oportunidad. También has percibido las voces de tus otros parientes, de tu abuelo Huallpa Tupac, que al igual que tu madre te suplica en quechua que corras, que atravieses esos campos de muerte y huyas de los godos sedientos de sangre y otro que han lanzado contra ti a sus perros de presa…
El problema para Garcilaso es que los caminos por los que puede deambular son cada vez más estrechos. Casi empujado por la vehemencia de Diego de León y sus demás compañeros, ha debido apearse del cabello y continuar a pie. De esta forma, sus pisadas errabundas lo conducen a una especie de pasaje natural que, seda cuenta, desemboca junto a una pared adyacente a la fortaleza morisca (o lo que queda de algún moro ha dejado abierta en su anhelo por lanzarse al ataque. Aquella parece la entrada secreta a un cobertizo a una cámara enemiga en la que ningún español ha reparado hasta ahora.
Garcilaso sabe que debería regresar y dar aviso a su gente; sin embargo, una curiosidad superior a sus fuerzas lo sigue empujando y lo hace atravesar la entrada. Allí dentro, a la luz vacilante de una discreta fogata, descubre a una morisca todavía joven con su pequeño en brazos. Madre he hijo están cubiertos por un manto de bellos diseños árabes que transmiten el temblor de sus cuerpos. Tal vez se trate de la concubina y del hijo de algún señor importante (quizá del propio Aben Aboo): Garcilaso lo ignora y no tiene interés en saberlo. Se queda observando unos segundos aquella escena que parece tan alejada de la guerra: le agradan los ojos grandes de la morisca, el perfil aguileño de su rostro color de arcilla. Le hace un leve gesto que en otras circunstancias podría confundirse con galantería, y cierra con cuidado la puerta. Reinicia entonces su camino hacia ninguna parte. Ha abandonado completamente el pasaje natural y está cerca de reunirse con sus compañeros, cuando rapara en que alguien más ha descubierto la entrada y comienza a recorrerla, entre exclamaciones de satisfacción y triunfo.
Sin cambiar para nada el aspecto de su rostro extraviado, el mestizo regresó sobre sus pasos. Fuera de la fortaleza, los sonidos de las bombardas y el escupitajo de los arcabuces parecen no tener fin. Garcilaso empuja sigilosamente la puerta. Dentro del cuarto, un enorme godo forcejea con la joven morisca que, con un cuchillo entre las manos, lucha con intensidad desgarradora por su vida. El hombre ríe a grandes carcajadas, más preocupado por quitarle a ella el velo y las ropas que por desarmarla.
A un costado, desnudo de la cintura para arriba, el pequeño morisco parece atragantarse con su propio llanto helado.

… Una descarga entonces, una brillante luz que todo lo ciega y ese zumbido tan parecido al trueno que ha arrojado al mestizo a tierra. Pasan unos segundos en los que siente desfallecer, en los que todo se confunde con esa luz blanca tan semejante a la inconciencia… Cree despertar de nuevo en lo que parece el viejo solar cusqueño donde pasara su infancia es la casa paterna, esta seguro: allí están, alineados, frondosos, los robustos árboles que solían echar una sombra fresca sobre todas las cosas. Está también el patio señorial con su fuente de bronce y el escudo de armas grabado con caracteres dorados sobre el piso de azulejos. Muy cerca, dentro del galpón principal, descubre a su madre: el cuerpo desnudo de la robusta Isabel Chimpu Ocllo está disfrutando de su baño diario. El agua discurre por sus enormes senos de pezones oscuros, por su vientre todavía generoso y cubierto de vellos lisos, por sus muslos firmes que parecen dos cauces naturales por donde desciende un aliento de vida… Para horror del joven mestizo, sin embargo, el baño de su madre se interrumpe de pronto, ante la súbita aparición del encomendero Hernández Girón. Con una carcajada de triunfo, el rebelde se ha arrojado sobre el cuerpo desnudo de la princesa cusqueña. Garcilaso está a punto de correr en su auxilio, pero un horror todavía más grande se lo impide: se ha dado cuenta de que Hernández Girón es en verdad su padre. Imposible equivocarse: la misma silueta espigada del capitán español, el mismo perfil anguloso y sombrío de cuando le confesó a ella que debía abandonarla, que por consejo real iba a contraer nupcias con doña Luisa Martel de los Ríos, una dama más cercana a su abolengo... Y ahora estaba allí, su padre, forcejando con ella, dominándola, sometiendo a su madre en lo que más parecía un juego violento, sexual…

Aún maltrecho por el impacto feroz de la bombarda, flotando vagamente entre los charcos de una realidad mezclada con el sueño reciente, Garcilaso divisa de nuevo a la morisca. Ella no se encuentra afectada; al contrario, la terrible explosión parece haber jugado a su favor. Todavía conserva el cuchillo en su poder y, entre aullidos de histeria, se dispone a usarlo contra su enemigo. El godo, a juzgar por la posición de su cuerpo, está llevando la peor parte. Una columna de madera caída ha inutilizado una de sus piernas. Con el último aliento que le queda, el soldado se ha vuelto hacia el mestizo que, por primera vez, a ver su rostro. Tiene una herida en la frente de la que mana sangre mezclada con un líquido viscoso. Una quemadura le ha tiznado la mitad derecha de la cara y las hirsutas barbas rojizas, que humean. Aun así. Garcilaso reconoce sin problemas la voz aguardentosa, dolida, de Diego de León, su compañero de armas:
- Venga, mestizo – es lo único que, a duras penas, consigue articular- : Corred en mi auxilio, pronto. Las palabras del gigante aragonés son suficientes para hacerlo reaccionar, salir de su letargo. Por primera vez sabe quién es, ha expulsado de su mente sus miedos más íntimos y no hay necesidad de más preguntas. Empuña su toledana en alto y se lanza al ataque con un grito justiciero que le ha brotado de lo más hondo del alma:

-¡Viva el Emperador!

Instantes después, la morisca aún observa a ese hombre vestido como godo, pero que se asemeja tanto a ella por el color de su piel; ve que permanece a un costado de ella con los brazos cruzados, como si tuviera mucho frío o como si pensara abrazada a su pequeño. La mujer de rostro de arcilla jadea, más por el estupor de aquel final incierto que por la lucha intensa que ha librado por su vida. La espada de Garcilaso yace en tierra, empapada desde su empañadura en abundante sangre humana. Más allá, el rostro de Diego de León se ha congelado para siempre en un gesto que es por igual de terror y de sorpresa. Su garganta, atravesada por el limpio filo de la toledana, ha detenido una última palabra, una palabra inconclusa, una media palabra que es lo más parecido a un espejo roto:

-Mest…






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