Daniel Mathews Carmelino.
Quiero comenzar agradeciendo a Quemanta que me da este espacio para una preocupación permanente en mi agenda: indoamérica, las luchas de nuestros pueblos originarios. Haremos un recorrido imaginario por los distintos países. Cada artículo tratará de un espacio distinto pero la misma lucha. La llamada “independencia de América” fue en realidad una segunda colonización a cargo de los hijos de los españoles. Pronto los virreyes españoles fueron remplazados por virreyes de Inglaterra o Estados Unidos. Siempre fue afuera que se definieron nuestras políticas. Pero incluso en los momentos de más independencia: en la Venezuela de Chávez o en la Bolivia de Evo, los pueblos indígenas han sido marginados del poder. Muchas veces han sido mudos. En estos artículos pretendo darles la palabra.
Voy a comenzar dándole la palabra a la Iglesia de Chubut, en la Patagonia Argentina. Y parecerá raro que lo haga. La Iglesia Católica siempre ha hablado fuerte. Pero no toda. Desde que llegó con la invasión española estuvo dividida en dos: la nuestra y la del poder. La Iglesia de Chubut ha denunciado a uno de los mayores enemigos de nuestros pueblos: la megaminería.
Es raro que se tenga que denunciar a la megaminería en Chubut. Se supone que ahí está prohibida. La provincia del Chubut fue la primera en prohibir por ley la actividad de la minería a cielo abierto en la Patagonia Argentina. Lo hizo luego de que en la ciudad de Esquel el ochenta por ciento de la población se pronunciara mediante plebiscito y con el voto secreto, en contra de una explotación minera de esas características en la región. Eso fue en el año 2003 como resultado de una movilización en la que las comunidades mapuche-tehuelche de la región tuvieron una activa participación.
Pero ahora se ha dado autorización para un proyecto de exploración minera. El cuento es que no se trata de explotar sino apenas de explorar. Es como si se autorizara a filmar un banco para averiguar sus mecanismos de seguridad porque lo que está prohibido es el robo no su planificación. Esta aberración exhibe el enorme poder corrosivo institucional que difunde ese tipo de empresas. Todos sabemos lo que viene después de preparar un delito: ejecutarlo.
Y es en ese marco que Virgilio Bresanelli, obispo de Comodoro Rivadavia, expuso sus “Reflexiones sobre la megaminería” el 2009. Me ha parecido bueno comenzar esta serie de artículos comentándolas porque en ellas se deja claro que no es una lucha argentina sino continental: “los excesos que compañías mineras han cometido, en períodos recientes, especialmente en países pobres y/o en vías de desarrollo, dañando gravemente su biodiversidad y el equilibrio inscripto en la naturaleza, con la eliminación de bosques, la contaminación ambiental y la conversión de zonas explotadas en inmensos desiertos”.
El primer paso para construir un desierto es el uso indiscriminado de millones de litros de agua. El agua como un derecho humano básico y esencial, indispensable para el sostén de cualquier vida. El agua como bien del cual están careciendo las poblaciones del interior y también las urbanas, afectando sus actividades y su misma vida. Si pensamos que los pueblos originarios son mayormente campesinos o ganaderos el agua es un bien demasiado precioso para ellos, como dicen en el Perú “el agua es un tesoro que vale más que el oro”. En el caso de Chubut se trata de comunidades ganaderas de vacunos y porcinos que ven seriamente afectados sus derechos. Si esto es de por si grave en Argentina lo es más porque la Constitución reconoce a las comunidades indígenas como “anteriores al Estado” y por lo tanto deben ser protegidas por este. Sin contar con el Convenio 169 de la OIT del que la Argentina es suscriptor y que protege su derecho a la existencia colectiva, a la identidad cultural, a la propia institucionalidad y a la participación.
El citado convenio impone a los Estados el deber de consultar previamente a los pueblos indígenas siempre que se estudie, planifique o aplique cualquier medida susceptible de afectarlos directamente. Ellos han de ser protagonistas del propio futuro y del destino de los campos que utilizan. Por eso, para que puedan decidir libre y responsablemente al ser consultados, deben ser informados exhaustivamente acerca del alcance y riesgo de la actividad minera en su comunidad o en territorios aledaños.
Pero no sólo es un tema de agua. Además la megaminería utiliza la lixiviación con químicos tóxicos (cianuro, mercurio) para obtener mayor rentabilidad, triturando toneladas de piedra, dejando un pasivo ambiental de larga vida por su efecto contaminante, con su impacto destructor sobre la salud humana y el resto de los seres vivos, que son indispensables para mantener las fábricas naturales de agua, de suelo y de estabilidad ambiental.
El gran argumento de la megaminería es que crea riqueza. Pero en realidad la destruye. El documento del obispo Bresanelli se pregunta “¿Quién asume las consecuencias del impacto ambiental y la responsabilidad de privar a las generaciones futuras de recursos que les pertenecen?” La riqueza fácil de hoy es la pobreza de mañana. Para muchos es la pobreza de hoy mismo. No es cierto que cree empleo. Al destruir la ganadería en la zona deja a muchos sin fuente de ingreso a cambio de una actividad regida siempre por el criterio de la máxima rentabilidad, de corta duración, que está sujeta a procedimientos rápidos (intensos), muy tecnificados (con lo cual la población local queda excluida, o limitada a las tareas de menor importancia). Las obras de infraestructura anexas como vías de acceso y otras con frecuencia las paga el Estado. Las obras sociales, con las que las empresas endulzan a la población “sólo una mínima devolución de lo mucho que se llevan, sin una mayor significación humanitaria” según el documento.
Después de la crítica viene la propuesta y en eso el obispo Bresanelli no escatima. La mayor parte de propuestas están orientadas a la preservación de la vida y a la defensa de la ecología. Pero también a la de los pueblos originarios. “No quisiéramos que el resultado conclusivo sea la aparición de pueblos fantasmas y de lugares áridos, insalubres e inhóspitos”. También propone formalizar el principio del agua como derecho humano, y por ende regular su utilización y defender las cuencas acuíferas superficiales.
La parte final me parece que es la más potente. Porque no se trata sólo de un debate entre ganadería y minería. El punto es que tipo de desarrollo queremos. Y la propuesta de la Iglesia de Chubut en este nivel es más que clara: “desarrollo alternativo, integral y solidario, basado en una ética que incluya la responsabilidad por una ecología natural y humana, que se fundamenta en el Evangelio de la Justicia, la solidaridad y el destino universal de los bienes, superando la lógica utilitarista e individualista, que no somete a criterios éticos los poderes económicos y tecnológicos”. Más allá o más acá de las referencias teológicas propias de un documento como este ese es el futuro que queremos para todo el continente, para todo el planeta.
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