lunes, 24 de junio de 2013

: 25 de junio. Día de la Gente de Mar. Juan Ojeda, poeta de estos y otros océanos. Folios de la Utopía.



CAPULÍ, VALLEJO Y SU TIERRA

Construcción y forja de la utopía andina


2013 AÑO

EVANGELIO VALLEJO DE LA SOLIDARIDAD

Y UNIVERSALIDAD DEL MUNDO ANDINO


JUNIO, MES DE LOS NIÑOS,

DEL MEDIO AMBIENTE, DE LA GLORIA

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CALENDARIO

DE EFEMÉRIDES


25 DE JUNIO



DÍA

DE LA GENTE

DE MAR



FOLIOS

DE LA

UTOPÍA



JUAN OJEDA,

POETA DE ÉSTOS

Y OTROS OCÉANOS

AUTOR DE EL ARTE DE NAVEGAR


Danilo Sánchez Lihón



1. El mar u océano

en la poesía


El océano, o el mar, en la poesía peruana ha tenido múltiples y diversos registros. Mariano Melgar al contemplarlo en Mollendo escribió:

El mar inmenso viene entero

ya parece tragarse el continente,

aviva su corriente,

y en eterno hervidero

choca, vuelve a chocar…

José María Eguren avizorándolo desde Barranco, dice así:

Del alba en la marea, por la costa bravía,

oí unas voces hondas de melancolía...

En la playa azulina se difunden cantoras,

en un orfeón de sueños, quejas desgarradoras

Y en Travesía de extramares Martín Adán pliega su endecha al océano de este modo:

– Y te parte la quilla que tú pones

a tormentas y calmas inauditas,

a todas las mudeces y las gritas

y los cantos y las contradicciones.

Pero es Juan Ojeda el poeta del océano, quien nació, creció en Chimbote y hace del mar el escenario, el símbolo y la trascendencia de su poesía. He aquí una aproximación a su obra.


2. Navegante

fúnebre


Cuenta Jung, comentando el Ulises de Joyce, que un tío anciano lo detuvo un día en la calle y le preguntó:

– ¿Sabes cómo atormenta el diablo a los réprobos? –Y continuó–, ¡los hace esperar!

 Treinta y tres años han transcurrido desde el suicidio de Juan Ojeda, ocurrido el 11 de noviembre del año 1974, autor de un libro trascendental, cual es Arte de navegar y protagonista de una de las aventuras humanas más extraordinarias en la poesía de todos los tiempos.

Veinticinco años se tuvo que esperar para ver publicado, en forma total, el libro Arte de Navegar, que Juan Ojeda dejó estructurado meses antes de morir, el 11 de noviembre de 1974. Sin embargo, se sigue esperando el reconocimiento que la poesía peruana le debe con creces.

Pero la cita de Jung también es pertinente al evocar cuatro elementos que son esenciales en el libro Arte de navegar que motiva las siguientes reflexiones:

1). Ulises, símbolo de sabiduría.

2). El descenso al Hades.

3). El mundo del tormento.

4). La reflexión sobre el tiempo, la espera y el tedio.

Todos ellos elementos sustantivos en la poesía de Juan Ojeda.

Ningún personaje se menciona tantas veces en Arte de Navegar –y más aún el ambiente donde mora– como Caronte.


3. El pavor

postrero


Así:

"...el viejo blanco con antiguo pelo"; el "...anciano de precario pelo"; "...ese anciano de lanoso rostro conduce vehemente / Tanta acritud, que la otra riba configura falaz toda esperanza".

Y con él, el trance de navegación de su barca, siendo el símbolo de esa navegación de donde deriva, en gran medida, el título del libro.

Allí se ofrece, también, la temática central y dominante de la obra, cual es la condición humana, la historia moral del Hombre puesta en escena en el traspaso de las almas a través de dicho río; todo a cargo de Caronte, quien repleta su barca con la multitud interminable de almas que lloran –algunas a gritos– por las aflicciones que ya padecen, y que sufrirán aún más por los siglos de los siglos.

Mientras, como parte del castigo, ya las acosa el anhelo incontenible de pasar a la otra orilla –donde las espera el dolor tanto por los castigos que allí se infligen como por dejar esta vida sencilla– mientras el barquero las aporrea con el remo para acallar sus gemidos.

La poesía de Juan Ojeda tiene su escenario y su centro en medio de esas aguas impías que llegan hasta la embocadura del Hades, a orillas de cuyo foso arriba la barca del anciano irritado, quien arroja a esa sepultura las almas de los que alguna vez fueron vivos.

El Aqueronte es frontera infranqueable que divide la vida terrena del padecimiento sempiterno. Y con él Juan pone en el tapete el juicio, la condena y el pavor postrero; todo ello sumido en un paisaje de niebla donde sólo hay horizontes difusos.


4. Desaparecen

las orillas


Caronte, en las conversaciones que tuve con Juan, con quien fuimos amigos entrañables, ejerció siempre para nosotros una fascinación subyugante. Él era el navegante por antonomasia en su mitología personal, el navegante símbolo; aquel que une mundos opuestos, aunque su destino sea fatal y abominable. Es el nudo y, en el fondo, Juan era la encarnación de esa divinidad descalabrada.

Es en las aguas de pesadilla, densas e insondables de dicho río –lago en verdad y hasta océano por su anchura; de ondas pardas y negruzcas, profundas también por la pena que en ellas cunde, donde estallan rojizos los relámpagos y se oye el estallido y retumbar de los truenos, sólo interrumpidos por los acompasados golpes de los remos del barquero– donde Juan abisma su poesía; quizá por eso también tan olvidada, pues se conoce al Aqueronte como el Río del Olvido, porque quien se sumerge en sus aguas olvida en ellas quién es. Y todos se olvidan de él o ella, para siempre.

Siguiendo esta ruta o camino, Arte de navegar es un descenso a la morada de los muertos, una peregrinación por el mundo subterráneo y de los infiernos, adonde Juan proyecta la realidad común y corriente, es decir, la vida cotidiana, con sus grandezas pero más con sus ausencias y miserias. Dice él:

Yo siempre he morado en el Infierno

Y de la vida sólo conozco un rostro destrozado:

El rostro de la niebla más dura que los sueños inútiles.


5. Mar

apocalíptico


El mar u océano en la navegación de Ojeda no es, por eso, ningún mar externo. Ni el de los Sargazos que hollaron por primera vez con la quilla de sus naves los descubridores del "Nuevo Mundo"; ni el fragoroso Índico, tan caro a Luis de Camoens, autor dilecto de Juan; ni tampoco se trata del Océano Pacífico, ante el cual Balboa dijera, según Juan Gonzalo Rose: "Por esta porquería te dejé, Teresiña".

Menos puede ser el Mediterráneo que inspiró a Homero y Virgilio y que fuera tan añorado por Ovidio al sufrir ignominioso exilio en el Ponto Euxino. Tampoco, como se podría colegir, es el mar frente a la bahía de Chimbote, ni su espectral Isla Blanca, pese a las amanecidas de Juan bajo el farol titilante de la lancha de pescadores de su familia que enrumbaba saliendo siempre desde ese puerto, lugar de su nacimiento.

La masa acuática que evoca es la que en gran medida determina nuestro destino de peregrinos de este mundo: el río doliente de la muerte, antesala del infierno. Su travesía es por el Aqueronte y sus afluentes: el Cocito, el Flegetonte y la quieta laguna Estigia, en donde el marinero traspasa las almas hacia el Hades, reino de Plutón, el más cruel e implacable de los dioses, hijo de Cronos, el tiempo.


6. Desaparecen

las orillas


La visión de Juan, como su vida, fue apocalíptica, situando su oído en la nervadura, ora aquietada ora bamboleante –siempre verdosa– de la barca de Caronte, poniendo su tacto en el remo pulido por tanto castigar a las almas estremecidas de llanto.

Almas que proyectan su gusto a la boca siempre abierta de aquel esperpento, porque bajo su lengua se depositan la moneda que pagan los condenados para ser conducidos y luego echados a la grieta inconmensurable. Juan recurre al fabulario clásico de la mitología greco–latina para representar sus intuiciones y conceptos, así como sus sentimientos y alucinaciones.

Los significados de su poesía son todos aquellos que pueden estar presentes en el trance que hay en cruzar de una a otra orilla en esa barca macabra atiborrada de almas. Y su actitud es sólo aquella que cabe en esa navegación suprema de la vida hacia la muerte y su eterna expiación, con sus olvidos y virtudes, sus banderas y traiciones, sus elevaciones y derrumbes.

Ahora bien, a veces desaparecen las orillas, también la barca y su timonel; y es como si se estuviera pasmado en alta mar, donde no hay paisaje ni historia, ni personajes, ni sus consecuentes emociones.


7. Ésta es morada

de muertos


Tampoco expectación ni sucesos. ¿Qué ocurre? Es que nos enfrentamos solos ante el misterio, a la incertidumbre en la que navegamos, frente al destino desolado, a la ausencia de Dios y al vacío existencial:

Esa quieta cesación del sentido...

Acontece como cuando estamos en alta mar, en donde es muy lejano mi origen e ignoto mi punto de llegada; estoy solo con el precario mundo que cargo y con el otro que me compone desde dentro, donde soy un desterrado o un expatriado. Y siento que únicamente el agua y el aire me componen e integran, siendo esos elementos tan impersonales como mi único sustento.

No la tierra estéril y empobrecida, tampoco el fuego que anima y apasiona; solos el agua y el viento, que baten o detienen a su arbitrio nuestra nave mientras los demás elementos contemplan ajenos. Con roles eminentes y soberanos: son el sol, la lluvia y la noche que se acrecienta.

De allí que se necesitará unción del alma para ingresar al rigor de estos versos, debiendo primero curar y sanar nuestro espíritu, porque ésta es morada de muertos.

No es esta poesía para la complacencia, ni para adornar el mundo o solazar la vida. Quizás sí para recomponer la historia.


8. Santo

o genio


Pero más para meditar y alcanzar una premonitoria y urgente sabiduría, que tanto requerimos en estos tiempos agraces.

Porque lo más estremecedor es lo que también está escrito en los pergaminos del infierno:

Que allí los réprobos ya no ven ni sienten su daño y su horror sino que, más bien, se deleitan con su castigo, que es lo que nos puede estar ocurriendo ahora en esta vida y en este preciso instante.

Juan, en toda esta alegoría, es el ánima viva, el ser consciente que ha visto y es quien sabe, compara y ausculta. Y que ha vuelto. Y que al final, con su muerte, testimonia lo que gravemente nos decía.

Y, eso sí, reconociendo que moría más solo y desamparado que el Dante premunido de poderosos guías: Virgilio y Beatriz.

Juan no tiene báculos ni hombros donde apoyarse; ni nombre de mujer, o novia difusa, que pronunciar en los labios.

Tampoco una voz de consuelo, arisca o indulgente, de algún maestro. Y hemos evocado al Dante porque el capítulo del Infierno, en la excelsa Divina comedia, es a lo que más se parece la poesía de este santo o genio demoníaco, trashumante en los reinos de lo oculto, que es Juan Ojeda.


9. Ribas

dialécticas


Otro elemento recurrente en la poesía de Juan es la continua referencia a las "ribas" u orillas, el lugar de donde se parte y adonde se llega, donde termina la tierra y empieza el mar, y viceversa; símbolo también de ese desgarramiento y alumbramiento dialéctico que es su poesía.

Ellas no son un mero enunciado, ni un recurso retórico y menos un simple telón de fondo. Las "ribas" son, inclusive, más que el puerto atrabiliario y congestionado, más que el conglomerado citadino y comercial, elemento estridente de la modernidad y del mundo de los vivos.

Las "ribas" son el símbolo del lugar por donde avanza la humanidad doliente que tiene que traspasar de una a otra orilla. En ellas el paisaje es neblinoso, como una realidad difusa que se pierde en las sombras.

Porque a ese brillo y fulgor que  deviene de la luz incierta de las aguas del Aqueronte, a ese sonido que hace el golpeteo del oleaje acompasado del río en los flancos de la barca que transporta a las almas afligidas, que dejan la vida fugaz por la otra interminable, se proyecta en las ribas el reflejo de los actos vividos. Riberas empañadas como un telón de fondo pasmado e inescrutable. En las orillas del río, se divisa el hambre, las enfermedades, los vicios, el dolor.

Allí la estación siempre es invernal, y es donde surge –dejando a un lado o superando a Caronte– el personaje esencial de Juan, que es la humanidad doliente.


10. ¿Hay

un Dios?


Sean los inspiradores –o referentes a partir de quienes se habla– Mencio, Boecio, Swedenborg, Leopardi, Van Gogh, o la coetánea Suely Rolnik, todos ellos son puertas abiertas para sumergirse en el Hombre como especie, como realidad antropológica y hasta como entelequia.

Y tiene, siempre al fondo, la niebla como el típico paisaje de los ríos infernales, porque ella es el halo natural de la angustia, lo deforme y esperpéntico.

En la niebla se esbozan los seres horrendos, quienes vuelven a la clemente niebla, retornan para poder soportar el breve instante de ser contemplados:

Así, para el que despierta, todo es niebla quieta

Que el viento arrastra entre los duros cepos.

El lugar del castigo eterno, en la literatura griega y latina, es el infierno, lóbrego, oscuro y subterráneo, adonde tenían que ir las almas después de muertas; lugar de fuego y escarnio en la doctrina cristiana.

Sin embargo, el infierno de Juan es más tremendo: es la ausencia de sentido, la quiebra de la racionalidad, el desquiciamiento y, más aún, el vacío, la uniformidad y el tedio:

Y todo allí será crujiente abismo

sentirás estremecerse aullantes esferas rígidas:

impenetrable río

tiempo inmóvil

pavoroso rostro de lo hueco.




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