CUANDO EL DESACATO ES UN GESTO MORAL
Escribe César Hildebrandt 23 Diciembre 2015
Alentamos la rebeldía o nos hundimos todos en el lodazal propuesto por la judicatura.
El señor Alan García está feliz. Mirko Lauer también. Lo mismo sus voceros concentrados (García opera el milagro de reunir a los Miró Quesada y a los bustos parlantes del mohmismo en un solo propósito encubridor). Hasta Juan Paredes Castro, siempre de ocasión, está exultante como si acabara de cazar a un buen mamut.
El señor Alan García está feliz. Mirko Lauer también. Lo mismo sus voceros concentrados (García opera el milagro de reunir a los Miró Quesada y a los bustos parlantes del mohmismo en un solo propósito encubridor). Hasta Juan Paredes Castro, siempre de ocasión, está exultante como si acabara de cazar a un buen mamut.
Pero que García no se la crea. Que un pestífero poder judicial controlado por el Apra lo haya "liberado" formalmente de las incomodidades de la Megacomisión no significa que sus narcoindultos dejarán de ser parte de su prontuario. Lo seguirán siendo.
García es un foco infeccioso para la política peruana. Es un hombre que se hizo rico echando mano a toda la plata negra que la política y el poder presidencial le pusieron a su alcance. Es autor mediato, mucho más que Fujimori, de cuantiosas masacres. Es el más exitoso fugitivo de la justicia penal gracias a prescripciones, arreglos bajo la mesa y servicios mugrientos del poder judicial acovachado que padecemos.
Que García no haya pasado por la cárcel es una demostración cabal de lo que es, fatalmente, el Perú. Que a García no lo pueda investigar el Congreso sin que meta la mano un juez "ad hoc" dice mucho de la crisis de la democracia peruana, impotente, desde su parálisis institucional, para poder garantizar la seguridad ciudadana o la aplicación de una justicia igualitaria.
Alan García es la continuidad degenerada de un partido que Haya de la Torre ya había convertido en una sucursal oligárquica después de su alianza con la derecha más dura de los años 6o. Después, con el golpe de los militares peruanos nasseristas de 1968, Haya pretendió darse un aire reformista diciendo que el programa de Velasco era un plagio del ideario original aprista. Sin embargo, hizo todo lo posible para que Velasco fracasara y aquel 5 de febrero de 1975 fueron fuerzas apristas las que ayudaron a desatar el caos y el saqueo de Lima. Ese fue el comienzo del fin del velasquismo, el más serio intento de cambiarlo todo desde arriba y a la fuerza.
A finales de los 70, con Haya languideciendo, el Apra terminó siendo un partido ficticiamente dividido. Por un lado estaba el ala conservadora, representada por Andrés Townsend, y por el otro una facción supuestamente de izquierda, la encarnada por Armando Villanueva. Pero esta última, que controlaba el aparato, era retórica pura. Y muchos de sus voceros, incluido su líder, estaban demasiado cerca del narcotraficante Carlos Langberg como para que alguien los tomara en serio.
La derrota electoral de Villanueva en 1980 catapultó a García, la joven promesa acunada por Haya. Este hizo en tres años -de 1985 a 1988-lo que a Haya le había costado décadas: empezar como revolucionario y terminar como un dudoso social demócrata de dientes para afuera. Claro que García le puso un ingrediente que Haya, a pesar de sus vicios personales y sus extenuantes secretos, no había frecuentado: el robo de fondos de campaña, las comisiones por reventa de armas, las coimas por obras de infraestructura, el carrusel de dólares MUC con testaferros como su amigo Alfredo Zanatti, quien compró 25 millones de esa divisa subsidiada y alguna vez recibió un fax de García exigiéndole cuentas sobre un episodio contable (todo está en el expediente respectivo).
García, que había pertenecido a la mesocracia del lado más modesto de Miraflores y que jamás tuvo trabajo conocido (con excepción de su fugaz tránsito por la abogacía defendiendo sin éxito a un par de narcos), se hizo millonario en dólares gracias a su paso por la presidencia. Se compró inmuebles en Lima, Bogotá, París. No pagó una sola de sus felonías. Vivió sin trabajar entre París y Bogotá recurriendo a los intereses de sus cuentas. Y al final, con el colapso del régimen de Fujimori -monstruo que él creó desde Palacio con la colaboración de "La República" y "Pajina Libre"-, la democracia, devuelta pero no limpia, resucitada pero no escarmentada, organizó sus prescripciones y toleró su regreso y hasta su candidatura. Como siempre. Como con Piérola. Como con los Prado.
La impunidad dotó al personaje de una redoblada desfachatez. Confundió el discutible perdón mal habido y, más bipolar que nunca, se irguió en líder casi insurreccional de la oposición a Toledo. No es de extrañar que en el 2006 el país anético que es el Perú lo llevara a la presidencia. Al fin y al cabo, el asunto era cerrarle el paso a un exmilitar que proponía cambios importantes. Un García aliado, como Haya, de la peor y más rapaz derecha llegó a su segundo mandato. Y los robos continuaron, los decretos con fe de erratas para hacer obras de más de 250 millones de soles se publicaron, las coimas se reprodujeron en todos los ministerios y la fortuna de García, acrecentada ya durante la campaña electoral que financió una plutocracia más asustada que nunca, se hizo más grande que nunca.
Y a todo eso este individuo añadió la infamia de los narcoindultos. Cuatrocientos delincuentes parecidos a ese Carlos Langberg que financió al Apra y abasteció de cocaína a algunos de sus dirigentes salieron a la calle con la firma del presidente de la república. Esta es una vergüenza que ningún país ha sufrido, un estigma que nos atañe a todos y que hoy la prensa del lodazal pretende pasar por alto.
La Megacomisión lo pescó. Y, como lo demostró el magnífico artículo que al respecto publicó este semanario la semana pasada, toda la argumentación de García fue desbaratada. No quería descongestionar las cárceles, como decía (para eso hubiese indultado a reos sentenciados por delitos contra el patrimonio, que eran la mayoría, o no habría conmutado las penas de quienes ya estaban en sus casas en un régimen de semilibertad). No. Lo que quería este hombre sin escrúpulos era liberar a bandas enteras de narcotraficantes, incumpliendo así el artículo 8 de la Constitución y creando un sórdido sistema paralelo de justicia sin punición. ¿Cabe algo peor en un país amenazado desde su médula por el narcotráfico?
Todo eso ha sido descubierto por la Megacomisión. Y por eso el poder judicial, el que hizo de César Álvarez un hombre inalcanzable para la justicia en Áncash, ha tenido otra vez que intervenir.
Un periodista del extranjero podría creer que Alan García está libre de polvo y paja gracias al espurio fallo. Pero los peruanos sabemos qué calidad tienen la mayoría de nuestros jueces, de qué aguas turbias proceden, a qué acequias se acercan a beber. Y de qué modo el Apra reina entre sus filas.
Cuando mucha gente pregunta por qué los inteligentes y los decentes se alejan de la política, por qué a los jóvenes los corroe el asco o el escepticismo o la rabia cuando les mientan la palabra "política", pues esta es la respuesta: porque la nuestra tiene en su menú estelar a un presidente ladrón que está en la cárcel, a uno semejante que está siendo investigado y que debería terminar en ella y a un tercero, gemelo de los otros, que es socio de jueces y mandatario informal del Ministerio Público.
Desacatar el fallo del poder judicial es un deber moral del Congreso. No puede haber respeto a un poder judicial que mete la uña para salvar a un favorito argumentando que no fue debidamente citado cuando la aludida invitación de la Megacomisión tiene cuatro páginas y abunda en precisiones.Inhabilitar a García no es una opción. Es una necesidad para devolverle al país la oportunidad de ser otra vez respetable.
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