domingo, 28 de marzo de 2010

Alberto Flores Galindo in memoriam

Por Rocío Silva Santisteban La República. A diferencia de muchos que participan de homenajes por los veinte años de la desaparición física de Alberto Flores Galindo yo nunca lo conocí. Jamás fui su alumna. Nunca lo vi, ni le estreché la mano, ni siquiera sé cómo era el timbre de su voz. Supe de él como ahora saben de él los alumnos universitarios, algunos escolares, y muchos investigadores: por sus escritos. La palabra es, finalmente, esa herramienta tecnológica que nos permite entrar en comunicación con aquellos que nos han precedido y que no conocemos: con las huellas de sus pensamientos, con sus ideas poderosas, con sus polémicas internas, pero sobre todo, con ese rasgo de humanidad que finalmente el lenguaje escrito también trasunta. ¿Uno puede ser amigo de un muerto? Sin duda alguna: amigo entrañable, querido, íntimo. Alberto Flores Galindo (1949-1990) murió demasiado temprano: a comienzos de una década que para el Perú fue infame, apenas iniciados sus cuarenta años. Paradójicamente, de un cáncer al cerebro, precisamente ese órgano del cuerpo que sabía utilizar de manera destacada, sobre todo, para plantearse soluciones creativas y para tercamente “reencontrar la dimensión utópica”. ¿Por qué Flores Galindo fue un historiador e intelectual de izquierda tan importante? En primer lugar: porque era un investigador muy solvente, preciso, y sobre todo, creativo que supo mirar más allá de los documentos, ser ambicioso, y mantener sus investigaciones aunque parecieran desmesuradas. En segundo lugar: porque asumió, junto con otros de su generación, la necesidad de un compromiso político pleno e, incluso, con errores y arrepentimientos, una militancia activa. Si, como dice Cecilia Rivera, su viuda, en el prólogo de las Cartas de Francia, “Tito” decidió en París dejar una militancia esquemática por la opción amplia del conocimiento; en su última carta, aquella escrita desde su enfermedad pero con la lucidez que dan las alas de la muerte, pudo insistir para que las nuevas generaciones, a partir de inesperadas formas de militancia, renueven el socialismo y el pensamiento de izquierda con capacidades diferenciales, heterogéneas, inéditas, creativas e imaginativas: “Hemos sido una intelectualidad muy numerosa, pero a la vez poco creativa. Incapaces de dar a nuestro propio país la posibilidad de un marxismo nuevo. Intelectuales y políticos ignoran el pasado, la historia, lo que han sido. Demasiado modernos. Incapaces de elaborar un proyecto. Insisto que mientras en muchos otros países latinoamericanos el socialismo ha sido destruido, aquí sigue vigente. Todavía. A pesar de estar arrinconado…” En las 17 cartas que acaba de publicar Manuel Burga, su coautor y amigo de destierros y estudios, Flores Galindo nos muestra la tenacidad de un joven becario, de 23 a 24 años, que lucha contra el desánimo del desarraigo, que goza con los espacios distintivos de un París recién reventado de Mayo del 68 y con las clases de profesores de la talla de Vilar, Braudel, entre otros, pero sobre todo, de un lúcido “comedor de libros”, que reseña, comenta, califica y a veces, descalifica, con pasión y entrega. A su vez, estas cartas nos revelan a un hombre que se debatía entre el miedo de regresar al Perú, un país siempre difícil para los intelectuales, y la impostergable necesidad de hacerlo: regresar para zambullirse en los archivos del Cusco para terminar su tesis sobre Túpac Amaru. Este es el joven Flores Galindo, pero no deja de vincularse con el “maduro” Flores Galindo de su famosa “última carta” en la que nos pide a todos, los que venimos detrás o junto a él, que no cesemos en la lucha por una sociedad más equitativa: “Hay que discutir el poder […] dónde está el poder, quiénes lo tienen y como llegar a él. Cuestionar el discurso liberal. Los jóvenes lo pueden hacer. Muchos somos viejos prematuros […] Pero el socialismo –insisto– exigirá para el futuro un cambio radical en el discurso. Revolución no es sinónimo solo de violencia. Hace falta proponer una nueva sociedad alternativa”.

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