JAVIER HERAUD: YO
TENÍA 21, CUANDO TE CONOCÍ
Por Hildebrando Pérez Grande
La poesía no tiene fronteras.
Cruza ríos, valles, junglas enmarañadas, mares recelosos, merodea por sueños y
recovecos oscuros, y baja radiante por laderas inaccesibles y vuela por
espacios siderales sin quemar ni sus alas ni sus nubes en pantalones grises y
aterriza, para sorpresa nuestra, como diría Eliseo Diego, por donde nunca jamás se lo imaginan, para
entroparse con las huestes humanas. Y nos ilumina. Y nos marca con fuego. Y
apaga nuestra sed. Y es un bosque de
latidos y esperanzas. Y es santa. Y es profana.
La patria de la poesía es la
condición humana. Y su geografía es toda esta tierra dura que debemos
transformar. Y es historia que se verbaliza por encima de límites mezquinos y
fronteras vanales. Tan sólo así podemos entender el discurso estremecedor y la
trascendencia de Vallejo en su España,
aparta de mí este cáliz, himno que recrea en su real dimensión la tragedia
de la guerra civil española: epopeya cantada por un poeta andino (peruano del
Perú, perdonen la tristeza). Y por ello no nos llama tampoco la atención que
sea Neruda, un poeta nacido muy al sur de nuestro continente, el autor de un canto solemne a nuestras
culturas originarias: Alturas de Machu
Picchu. Y con él cantamos: Mírame
desde el fondo de la tierra, / labrador, tejedor, pastor callado:
Los acordes de la guitarra y la
voz y la poesía de Vicente Feliu, llegados desde el Malecón de La Habana,
despertaron en nosotros estas ideas y sentimientos cuando oíamos sus canciones
en la sala de la biblioteca de San Isidro, en la espléndida presentación que
hacía al alimón con Miriam Quiñonez de un reciente cd: Las flores buenas de Javier,
en donde nos reencontramos con
los versos inolvidables de Javier Heraud (Lima, 1942 – Puerto Maldonado,
1963). Qué extrañas circunstancias telúricas y mágicas hacen que Feliu, a ratos
con un lenguaje lírico y luego con algunas descargas épicas estimulantes, recree, con lucidez y pasión,
uno de los hechos trágicos más lacerantes de nuestro país? Y aún más: cómo es
posible que esa voz noble vibre con las
mismas resonancias que levantaron los ideales de aquella pequeña tropa de
combatientes apostados no lejos del río Madre de Dios y de aquel
mediodía aciago del 15 de mayo de 1963, cuando Javier, el eterno poeta
joven del Perú, ofrendara su vida, entre
pájaros y árboles y esperanzas por cumplir.
Aún es tiempo de recuperar la primavera, diría nuestro héroe, como
para levantarnos el ánimo perdido en estos oscuros avatares. Javier Heraud es el símbolo de una generación
que asumió la dura tarea de trastocar la obsoleta estructura social de nuestro
país. Heraud es el paradigma de una escritura laboriosa, así lo testimonian El río, El viaje, y Estación reunida.
Su quehacer poético le devolvió
frescura, transparencia, sencillez y, sobre todo, intensidad y altura a
la lírica hispanoamericana, dejando de lado la retórica fácil, el cliché, los
artificios vanos y los giros estridentes: pastos para el olvido. Su poesía, labrada con un amor
intenso por la palabra justa, exacta, puntual, es, sin duda, su callada victoria. Palabras que hoy
resplandecen por encima de la muerte y el olvido.
Yo tenía 21, cuando te conocí / de una mano trovadora, luminosa y con
perfil…canta el juglar cubano en medio de un silencio nostálgico y te veo
entrar, Javier, al Patio de Letras, de San Marcos, en el verano del 62,
caminando presuroso hacia la sala donde el autor de Cántico hablará sobre El lenguaje de una generación, sin siquiera
sospechar que ese lenguaje generacional, redentor para nuestra América, lo tenías
tú en la frente y en los labios y en las manos que resueltamente escribían,
como el combatiente vallejiano que ya eras, en el aire y en la tierra y en la historia,
pues, en estos tiempos de certidumbres y demandas la poesía, Javier, es tal
cual tú lo consignaste: un relámpago
maravilloso, / una lluvia de palabras silenciosas, / un bosque de latidos y esperanzas, / el canto de los pueblos oprimidos,
/ el nuevo canto de los pueblos liberados.
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