domingo, 15 de mayo de 2016

RICARDO MELGAR : trotsky entre un guatelmateco y un portorriqueño 1920


---------- Mensaje reenviado ----------
De: Ricardo Melgar Bao <trmelgarbao@gmail.com>
Fecha: 14 de mayo de 2016, 9:26
Asunto: Trotsky entre un guatelmateco y un portorriqueño 1920
Para:


GOMEZ CARRILLO Y TROTZKY
(Artículo de 1920, Panamá)

Nemesio Canales 

     De un periódico de Sur América, de esos que se disputan todavía las amenidades eternas de Gómez Carrillo, amenidades que tuvieron su época, pero que en estos tiempos de universal trastrueque y conmoción son algo tan disonante, grotesco e irritante como una musiquita de acordeón entre el fragor y pánico de un incendio, recorto un artículo del "aterciopelado" cronista, que inserto aquí como una muestra del grado de incomprensión a que han llegado, frente a los sucesos magnos de esta ópera, algunos de nuestros más encumbrados intelectuales. Tiene la palabra el gran Gómez Carrillo:

"COMO GOBIERNA UN APOSTOL"

     "--¿Habéis leído los últimos telegramas del extranjero? Hay según ellos, en Europa, un país cuyo gobierno, espantado de los desórdenes obreros, ha decretado once horas de trabajo obligatorio en las fábricas... Y en este mismo país, ese mismo gobierno, indignado al ver que los comerciantes vendían el carbón y la leña a precios excesivos, ha dado una ley condenando a muerte a todo aquel que trafique con el combustible sin atenerse a la tasa...
     "--¿Qué país es ese?-- exclaman con horror los socialistas madrileños. ¿Será sin duda un antro de oscurantismo, un pueblo dominado por el clero y por la aristocracia? Once horas de trabajo obligatorio para los obreros... Hombre, eso es inicuo, eso hace pensar en los tiempos de Fernando VII... Decidnos, por Dios, los nombres de los miembros de ese Gobierno para excomulgarlos...
     "--Ese Gobierno está presidido por un hombre tan enérgico, que, cuando él habla, todo el pueblo se inclina, temblando. Hace poco, en una de sus ciudades de guarnición, un grupo de obreros enemigos de la disciplina militar, que les parece una esclavitud indigna de hombres libres, predicó ante los soldados, aconsejándoles que se rebelasen contra sus jefes. En el acto este gobernante dio un manifiesto que reza: "Algunos aventureros han hecho la más infame propaganda contra el Poder, publicando clandestinamente proclamas, encaminadas a provocar sublevaciones militares. En una de estas proclamas llegan a decir a los soldados: "Camaradas, no obedezcáis a vuestros oficiales." Desde que el gobierno tuvo conocimiento de todo esto, envió un  batallón e hizo prender a los autores de esas proclamas contra la disciplina militar, que fueron en el acto pasados por las armas..." Ya veis pues, si se trata de un ministro enérgico, de un hombre que conoce e impone el principio de autoridad...
     "--¡De un déspota, querréis decir!, exclaman los socialistas españoles--. En todas partes los generales, cuando se apoderan del Poder Civil, son unos tiranos inconscientes, sobre todo si obedecen a los jesuítas... Ese bárbaro que así manda fusilar a los obreros que no son culpables sino de predicar contra el militarismo, debe ser un soldado que no tiene en el cerebro sino los artículos de las ordenanzas... Decidnos pronto cómo se llama, decidnos quién es para maldecirlo."
     "--Es un hombre muy enérgico, muy enérgico... Figuraos que cuando en ciertas fábricas de su Patria los obreros creyeron que, en nombre de los principios del comunismo, podrían suprimir las jerarquías, dio un decreto ordenando someter el trabajo a la dirección de los técnicos educados en las antiguas escuelas burguesas. Ese decreto termina con las siguientes palabras: "Castigaremos de la manera más despiadada todas las tentativas que se hagan en oposición a estas disposiciones, así como la propaganda sobre el asunto,, realizada con estrechez de miras..."
     "--¡Qué enormidad...! Es un retrógrado sanguinario ese hombre... De seguro es un general de sacristía, de esos que odian a los obreros y que quieren esclavizarnos como parias. Decidnos su nombre para sacarlo a la picota."
     "--Su nombre... aquí lo tenéis: Trotzky
                                                                      E. Gómez Carrillo"

     Querido amigo Gómez Carrillo: acepte este consejo de alguien que solía leerle a usted, allá en los buenos tiempos de la edad del pavo, con verdadera delectación, embobado en las salsitas parisianas con que usted aderezaba sus sensaciones de arte (de un arte por el arte, frívolo y empalagoso que no pasaba de la epidermis): puesto que usted con sus salsitas de estilo y su estudiada y relamida gracia bulevardiera, se ha hecho de una reputación estupenda en España y América, no abandone esa senda florida para ponerse a desbarrar como lo hace sobre las cosas grandes y trascendentales en que está ocupada y concentrada la atención --y las ansias-- de la humanidad, porque corre usted el peligro de perder en una semana lo que se tiene conquistado en tantos años de escanciador de ese vinillo dulce de la amenidad tan del gusto del desocupado, despreocupado y aburguesado lector. No abandone, por Dios, sus charlitas de "boudoir", sus mariposeos bohemios de Montmartre, su "pauvre Lelian" (¿lo escribo bien?), su alma encantadora de Lutecia y demás tópicos aterciopelados, y deje en paz a los hombres y acontecimientos serios y ásperos de esta tragedia de ahora que usted no podrá nunca comprender, porque entre usted y estas cosas y hombres de ahora hay la diferencia misma que hay entre la visión de una mariposa y la de un águila. Siga en su cómodo papel de pintada y currutaca mariposilla del jardín de las letras galanas, mi buen don Enrique, y no ensucie sus níveas y superfinas manos de orfebre parisino con el barro, húmedo de sudor y lágrimas y sangre, que amasan hoy en Rusia las manazas geniales de esos cíclopes renovadores que, prosaicamente y desesperadamente, libran su batalla contra la podredumbre y miseria moral del viejo orden social.
     ¡Qué chiquitas y tristes las ironías pánfilas de usted para estos arquitectos del nuevo edificio social, mi buen don Enrique! Primero habla usted de que el Gobierno Soviet, "indignado al ver que los comerciantes vendían el carbón y la leña a precios excesivos, ha dado una ley condenando a muerte a todo aquel que trafique en el combustible sin atenerse a la tasa."
     ¡Por qué hace usted aspavientos irónicos ante esto? ¿No son el carbón y la leña artículos de suprema necesidad, sobre todo en un país tan frío como Rusia y por añadidura bloqueado? El especular con estas necesidades supremas de que depende la vida de tantos millones de almas ¿no es el más execrable de los crímenes? Si todos los países capitalistas donde impera la clase de civilización que a usted le enamora --cremitas y amenidades arriba; mugres y horrores infernales abajo-- hicieran lo mismo contra todos los logreros de toda laya, ¿no cree usted que habría menos crema arriba, pero también menos infierno abajo? ¿Qué mejor elogio de Rusia que el hecho de que, mientras en los demás países el especular con los artículos de primera necesidad, no sólo no se castiga, sino que es una profesión honrosa que conduce al millón, allá en Rusia esa clase de especulación no conduce a otra parte que al presidio o al cadalso, bajo el principio socialista de que vale más la vida de la comunidad que la barriga insondable de un salteador?
     Pero pasemos a otro sarcasmo, al que le lanza usted a Trotzky a propósito de la severa disciplina que ha implantado en el ejército Rojo. ¿Qué quería usted? ¿Que fueran tan infelices, tan memos, los directores de la revolución más grande que han visto los siglos, que pretendieran tener ejército sin disciplina y disciplina sin castigos? Ellos no están guerreando por su gusto. Fue la gran burguesía aliada la que los llevó a la guerra, la que los obligó a pelear con uñas y dientes, cuando se les echó encima por todos lados y con toda clase de formidables armamentos. La cuestión era de vida o muerte para ellos, y, sobre todo, para las grandes y nobles instituciones que ellos han creado. Tenían muy a su pesar que improvisar un ejército, un gran ejército capaz de defenderse contra todas las grandes potencias coligadas en su contra, y el milagro se hizo y, bajo la genial dirección de Trotzky, fueron cayendo uno tras otro los Kolchacks, Denikines, Yudeniches y demás arcángeles del santo sistema del despojo de todos para refocilamiento y engordamiento de unos pocos. ¿Y quién que no haya hecho de la vida un mero pretexto para aderezar amenidades y combinar monerías, quién que posea un asomo de buen sentido dejará de reconocer que un ejército es un bloque humano cuyo único elemento de conglutinación y consistencia es la disciplina, y que para lograr disciplina donde no la hay, y lograrla tan pronto como la necesidad terrible del terrible momento lo exigía, no había otro recurso inteligente que castigar toda insubordinación de una manera rápida y decisiva?
     Bien a gusto que hubieran reído los tiburones y panteras de la burguesía europea viendo el ejército de Trotzky disgregarse, desbandarse a las primeras de cambio a falta de una severa ordenanza militar que la barbarie de la guerra (barbarie contra la cual son los socialistas los únicos que se alzan) hace indispensable para unificar tantas voluntades, y mucho más cuando una nube de espías y de agentes de la Entente conspiraban sin descanso para frustrar al nacer la defensa armada de los revolucionarios.
     Precisamente, si algo grande han tenido estos hombres, estos Lenín, Trotzky, y demás héroes de la revolución rusa, es que no han sido nunca doctrinarios adocenados que sacrificasen el fin a los medios, el espíritu a la letra, sino que en todo momento han atemperado su acción a la realidad, yendo sin melindres a todos los terrenos donde precisaba ir para evitar el naufragio de la revolución.
     ¿Dónde estarían ya los pobrecitos revolucionarios rusos si por no plegarse a las circunstancias, si por permanecer inflexibles dentro de la camisa de fuerza de un principio rígido, no hubieran respondido al golpe con el golpe hasta hecerse respetar por la fuerza después de no haber logrado por medios pacíficos otra cosa que desdenes e insultos? ¡Buena es la burguesía para andarse con miramientos ante las ideas! Para la burguesía, para este conjunto monstruoso de ambiciones desapoderadas de mando y explotación que se llama el capitalismo, no hay otra razón que la de la fuerza, ni otro instrumento que la bayoneta y el tanque, y aspirar a hecerse oír de ella por medios no violentos sería el colmo de la idiotez.
     Pero no queda aquí la cosa. Nuestro aterciopelado cronista se permite también hacer mención zumbonamente de la medida por virtud de la cual la dirección de la industria rusa fue encomendada por los Soviets a "técnicos educados en la antigua escuela burguesa", y al decreto en que se anuncia la resolución de castigar severamente toda tentativa de oposición a la citada medida.
     Y otra vez nos quedamos estupefactos ante la estulticia gomezcarrillesca. ¡Cómo! ¿Pretendía usted, amiguito, que se prescindiese de los técnicos en la dirección de las industrias? ¡Hombre! Estaría bonito que por hacerle ascos al técnico burgués se quedase la harina sin moler, el algodón sin hilar, y sobre todo, las balas y cañones, tan necesitados en el frente, sin fundir. Pues no señor; en esto como en todo, los bolsheviquis supieron bien pronto dónde les apretaba el zapato (muy a diferencia de lo que ha pasado en el campo burgués, donde los grandilocuentes, pero huecos, Lloyd George, Millerand y otros, por encastillarse en un doctrinarismo adocenado de párroco de aldea, han llevado a Europa a la más espantosa miseria a fuerza de alambradas, bloqueos y castigos insensatos). Vió Rusia, la Rusia nueva y grande de Lenín y Trotzky, que peligraba la industria por falta de técnicos, y corrió en busca de los técnicos. ¿Qué estos técnicos eran burgueses? Muy bien, no habiéndolos de momento en el campo comunista, la cuestión era traerlos en seguida, aunque hubiera que sacarlos del mismo infierno. ¡Pero es que se les pagó un salario subido! --dice otra vez mi "ameno" interlocutor. ¿Y qué? La cuestión era tener técnicos a todo trance, y tenerlos trabajando voluntaria y eficientemente, y puesto que estos técnicos eran burgueses, esto es, acostumbrados a vender su trabajo como quien vende una mercancía cualquiera, se les compró su trabajo, se les pegó por un sueldo al carro de la revolución... y adelante con los faroles. Cuanto a las severas medidas dictadas para imponer la cuestión de los técnicos a los ignorantes y a los obstruccionistas, en ésto como en lo del ejército, cualquier vacilación era mortal y a lo "más" había que sacrificar lo "menos" so pena de quedarse atascados en la mitad del camino: la cuestión era de vida o muerte para la Revolución Soviet y, o se imponía la medida a todo trance, o el carro de la Industria se paraba y la revolución se iba a pique.
     Pero el cronista zumbón descubre en esto un caso de esclavización obrera, fingiéndose espantado de que el Gobierno Soviet decrete muchas horas de trabajo y someta a sus huestes trabajadoras a una estricta disciplina, ni más ni menos que si fuera un gobierno burgués. Y así, no hay más remedio que señalarle caritativamente la diferencia. La diferencia es ésta y la ve un ciego: dentro de un régimen burgués, la dura disciplina y las muchas horas de rudo trabajo y, en general, la esclavización absoluta del obrero se hace en beneficio exclusivo de la bolsa de un patrono, o de varios patronos; en tanto que, dentro del régimen comunista ruso, todas estas cargas, retricciones y durezas de la disciplina las decretaron los obreros mismos, en los momentos en que más terrible era el bloqueo y la embestida de Kolchack y Denikin, como medida de salvación para defender de una muerte cierta la excelsa obra revolucionaria que encerraba y encierra su única esperanza de emancipación. ¡Pues no es floja la diferencia! Tanto como lo que hay entre un Gómez Carrillo esteta y hedonista, que en su vida se ha preocupado de nada sino de sí mismo y, a lo sumo, de la mayor o menor bonitura exterior de las cosas, y un Lenín o un Trotzky, cuya vida toda representa un esfuerzo perenne y heroico en la cruzada tremenda contra el brutal sistema de la competencia feroz y del parasitismo asqueroso --cremitas y amenidades arriba; mugres o infiernos abajo-- con el que se avienen tan bien los individualismos, estetismos, hedonismos y dandysmos gomezcarrillescos.




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