martes, 9 de diciembre de 2008

Rv: [foro_centenario] Matanza de la Escuela Santa María de Iquique/Santa María de las flores negras



--- El mar, 9/12/08, Daniel Chumpitaz <dachll@yahoo.com> escribió:
De: Daniel Chumpitaz <dachll@yahoo.com>
Asunto: [foro_centenario] Matanza de la Escuela Santa María de Iquique/Santa María de las flores negras
Para: "centenario foro" <foro_centenario@yahoogroups.com>
Fecha: martes, 9 diciembre, 2008 10:32


--- El lun 8-dic-08, h m <hcmujica@gmail. com> escribió:
Fecha: lunes, 8 diciembre, 2008, 1:49 pm

Matanza de la Escuela Santa María de Iquique http://www.iquique. cl/publish/ article_453. shtml Mayo 12, 2007  Este hecho sucedió en 1907 mientras transcurría el periodo presidencial de Pedro Montt. Dejó centenares de muertos en la escuela Santa Maria de Iquique.  Los obreros de las oficinas salitreras de la región norte de Tarapacá pararon todas sus actividades en las faenas, tras el deseo de conseguir mejoras en sus condiciones de vida y laborales, que eran deplorables.   Entre sus peticiones estaba la eliminación del pago con fichas, jornales a tipo de cambio fijo, balanzas para los pesos y medidas para las pulperías, escuelas para los obreros, indemnización y desahucio, entre otras peticiones.  A este movimiento se sumaron otras oficinas salitreras, entrando en huelga también casi todo el comercio e industria del norte del país.  Los trabajadores en paro viajaron a la ciudad de Iquique, llegando el 16 de diciembre. Seis mil de los huelguistas acamparon en la escuela Santa María. A medida que avanzaba la huelga, más y más pamperos se unían a ella, llegándose a estimar que para el 21 de diciembre eran cerca de 10.000 (algunos incluso estiman 14.000).   A los pocos días de haber llegado, este gran conglomerado de trabajadores estaba reunido en la plaza Manuel Montt y en el establecimiento de la Escuela Santa María, pidiendo al gobierno que actuara de mediador con los patrones de las firmas salitreras extranjeras (ingleses) para solucionar sus demandas. Lamentablemente los patrones se negaban a negociar debido a que los obreros aun no reanudaban sus actividades.  Luego llegan órdenes de Santiago para que los manifestantes abandonaran la ciudad y regresaran a las salitreras. Los manifestantes se rehusaron, pues intuían que si regresaban a sus labores, sus peticiones serían ignoradas. El 21 de diciembre, el general Roberto Silva Renard, máxima autoridad militar de Tarapacá, actuó sobre la escuela Santa María con soldados del regimiento O'Higgins y el apoyo de las ametralladoras del crucero Esmeralda.  Frente a la creciente tensión que había ya entre los grupos, el 20 de diciembre de 1907 los dirigentes efectuaron una reunión con el intendente Carlos Eastman Quiroga. Mientras la reunión se efectuaba en la oficina salitrera Buenaventura, un grupo de obreros con sus familias trataron de abandonar el lugar y fueron acribillados en la línea férrea. Como resultado de esta acción 6 obreros murieron y los demás terminaron heridos.  El 21 de diciembre de 1907 se efectuaron los funerales de los obreros, e inmediatamente despues de concluir las ceremonias se les ordenó a todos los trabajadores que abandonaran las dependencias de la escuela y sus alrededores y se trasladaran a las casuchas del Club Hípico (Hipódromo). Los obreros se negaron a ir, temiendo ser cañoneados por los barcos que apuntaban el camino que deberían recorrer hacia el Club Hípico.  Así pasaron varios días de negociaciones sin ningún resultado, ya que los dueños de las salitreras decían que solo negociarían cuando estos volvieran a sus labores. Por otro lado los trabajadores decían que si aceptaban este trato, sus peticiones serian ignoradas y sus condiciones de vida serian las mismas.  Tras la negativa, las autoridades declararon el Estado de Sitio y las libertades constitucionales fueron suspendidas gracias a un decreto del intendente que se hizo publicar en la prensa escrita.  El General Roberto Silva Renard junto al Coronel Ledesma tenían la misión de desalojar a los trabajadores en huelga. Se señaló a los dirigentes del comité de trabajadores que si no salían del edificio abrirían fuego contra ellos. Ante la negativa de éstos, el jefe militar ordenó a los soldados disparar. La multitud, desesperada y buscando escapar, se arrojó sobre la tropa y ésta repitió el fuego al que se le añadió el de las metralletas. Producto de esta acción murieron 195 personas y quedaron 390 heridos, según datos de Nicolás Palacios, testigo de la matanza. Otras fuentes contabilizan 3600 muertes.  Los sobrevivientes de la matanza posteriormente fueron llevados literalmente a sablazos hasta el local del Club Hípico, y desde allí a la pampa (zona desértica del norte de Chile, comprendida entre las regiones de Tarapacá y Antofagasta) , donde se les impuso un régimen de terror.  El impacto social que produjo este acontecimiento obligó al gobierno de la época a dictar leyes sociales para comenzar a mejorar las condiciones laborales de los obreros.  El Gral. Silva Renard solo ejecutó la orden de desalojo, pero el que dio la orden de disparar fue el Ministro del Interior Rafael Segundo Sotomayor Gaete. De las víctimas fatales, cerca del 60% eran peruanos y bolivianos.  Las consecuencias de este hecho son claras. Las cifras de heridos y muertos no son menores, y de la forma en la que fueron muertos fue espantosa. Se puede sacar en limpio que desde ese momento se reformaría la forma de trabajo en las salitreras, ya que se promulgaron leyes que beneficiaron y mejoraron la calidad de vida de los obreros de las salitreras.  Esta huelga tiene trascendencia histórica porque marcó el fin de la niñez política de los trabajadores chilenos: habría que luchar organizada y sindicalizadamente para lograr sus objetivos. ............ ......... ......... ......... ......... ......... ......... ......... ......... ......... ........  Santa María de las flores negras Hernán Rivera Letelier Seix Barral Biblioteca Breve Buenos Aires, 2002; pp. 215-227  Eran las tres y cuarenta y ocho minutos de la tarde del sábado 21 de diciembre (1907) —el viento del mar aún no comenzaba a correr en Iquique—, cuando el general Roberto Silva Renard, desde lo alto de su cabalgadura blanca, bajó el brazo dando la orden de fuego.  Al instante, el piquete del O'Higgins hizo su primera descarga hacia la azotea de la escuela en donde, de pie frente a la plaza, rodeados de banderas y estandartes, con la actitud serena de los que saben que luchan por algo justo, permanecían unos treinta dirigentes del Comité Central. A la descarga de la fusilería varios de ellos cayeron sobre el tumulto que cubría la puerta y las rejas del patio exterior. Acto seguido, el general ordenó al piquete de la marinería situada en la esquina de la calle Latorre, que disparara justamente hacia el frontis del local en donde se amontonaba el grueso de los huelguistas más arrebatados y bulliciosos. Era tal la confianza nuestra y la de toda la gente respecto de que el ejército chileno jamás cometería el crimen de disparar sus armas sobre compatriotas indefensos, que mientras los de adelante, muchos con el cigarrillo humeante en los labios, caían perforados por los tiros de los fusileros, los de más atrás gritaban a voz en cuello, convencidos sinceramente de sus palabras, que no había de que asustarse, hermanitos, que sólo eran balas de fogueo. Sin embargo, los que vimos caer acribillados junto a nosotros a los primeros compañeros de trabajo, a los amigos de toda la vida o a nuestros propios familiares, y que espantados por la visión tratamos de desbandarnos en oleadas hacia las calles laterales, fuimos obligados por la tropa que rodeaba el lugar, a punta de lanza y disparos de fusiles, a volver al centro de la plaza en donde la confusión era infernal. Pero las descargas de los fusileros eran sólo el prefacio, el preludio de la sinfonía terrible que las ametralladoras, con puntería fija hacia el balcón del Comité Central, comenzaron a entonar enseguida en el anfiteatro de la plaza Montt. Al barrido de su martilleo tronante, otros tantos cuerpos de dirigentes cayeron sobre la multitud produciendo un arremolinamiento tal que, de pronto, sin tener hacia donde correr, nos vimos empujados en torrente hacia el lugar mismo en donde estaban emplazados esos armatostes del demonio vomitando sus sonámbulos fogonazos de muerte. Luego de una segunda barrida hacia el balcón central, las ametralladoras modificaron su alza, bajaron sus bocas de fuego en dirección a la masa de gente que rebasaba el frontis de la escuela y, sin ninguna conmiseración por niños y mujeres, comenzaron a rugir su balacera mortal. Una carnicería inconcebible comenzó entonces a producirse entre los huelguistas y la gente que se había quedado a ver en qué terminaba ese frangollo de los pampinos y las vendedoras ambulantes que, seguras como todo el mundo de que nunca se llegaría a disparar, se quedaron instaladas tranquilamente en la plaza ofreciendo su mercancía. La sangre de las primeras decenas de muertos cercenados por la metralla comenzó a formar rojos charcos humeantes que se sumían oscuramente en la tierra e impregnaban el aire de un denso olor ardiente. Como ya no cupo ninguna duda de que se trataba de una matanza sin cuartel, la gente comenzó a gritar afligida que izaran banderas blancas, hermanitos; que alzaran banderas blancas, carajo. Y varias decenas de trapos, pañuelos y cotonas de trabajo, algunas ya manchadas de sangre, emergieron entre la multitud, agitadas desesperadamente como señales de rendición. Pero en el fragor y la confusión de la masacre nadie hizo caso de ellas y las ametralladoras siguieron vomitando su mortífero fuego implacable. Ante las oleadas de muerte, seguramente el general se había sumido en esa especie de fascinación que se produce al contemplar el flamear de las llamas de una fogata. Y en tanto el martilleo ensordecedor de las ametralladoras seguía resonando como dentro de la caja de nuestros propios cráneos, la fusilería no dejaba de disparar fuego graneado en dirección a la gente arranchada en la carpa del circo y sobre los que tratábamos de huir de la línea de fuego. La ardua luz del día y el polvo levantado por el torbellino de la multitud enloquecida hacían aparecer todo el cuadro como una alucinante escena de horror. Envueltos en una confusión espantosa, sin hallar por donde ni para donde huir de las balas, nos replegamos de nuevo hacia las puertas de la escuela en donde se produjo un impresionante remolino humano, pues al mismo tiempo los miles de huelguistas apiñados en el primer patio trataban de escapar en bocanada de la ratonera mortal en que éste se había convertido.  Al sonar la primera descarga de los fusileros hacia la azotea de la escuela, Olegario Santana, junto a Gregoria Becerra, su hijo Juan de Dios y José Pintor, ven a Domingo Domínguez, acompañado de algunos operarios jóvenes, adelantarse hacia el lugar en donde está emplazado el general. Allí, frente al uniformado, abriéndose la camisa y mostrando el pecho desnudo, el barretero grita a todo pulmón que aquí está mi corazón si quieren sangre obrera, carajos. Y justo en el momento en que Olegario Santana se está diciendo: «Que hijo de puta más loco», suena la segunda descarga del piquete de la marinería y, a través de la batahola de gente congestionada, el cauchero ve caer muerto a su amigo del alma y a los hombres que lo acompañaban. Con los ojos humedecidos de golpe, justo en el momento en que comienzan a disparar las ametralladoras, le grita a Gregoria Becerra que se tire al suelo con su hijo. Pero en medio del griterío de la gente, la trifulca de la caballería y el estruendo ensordecedor de las balas, nadie oye nada. Cuando se apresta a agarrar a ambos por las espaldas y empujarlos al suelo, bala de fusil le muerde el hombro y lo hace tambalear y de rodillas y luego rodar por el suelo entre el barullo de gente despavorida. Olegario Santana quiere quedarse tendido ahí para siempre, olvidarse de todo y ponerse a dormir en posición fetal junto al cadáver de un hombre con el vientre perforado que lo mira con sus pavorosos ojos en blanco, pero comienza a ser pisoteado por la turba que se arremolina enloquecida a su alrededor y trata desesperadamente de pararse para no morir aplastado. En el momento en que a duras penas ha logrado ponerse de rodillas, las ametralladoras comienzan a rugir de nuevo, ahora apuntando sus mortíferos cañones giratorios hacia ellos, y un montón de gente cae a su lado aserruchada por los proyectiles. Desde el sitio donde yace arrodillado, como en una visión de arrobo, el calichero ve caer atravesado por las balas al matrimonio de la oficina Centro; ve caer a la mujer y, casi al unísono, al padre con su hijita Pastoriza del Carmen apretada contra su pecho. En un gesto protector más allá de lo humano, ve al hombre tratando de no soltar a la criatura de sus brazos mientras va cayendo, ya muerto, a pocos metros de él. La niña queda sentada en la tierra, incólume, rodeada de los brazos de su padre. Un abuelo de sombrero de paja intenta recoger a la pequeña y una ráfaga de metralla le corta el cráneo a la altura de la frente como una sierra atroz y su cuerpo cae junto a los esposos saltando en terribles convulsiones. Como en una pesadilla sorda, Olegario Santana se va acercando a gatas hacia donde está Pastoriza del Carmen. La niña, sentada en el suelo, con la corona dorada caída hacia atrás y su capita de Virgen manchada por la sangre de sus padres, no llora ni grita ni hace ninguna clase de gestos; como en un ámbito propio, todo lo que hace es mirar con sus ojitos abiertos hasta el delirio y una expresión de horror inconmensurable macerada en su rostro moreno. Cuando en medio de la balacera ya casi está por alcanzarla, alguien le cae encima aplastándole la cara contra el suelo y, desde allí, a través del tierral y la reverberación de la sangre caliente, alcanza a ver a una mujer de faldas abolivianadas que recoge por los hombros a la niña y sale con ella corriendo, protegiéndola con su propio cuerpo. Cuando Olegario Santana logra levantarse del todo, una oleada de gente lo alza en vilo y lo deja aplastado contra las rejas del frontis de la escuela. Allí, a dos metros, está Gregoria Becerra gritándole desesperada a los dos amigos de la Confederación Perú-boliviana que por amor de Dios le alcancen a su hijo que se le ha soltado de la mano por ese lado. Luchando contra la fuerza del remolino humano, uno de los amigos logra rescatar a Juan de Dios que se abraza de nuevo a su madre mirándola con una muda expresión de alucinado. Gregoria Becerra, que al parecer no se ha dado cuenta de que ha sido herida en un brazo, y que sangra profusamente, al ver a Olegario Santana, le dice a gritos, con los ojos arrasados en llanto, que no puede creer que esos hijos de mala madre los estén masacrando de esa manera. «Hay que escapar por este lado», grita de pronto José Pintor apareciendo a la izquierda de ellos con el rostro desencajado. Olegario Santana vuelve la cabeza y, consciente de lo absurdo que resulta pensarlo, se fija en que el carretero no lleva ningún palito entre los dientes. En medio de la confusión y el apretujamiento, sólo los amigos confederados pueden echar a correr calle abajo detrás del carretero que, saltando por entre la montonera de cuerpos caídos, gritando sus más obscenos improperios de carretero, trata de atravesar hacia la calle Barros Arana. Pero antes de lograr salir del cerco, un lancero lo atraviesa a la altura del cuello y, José Pintor, con el rostro congestionado, desarticulado como un muñeco, cae desangrándose junto a otros cadáveres tirados cerca de un puesto de frutas en donde las manzanas rojas desparramadas por el suelo se confunden con la sangre. Casi al mismo tiempo, alcanzando ya la esquina, uno de los confederados cae herido por una bala de fusil en la espalda. Su amigo se devuelve a recogerlo, y con él sobre sus espaldas corre desesperadamente intentando atravesar por entre los caballos de dos lanceros. Uno de ellos lo ve y en el momento en que levanta su lanza para ensartar a los dos hombres juntos, su caballo cae fulminado por una ráfaga de ametralladora. El obrero peruano, con su amigo agonizando sobre sus hombros, bañado de su sangre, logra salir a la calle Barros Arana y perderse hacia abajo, en dirección al conventillo El Obrero.  Resbalando en los charcos de sangre humeante, pasando por encima de nuestros compañeros muertos —y de los que se hacían los muertos cobijándose debajo de los cadáveres para, de ese horrendo modo, salvar sus vidas—, muchos de los huelguistas seguíamos tratando de escapar por las calles laterales, pero éramos repelidos sin piedad por los soldados que a punta de lanza y disparos de fusil nos empujaban al centro de la masacre. En un instante las ráfagas acallaron su ruido infernal y todos pensamos con alivio que el horror había terminado. Pero era sólo que las ametralladoras, esos terribles armatostes que la mayoría de nosotros no habíamos visto ni oído jamás antes en nuestra precaria vida de salitreros, esas monstruosas armas que después supimos eran de fabricación alemana, de diez cañones giratorios, con un alcance de 2.100 yardas y una cadencia de tiro de 400 cartuchos por minuto, capaces de partir a un caballo por la mitad, sólo estaban cambiando de posición y ahora giraban y apuntaban sus bocas de fuego a la carpa del circo repleta sobre todo de niños y mujeres que comenzaron a caer desde las graderías sobre la pista de aserrín, unos encima de otros, cercenados por esos cartuchos pavorosos que, por la corta distancia de tiro, atravesaban de hasta a seis cristianos a la vez antes de perforar también las tablas de las casas más cercanas. En pleno fragor de la masacre, cuando el remolino de la confusión nos llevaba a pasar cerca de donde estaba emplazado el general, lo veíamos impávido sobre su corcel blanco, como cincelado a granito, sin que le temblaran un ápice las puntas de sus mostachos retorcidos, contemplando con sus fríos ojos de vidrio esa masacre despiadada, y acaso pensando que tal vez la Historia lo iba a recordar en los libros postumos como el gran vencedor de «La Batalla de Iquique», como comenzarían a llamar al día siguiente, en los círculos militares y de gobierno, a esa cobarde matanza de obreros indefensos.  En una de las pasadas frente a la carpa del circo, llevado casi en el aire por el torrente de la multitud, tratando de encontrar a Gregoria Becerra que se le ha vuelto a perder de vista, Olegario Santana ve al monito Bilibaldo, atado a su cadenilla, chillando y saltando en torno al cadáver de la bailarina del circo. Lo ve justo en el momento en que el animalito es alcanzado también por un proyectil y queda tendido muerto junto a la muchacha, en una actitud de niño desvalido, con su mameluco azul y su camiseta a rayas. «¡Hijos de puta!», rechina el calichero, mientras es devuelto por el torbellino de gente hacia el frontis de la escuela. De pronto, por el lado del Consistorio Municipal, descubre a Gregoria Becerra y a su hijo Juan de Dios arrastrados por el tumulto. Gritando sus nombres hasta desgañitarse y luchando desesperadamente entre el hervidero de gente, trata de llegar hasta ellos empujando y pisando por sobre las rumas de muertos destrozados, ensangrentados completamente y algunos con sus pantalones ensopados en mierda. De pronto, ya cerca de ellos, Gregoria Becerra gira la cabeza como si lo hubiese oído llamarla. Y en el mismo instante en que ella lo mira con una lucecita de alegría encendida en las pupilas, Olegario Santana, con un horror inconcebible, ve como la mujer es alcanzada y barrida violentamente junto a su hijo Juan de Dios por las últimas balas de la última ráfaga de ametralladora que resuena en el aire ardiente y polvoroso de la plaza Montt. La imagen de Gregoria Becerra alcanzada por la metralla, cayendo acribillada junto a su hijo, se le fija en sus pupilas atónitas como una escena de alucinación que no termina nunca de suceder, como si madre e hijo se demoraran en caer, se demoraran en caer, se demoraran infinitamente en caer y quedar en el suelo amontonados junto a los millares de muertos cuya sangre ya había comenzado a correr como un torrente sin contención por las pendientes de las calles de tierra.  El responsable de que se acallaran las ametralladoras había sido el vicario apostólico Martín Rücker. El religioso, horrorizado por la masacre, logró meterse al centro de la plaza y, entre el polvo, el humo de la metralla y la confusión de la gente, recogió una guagua muerta sobre el pecho de una mujer —los cartuchos habían atravesado a ambas— y corrió con ella a plantarse frente al general. «Por el amor de Dios, termine usted con esta carnicería», le gritó arrodillándose ante su caballo blanco. El general lo miró como despertando de un estado de hipnosis profunda y se lo quedó viendo con una fijeza ausente. La mirada vesánica de sus ojos claros tenía el brillo asonambulado de los ojos de los peces. «Si tiene sed de sangre chilena, aquí tiene la mía», lo increpó el vicario, abriéndose la sotana por el pecho. Los mostachos engomados del general de brigada parecieron temblar tenuemente cuando, sin quitar la vista del hombre que lloraba arrodillado ante él, alzó la mano para detener el fuego. Habían transcurrido cuatro minutos y veinte segundos eternos.  Al acallarse el tableteo de las ametralladoras, en la plaza sembrada de cuerpos caídos —y de algunos cadáveres de caballos alcanzados por las metralla—, el silencio pareció cósmico. Después, poco a poco, se fue comenzando a oír el llanto de las mujeres, los estertores de los moribundos y los gritos desgarradores de los hombres heridos mortalmente pidiendo por piedad que los terminaran de matar de una vez por todas. Entre esos gritos de dolor se elevaba por sobre todos el de un obrero agonizante clamando entre sollozos, en un marcado acento español, que su nombre era Manuel Vaca y que por favor le avisaran a su hermano Antonio para que viniera a vengar su muerte. Seis años después supimos que el hermano había cruzado la cordillera a pie desde Argentina, donde se hallaba trabajando, para atentar contra la vida del general fratricida. Y aunque fue un intento frustrado, logró herirlo varias veces con una pequeña daga. Una de las heridas le comprometió el ojo izquierdo y el militar se vio obligado a usar un parche de pirata por el resto de sus días. Que al verse manchado de sangre, contaban los testigos oculares del hecho, el general, tan arrogante en la matanza de Iquique, lloraba como un perrito nuevo acurrucado en el suelo.  Al terminar el tableteo de las ametralladoras, a pesar de los quejidos, el llanto y el impotente blasfemar de los obreros; a pesar de los gritos destemplados de la soldadesca y del galopar feroz de los lanceros por sobre los obreros caídos, a Olegario Santana le parece no oír nada en el mundo, ningún ruido, ni el más mínimo sonido, como si tuviese los oídos taponados de algodón. La única sensación que siente es el olor a sangre mezclado con el hedor ácido de la pólvora. Cuando logra recuperarse de esa especie de estado alucinatorio, corre desesperado hacia el lugar en donde ha caído Gregoria Becerra junto a su hijo. Ahí, sin poder contener las lágrimas, sólo alcanza a cerrarle piadosamente los ojos a la mujer y acariciarle las mejillas al niño antes de ser atropellado por la caballería que, en una carga desaforada, se ha lanzado hacia el centro de la plaza acabando a los sobrevivientes y obligándolos a rejuntarse por el lado de la calle Barros Arana. Mientras tanto, la infantería entra por las puertas laterales de la escuela rematando brutalmente a los heridos de muerte que colman las entradas del recinto descargando sus lanzas sobre hombres y mujeres indefensos que con las manos en alto o agitando trapos blancos no paran de llorar y pedir misericordia, por el amor de Dios.  Una vez tomada y desalojada la escuela, comenzó el penoso arreo hacia los recintos del hipódromo. Entre dos filas de soldados, los huelguistas sobrevivientes caminaban cargando lastimosamente a algún compañero herido, o consolando a las mujeres y a los niños que no paraban de llorar. Sin embargo, la mayoría marchábamos en silencio, con los puños apretados y haciendo crujir los dientes de impotencia. Mientras avanzábamos, varios de los obreros heridos, algunos con sus miembros cercenados o sus vísceras afirmadas a dos manos, golpeaban desesperados a las puertas de las casas a lo largo de la calle, pidiendo cobijo. Pero las casas se hallaban cerradas con trancas y sus moradores parecían haberse esfumado. Sólo al llegar al conventillo 198, algunos heridos lograron burlar a los soldados y esconderse en las habitaciones cuyas puertas se abrieron para acogerlos. En ese conventillo se encontró después a media docena de muertos y una veintena de heridos que habían sido cuidados solidariamente por sus moradores, que era gente de la más pobre de la ciudad.  Más adelante, en la confusión de la marcha, otros obreros lograron escabullirse de la procesión y asilarse en algunas casas particulares. Pero muchos fueron muertos despiadadamente en el intento. Un huelguista herido en una pierna, que camina cerca de Olegario Santana, en la esquina de la calle Bulnes trata de desviarse del camino, pero es visto por un soldado de la caballería, quien, enristrando su lanza adornada con una banderola chilena, corre hacia él y se la hunde sin piedad por la espalda. Más allá, un operario boliviano que también quiere huir, es muerto de un lanzazo en la nuca y el sombrero le queda ensartado grotescamente en la lanza. Mientras Olegario Santana camina en d apretujamiento tratando de amarrarse el pañuelo en la herida del hombro, y pensando que todo eso no puede ser real, un hombre joven que camina a su lado se ofrece a ayudarle. Mientras le ata el pañuelo, el hombre comienza a hablar diciéndole que hay que grabarse firme en la mollera cada detalle de lo que está sucediendo; estarcirlo a fuego en la memoria. Que después los mandamases van a querer echar tierra sobre esta masacre horrenda, pero ahí estarán ellos entonces para contársela a sus hijos y a los hijos de sus hijos, para que éstos a su vez se lo transmitan a las nuevas generaciones. «Esto lo tiene que saber el mundo entero, compañerito», dice conmocionado el hombre. Olegario Santana, sólo porque le capta una nobleza franca en la voz, y nada más que por decir algo, le pregunta cómo se llama.  —José Santos Elizondo —responde el hombre—. Soy miembro de la Mancomunal Obrera de Caleta Buena.  Al llegar al recinto del Hipódromo, los soldados ordenan a todo el mundo ponerse de rodillas y con las manos en la nuca, y comienzan a registrar uno a uno a los huelguistas. Mientras Olegario Santana, arrodillado, espera su turno, se da cuenta de que no tiene su corvo. Cuando se está diciendo que seguramente se le ha caído en la trifulca de la escuela, alguien, de un manotazo, le saca su viejo sombrero de pita y se lo cambia por uno de paja. «Es para el compañero presidente», oye que le dicen. Entonces, a dos pasos de él, ve a José Brigg rodeado de una decena de operarios que tratan de ocultarlo. Con una pierna destrozada por la metralla, el presidente del Comité Central se está recortando los grandes mostachos con un trozo de vidrio, mientras otros le cortan apuradamente su melena colerina. Después le ponen ropa de trabajo, le ciñen su ruinoso sombrero y le pasan una cachimba de corcho que lo deja convertido en un verdadero michicuma. Diecinueve días después se supo que el presidente del Comité Central había desembarcado en el puerto del Callao a bordo del vapor Mapocho junto a otros setenta y ocho huelguistas.  A nadie en el hipódromo se le encontró ningún arma, salvo algunas navajas de afeitar y un par de cortaplumas con cachas de hueso —lo mismo había ocurrido en la escuela: tras un prolijo registro buscando las carabinas, los rifles recortados, los revólveres y los cartuchos de dinamita que los gringos habían hecho creer que teníamos en nuestro poder. apenas habían hallado un par de revólveres sin señales de haber sido usados—. Después de la revisión, rodeados por la caballería y la infantería, fuimos arracimados como animales frente a las tribunas, mientras se asentaban frente a nosotros las temibles baterías de ametralladoras. Ahí pasamos todo el resto del día de rodillas, sin beber agua ni probar bocado. Durante la noche el general hizo fusilar a varios obreros de los que se sabía o sospechaba que eran dirigentes, y a algunos marinos que en la escuela habían sido sorprendidos disparando al aire. Después ordenó dividirnos en tres grupos: los que laborábamos en las salitreras del sur, los que pertenecíamos a las del norte y los huelguistas de los gremios de Iquique. Éstos últimos fueron entregados a la policía de la ciudad, mientras a los pampinos se nos ordenó avanzar hacia las cuestas de los cerros por donde pasaba la línea férrea. Allí ya estaban llegando los convoyes con carros planos y rejas de cargar ganado que nos llevarían a la pampa. Esto decepcionó a muchos obreros que, pensando seríamos embarcados en la estación ferroviaria, y que no querían irse sin antes hallar a sus familiares desaparecidos, habían planeado escapar a su paso por las calles de la ciudad. A un gran número de estos obreros, que en los cerros trataron de resistirse al embarque, se les obligó disparándole en las piernas y dando muerte a algunos de ellos.  Sin embargo, en la subida hacia los cerros, y aprovechando la oscuridad, muchos consiguieron escapar. Olegario Santana es uno de ellos. Al pasar cerca de los estanques de agua logra eludir la vigilancia y, arrastrándose junto a otros obreros, se esconde en una pequeña hondonada. Después de unas horas, casi al alba, logra salir de su escondite y, arrastrándose por los arenales, comienza a retornar a la ciudad. Tiene que encontrar a Liria María; tiene que contarle lo que ha pasado con su madre y con su hermano. Además, en memoria de Gregoria Becerra, siente que de alguna manera tiene que ayudar a la niña. Eludiendo el paso intermitente de las patrullas, Olegario Santana se interna en las calles desiertas. La ciudad le parece muerta. Al pasar, agazapado, por el frente de la escuela Santa María, se da cuenta de que no queda ningún rastro de la inmolación, ni el más leve indicio. Todo ha sido barrido, limpiado y desmanchado prolijamente. Sólo atestiguan la matanza las tablas agujereadas por las balas y el aire impregnado de ese olor a rosas azumagadas de la sangre. Después los agujeros de balas serían tapados meticulosamente con masilla, pero el olor de la sangre de los muertos no pudieron erradicarlo con nada.  Cuando ya está clareando en el cielo, Olegario Santana, exánime, con la ropa sucia de tierra y sangre, llega al burdel de Yolanda. Sulfurado de impotencia, aún le parece flotar en la nebulosa de una pesadilla. Ni siquiera en la guerra había visto tanta perversidad junta. Al abrir la puertita azul y ver su facha de aparecido, el niño Doralizo, envuelto en una delicada bata de seda, se persigna aparatosamente. —¡Ángela María, si están llegado todos aquí! —exclama excitado de miedo.  ------------ --------- --------- ------  http://ELEMENTOSDEL PERU.com/    Enlaces a Yahoo! 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