martes, 28 de junio de 2016

Fwd: Importante documento: Un ejemplo de análisis marxista


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Fecha: 27 de junio de 2016, 10:15
Asunto: Importante documento: Un ejemplo de análisis marxista
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LA MUERTE DE LA CONDICIÓN OBRERA DEL SIGLO XX[1]

 

Álvaro García Linera

 

LA MARCHA MINERA POR LA VIDA

 

Todo hecho, y con s razón todo hecho social, es una síntesis expresiva de determinaciones de larga trayectoria, que se manifiestan contundentemente como acontecimiento, como acto. Su realidad e importancia  primarias radican en la explicitación de un conglomerado de vínculos significativos del presente visible, palpable. Pero hay hechos sociales en los que, de una manera poderosa,  el presente  y la acumulación  connotada  del pasado inmediato no son suficientes para entender su significado real y su trascendencia.  Son "presentes"  que rebasan su época y cuya verdad profunda  sólo se ha de hallar en el porvenir. Hablamos entonces de acontecimientos que al momento de suceder no acaban de desplegar toda la verdad implícita que portan, y además marcan una época, porque jalan a los restantes acontecimientos presentes y pasados hacia un rumbo en el que todos han de hallar finalidad y sentido. No son pues acontecimientos cotidianos, sino condensaciones de época que, en el momento de brindarnos el lenguaje para volver inteligibles los sucesos anteriores, parten la historia, pues anuncian que a partir de entonces otras serán las pautas del devenir social, aunque sólo nos demos cuenta de ello años o décadas después.

 

La marcha por la vida de agosto de 1986 es uno de esos sucesos, que parte la historia social  boliviana en dos segmentos distintos. En alguna medida es el epítome heroico, y hasta cierto punto falaz, de un proyecto de modernización iniciado a principios de siglo y que mostró sus límites en el ocaso del siglo. De hecho, en realidad en Bolivia, el fin de época no fue un registro numérico de años, sino un acontecimiento social acaecido catorce años atrás. La marcha por la vida fue también la síntesis de una condición social, de unas prácticas colectivas, de un horizonte de vida y de un proyecto cultural de una identidad  de clase que, con su osadía, había alumbrado  e intentado  unir las dispersas hilachas de nación que deambulan por la geografía intensa de este país. Fue el alarido s desesperado no sólo de quienes, como ningún otro sujeto colectivo, creían en la posibilidad de la nación e hicieron todo lo que pudieron  por inventarla por medio del trabajo, la asamblea y la solidaridad; a la vez, fue el acto final de un sujeto social que como ningún otro había abrazado los componentes más avanzados y dignificantes de la modernidad, como la cultura del riesgo, la adhesión por convicción y no por filiación sanguínea, la ciudadanía como autoconciencia y no como dádiva, y una ambición expansiva territorializada, no familiarizada, de la gestión de lo público, que resultan de una interiorización cosmovisiva y crítica de la subsunción real del trabajo al capital.

 

El resultado trunco de una marcha, que será detenida en Calamarca a punta de bayonetas e impotencias históricas canalizadas como miedos y cálculos, será a la vez el de la extinción de los únicos portadores colectivos de una sensibilidad de modernidad expansiva. Los mineros del siglo pasado fueron lo más positivamente moderno  que tuvo este país donde,  como mucho, la modernidad se enclaustra en una fantochería de elite, mediante la cual unos cuantos intentan  impresionar  y distinguirse de los pueblerinos. Los mineros, en cambio, fueron lo s auténtico y lo s socializado de lo poco de subsunción real que se implantó en estas tierras; y en sus desplantes colectivos hacia el poder estatal, hacia la tradición filial y hacia el conservadurismo  de lo existente practicaron,  sin necesidad de desearlo ni exhibirlo, una seguridad ontológica en la historia que no tiene paralelo en la vida republicana.

 

La belicosidad de su lenguaje, la desfachatez de sus ilusiones en el porvenir, con las que los mineros irradiaron  el temperamento del siglo XX, le dieron una densidad de multitud a las construcciones y sueños colectivos que, vistos ahora a distancia, se muestran tan distintos a la mojigatería cultural y cobardía política de aquellos insípidos pensantes y administradores de corte que han pretendido sustituir, con sus veleidades de poca monta, a ese gigante social. Y sin embargo, esta miseria moral se yergue ganadora y vanidosa en los albores de este nuevo siglo. Pero no es la escenificación de un triunfo donde una concepción del mundo superó a otra por la pertinencia de sus argumentaciones o la amplitud totalizante de sus percepciones. La significación del mundo neoliberal, sus símbolos abstractos de dinero, individualismo y desabridos  sujetos de traje, que han sustituido a la asamblea, el guardatojo y la concreción del cuerpo musculoso del minero perforista, no están ahí por sus méritos, porque en verdad ellos no derrotaron a nadie. Son como esos gusanos que están encima del gigante no porque  lo derrotaron, sino porque  la muerte le ha arrebatado la vida. La visión del mundo neoliberal sólo pudo saltar a la palestra porque previamente fue disuelto, o mejor, se autodisolvió, el sujeto generador  de todo un irradiante  sentido del mundo. ¿Cuáles fueron las kantianas "condiciones de posibilidad" de este derrumbe, cuyo significado apenas comenzamos a apreciar ahora, aunque su efecto es el fondo sustancial de lo que es Bolivia hoy?

 

LA MARCHA MINERA DE 1986

 

Era agosto, y los mineros comenzaron  a llegar de todas partes: macizos y sonrientes cochalos de Siglo XX, Huanuni  y Colquiri; sobrios y angulosos de Quechisla, Caracoles, Siete Suyos y Colavi; angustiadas señoras de Cañadón Antequera, de San José y de Catavi confluían en la carretera Oruro-La  Paz para emprender la gran marcha.

 

Días antes, un Ampliado Minero había decretado una Huelga General indefinida, las organizaciones cívicas de Oruro y Potosí se habían lanzado a un paro de actividades a nivel regional y el 21 de agosto miles de mineros y pobladores  marchaban  por las calles de Oruro para, en una asamblea, tomar la decisión de marchar a la ciudad de La Paz de manera inmediata. Los camiones repletos de mineros gritando sus insolentes consignas, y los trenes que venían del sur atiborrados de cascos y banderas, evocaban las impactantes escenas de Esenin sobre la toma de Petrogrado a principios de siglo.

 

Algo hay en el obrero de cualquier parte del mundo que hace que su presencia tumultuosa opaque el entorno, y que su personalidad se imponga a la deslucida monotonía del ambiente urbano; parecería que sólo entonces la vida dejara de ser una casualidad despreciable, para recordarnos su sentido de grandeza. Este era uno de esos momentos; nuevamente los mineros dejaban las herramientas y venían por miles a La Paz, lo cual no es poca cosa, si tomamos en cuenta que cuando lo han hecho casi siempre el país ha vivido insurrecciones o los preparativos para ella.

 

Pero ahora hay algo que da una tonalidad distinta a los trazos de los rostros mineros, una sensación de incredulidad y cautela muy diferente al certero envalentonamiento de otros años, cuando se sabía que el bienestar de los gobernantes había surgido de la laboriosidad de ellos. Ahora en cambio, el Estado, el mayor empresario minero país, está cerrando las minas, está estrangulando las pulperías, está ofertando bonos para los retiros. No se trata de deshacerse de los obreros s revoltosos para que los sustituyan obreros sumisos, ni siquiera se trata de reducir costos de operaciones para ampliar las ganancias, como sucedía en cada asonada militar. Se trata de algo peor que eso; está en marcha el abandono productivo de los centros mineros, el cierre de operaciones y, con ello, la muerte del fundamento material de la condición obrera minera s importante  de los últimos cien años.

 

Junto con el cierre de operaciones de la empresa Corporación Minera de Bolivia (COMIBOL), se está decretando la extinción del fundamento material de la historia de una clase, que se había formado entre privatismo y estatismo en sesenta años; pero a la vez, se derrumba la fuente de una certeza colectiva que alimentaba una confianza en el porvenir y una audacia colectiva memorable, en torno a la cual se habían constituido mitos sociales alrededor del comportamiento revolucionario de los mineros. El desabastecimiento de pulperías, la suspensión de los envíos de material de trabajo, la retención  de las horas extra y el abandono  de la prospección en los últimos meses, no respondían sólo a una mala administración gerencial: era el preludio de la parálisis productiva del aparato minero estatal, de un tipo de formas de trabajo y organización laboral que finalizaría en enero de 2000  y, con ello, de los soportes estructurales de las relaciones de fuerza creadas y mantenidas a lo largo de tres décadas y media.

 

El cierre de operaciones de la mayoría de las empresas estatales, silenciosamente dispuesto por el presidente Víctor Paz Estenssoro, no era entonces una penalidad s en el largo camino de extorsiones que la familia minera había sabido resistir, forjando su heroica historia de clase; era la conminatoria inconsulta a un fin absoluto de esa historia o, al menos, de lo que ella fue en los treinta y cinco años anteriores. Pero, ¿no era acaso la minería estatal el núcleo fuerte de la acumulación que permitía la diversificación productiva  del país y la inversión en el oriente? ¿No eran acaso los mineros, sus luchas y sus mártires los que habían arrancado a la república del fango hacendal, los que reconquistaron la democracia?

 

Ciertamente,  los mineros eran el alma virtuosa de la nación nacida en 1952. Y con esa conciencia de sí es que ahora los mineros ocupan la carretera para ir a interpelar  al Estado. s la desdicha de los tiempos surgirá desde el momento en que la reconfiguración de la economía, de los soportes estatales y de la antigua condición proletaria,  no su preservación, serán el programa de las elites gobernantes.  Indudablemente, el excedente minero había creado la Corporación Boliviana de Fomento y sus s de treinta empresas productivas; fueron las divisas mineras gestionadas por el Estado las que permitieron  la comunicación expedita  al oriente, las que lograron la universalización de la educación estatal gratuita, las que expandieron el comercio interno, las que aseguraban  los salarios de los burócratas,  de los maestros, oficiales y oficinistas. Era la minería la que permitía creer al migrante en la posibilidad de un ascenso social programable a largo plazo, articulando un imaginario colectivo de unidad social verificable y deseable. Igualmente, eran los mineros, apoyados en fabriles, los que habían apostado infatigablemente por la democracia como opción de intervención en los asuntos comunes, eran los fundadores  de un sentido real de ciudadanía sumamente democratizadora, a través de la figura del sindicato, que se expandió hasta el último rincón de la geografía estatal. En fin, si algo existía de nación y de Estado en Bolivia, era por los mineros de las grandes empresas nacionalizadas, por su trabajo y sus deseos ¿Cómo pensar entonces en su disolución como sujeto productivo  y como sujeto político, cuando ni en las dictaduras, que fueron sus enemigos jurados, jamás se les pasó por la cabeza deshacerse físicamente de este conglomerado social estratégico?

 

Por la sencilla razón de que presiones internacionales e intereses empresariales locales, vientos e intereses de los que los mineros jamás estuvieron separados en los años anteriores, apuntaban a otros rumbos en cuanto a lo que debería ser la composición económica de la sociedad y la composición política del Estado.

 

Claro, si nos atenemos al marco general de los ciclos económicos propuestos por Kondratieff,[2] desde principios de los años setenta, las regiones capitalistas s importantes habían entrado en una fase B o de descenso, que contrajo las tasas de ganancia, estancó o declinó el crecimiento y contuvo los flujos de capital en inversiones. Esta declinación económica exacerbó la disputa del excedente: cierre de empresas con bajas tasas de ganancia, reducción salarial para ampliar los márgenes de ganancia empresarial y despidos para reorganizar la composición orgánica del capital, que en etapas de estancamiento se presenta rígida y estorbosa, fueron oleadas de medidas que comenzaron a barrer, una tras otra, a las naciones s industrializadas, a los consorcios s grandes y, a la larga, a las propias economías articuladas de forma subordinada, como la nuestra y la de todos las países proveedores de materias primas.

 

El capital, como suma de iniciativas individuales, comenzó a desplegar tres vertientes, en la búsqueda  de superación de esta fase descendente y de estancamiento mundializado:

 

a) Potenciar, a lo largo de varios años, la acción de nuevas ramas productivas  capaces de generar un paradigma tecnológico que, por las ganancias extraordinarias, la formación de nuevos mercados de consumo y la atracción de capitales, pudiera abrir un boquete de innovación que arrastrara el resto de la economía, inaugurando, al final de un periodo  de diez a quince años, un nuevo ciclo de onda A o de ascenso.[3]

b) Lograr consolidar e irradiar una composición orgánica del capital (relación político-cultural y técnica entre el monto social que se invierte en salarios respecto al total de la inversión empresarial) que consagrara una tasa de ganancias elevada, reestructurar las formas de trabajo que consagraran tecnológicamente esta nueva composición y aseguraran una tasa de ganancias apetecible para las nuevas inversiones.[4]

 

c) Deshacerse de las resistencias y antiguas reglas de negociación alcanzadas en la fase ascendente,  cuando el trabajo pudo imponer beneficios y derechos.[5]

 

Todo lo anterior provoca, por lo tanto, una reconfiguración de la condición objetiva de la situación de clase, por la introducción de nuevas ramas de producción, nuevas tecnologías, nueva organización del trabajo; pero también, una reconfiguración de la trama de poder entre trabajo y capital en el ámbito estatal, por la reducción de la capacidad de negociación que introduce  objetivamente el paro, la depresión y el despido, que caracteriza la fase descendente de la economía mundial.[6]

 

La destrucción de medios de trabajo, mercancías y fuerza de trabajo que acompaña esta fase de descenso en ocasiones ha desencadenado guerras, donde la humanidad parece hundirse en el fango de la destrucción material y física, como en 1913-1918 con la Primera Guerra Mundial,[7] y en 1940-1945 con la Segunda Guerra Mundial; pero en otras oportunidades crea las condiciones de posibilidad de grandes cambios sociales, como en 1848, cuando se produjo la primera, y hasta ahora la única, revolución moderna a escala de todo el territorio capitalista de la época (Europa),[8] o cuando dio lugar a los intentos, inmediatamente ahogados, de revolución social en la Rusia zarista en 1917.

 

Sin embargo, el aumento de las penalidades, los despidos, la contracción  económica y la crisis no necesariamente  desembocan en revueltas sociales. En general, la miseria material engendra s miseria material, organizativa y espiritual de los sectores subalternos; la posibilidad de que estas fuerzas activen actos de resistencia y autonomía radica en la acumulación previa de experiencias, en la extensión de redes de acción y solidaridad, en la creación de certezas movilizadoras, en la confianza en la acción común y la capacidad propositiva acumulada en décadas anteriores que, en un momento de vértigo social, son capaces de catapultar al mundo del trabajo a prácticas autodeterminativas de gran riesgo y a gran escala.

 

Que esto no hubiese sucedido en el mundo  desde los años setenta, cuando se comenzaron a desmontar  las estructuras  organizativas de los trabajadores en Inglaterra, en Estados Unidos, en Italia, en Francia, etc., tiene que ver con el hecho de que, a diferencia de 1848 y 1917, los sectores del trabajo s agredidos en sus beneficios, y que eran el baluarte del espacio de autonomía laboral de los años anteriores, no sólo sufrieron una brutal contracción temporal y reestructuracn interna, sino que en muchos casos sencillamente dejaron de existir, como los metalúrgicos, los obreros del carbón, de las manufacturas textiles y ciertos sectores de la industria automotriz. Frente a ellos, surgieron nuevas ramas productivas sostenidas en la electro-informática,[9] con su infinidad de vertientes en la manufactura,  la circulación y los servicios; o la expansión de la industria aeroespacial, que creó un hueco de memoria y continuidad en la capacidad de resistencia del mundo del trabajo, de tal forma que, para finales de los años noventa, el recorte en beneficios sociales, en salarios y en estabilidad laboral ha hecho regresar a una gran parte de la sociedad mundial a la precariedad del siglo XIX.[10]

 

En Bolivia, la lapidaria frase del presidente Paz Estenssoro: "Bolivia se nos muere", venía cargada de los mismos presagios. O se cambia el patrón  de acumulación, la forma de regulación de la economía y se modifican las reglas de negociación-inclusión del trabajo, o Bolivia, entendida  como el ámbito geográfico del dominio (barroco e híbrido) del capital, se acaba.

 

Si algo hay que reconocerle a Paz Estenssoro es su olfato para nadar siempre a favor de la corriente de las reglas mundiales de la economía. En verdad, no es una virtud darse cuenta de las obviedades que requieren las clases dominantes locales para validar ése, su sitial. Sólo se trata de una buena dosis de pragmatismo y una cultura media respecto a lo que pasa en el mundo; claro que en un ambiente cultural raquítico como el de las elites conformes de este país, ésa es una poderosa ventaja. Cuando había que ser nacionalista, bregar por la constitución del Estado-nación, intentar vías de sustitución de importaciones, colocar al Estado como locomotora de la economía y benefactor social, como venía sucediendo  en todo el mundo  industrializado,  Paz Estenssoro hizo lo suyo desde sus dos primeros gobiernos, aunque siempre preocupado por el excesivo envalentonamiento de unos obreros insurrectos triunfantes, que lo habían colocado en el timón del poder gubernamental.

 

Ahora, en cambio, los vientos soplaban para pasar a la libre empresa, a la desregulación de los mercados, al cierre de empresas temporalmente deficitarias, a la apertura  de fronteras, a la contracción estatal para integrar, a la esfera de la valorización empresarial y el mercado, áreas anteriormente gestionadas al margen de este criterio.[11] Había también que modificar las relaciones de poder estatal, cambiando las técnicas de ciudadanización corporativa a fin de reducir beneficios sociales, elevar las posibilidades de rentabilidad con el abaratamiento de la fuerza de trabajo, garantizar inversiones extranjeras con la desarticulación de formas de organización contestatarias de la sociedad civil y, en fin, dar por terminada una composición política de la sociedad[12] que consagraba, para la anterior etapa de desarrollo del capitalismo local, normas de negociación y mercadeo entre el trabajo y el capital.

 

En este estrecho sentido del término, había previsión gubernamental, un plan, iniciativa histórica. El gobierno y ciertos sectores de inversionistas locales y extranjeros sabían s o menos que, para preservar su poder y ampliarlo, se tenía que dar un nuevo rumbo  general a los ambiguos territorios  donde  desplegar las reglas del mercado y la industrialización.

 

Los trabajadores, el horizonte de previsibilidad de los asalariados organizados, en cambio, se habían quedado rezagados; peor aún, ese tapiz cultural y letrado que desde 1950 estaba adherido al cuerpo obrero, a través de dirigentes sindicales "fabricados" y discursos políticos "inyectados" bajo múltiples formas partidarias de izquierda, carecía de cualquier otra perspectiva que no fuera la del capitalismo de Estado. Atrincherada tras un discurso estatalizante, homogeneizador,  disciplinante de la fuerza de trabajo y sin esconder esas irrefrenables ansias de mirar a la plebe como una masa movilizable, educable, guiable y predispuesta a ser gobernada por la inmaculada "vanguardia civilizada", portadora del designio de las leyes de la historia—, la izquierda simplemente había convertido el sueño del nacionalismo revolucionario y de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) en una versión s radicalizada, en su "programa revolucionario". Sólo podía ver entonces hasta dónde  llegaba el capitalismo de Estado, apoyado por las propias fuerzas capitalistas que potenciaban esta ruta. Cuando el capital dio un giro y se embarcó en la "libre empresa", los formadores de opinión de la izquierda ya no supieron qué hacer; en una escena cómica y ridícula, se quedaron sin fuerza, sin discurso o, cuando más, a seguir demandando un capitalismo de Estado a los propios capitalistas, que lo estaban abandonando por obsoleto.

 

Sin embargo, no se trataba de una retórica sin influencia; de hecho, se trataba de un discurso y una práctica política que adulaban disposiciones conservadoras dentro de la propia clase, que estimulaban estados de ánimo de querellantes, de obedientes, de demandantes, tan arraigados en las clases subalternas, en detrimento de la práctica de soberanía, propositiva, autodeterminativa de la condición de clase trabajadora.  Bajo estos estandartes se había constituido un habitus de clase, y con ellos acudía a su encuentro con la muerte.

 

LOS FUEGOS DE LA INSUMISIÓN Y LA MANSEDUMBRE

 

La marcha por la vida fue también, en parte, el escenario de estas disposiciones culturales de clase del movimiento obrero. Como no podía ser de otra manera, la marcha multitudinaria de casi quince mil personas, entre los cuales se encontraban mineros, amas de casa, estudiantes y campesinos, cristalizó un modo plebeyo de reclamar al Estado. Ahí quedaba condensada una secular memoria colectiva de producir voz demandante a través de la explicitación del cuerpo social en movimiento. En verdad, es lo único que la multitud tiene de propio, de directo: su número, su agregación palpable, que manifiesta la fuerza de masa. Aquí, la ocupación de las calles, de las carreteras, es la verificación de una identidad de cuerpo de clase, fundada en la intervención directa en la escenificación del agobio, de la injusticia soportada y en la voluntad de que eso cambie.

 

Es claro que este acto de fusión colectiva de indignación, que se abre paso por la geografía, es un impetuoso acto de desposesión de la función parlamentaria  como vertedero deliberativo de las pulsaciones sociales; aquí la aglomeración actuante se sobrepone  como mecanismo de deliberación  fáctica de los asuntos comunes. Se abandona  el centro de trabajo, se ocupan las carreteras (Oruro-La  Paz; Sud Yungas-La Paz), y se recurre al tumulto para externalizar la palabra y el sentimiento de todos los trabajadores. Ya de entrada, esto habla de la vigencia de una particular  manera en la que se interiorizó la ciudadanía  como ejercicio de derechos,[13] bajo la forma de asociación, de cuerpo movilizado. Se trata de una exultante interpretación ética de la vida en común,[14] entendida como asociación y movilización por centro de trabajo, por rama de actividad y por identidad laboral como forma de filiación social.

 

En este sentido, la marcha vuelve a validar un modo histórico de entender la política como un hecho de masas mediante el cual: a) el trabajador  asume una identidad  corporativa por centro de trabajo; y b) este trabajador  colectivo, así constituido como sindicato, interpela al Estado y ejerce, sin s mediación, su lucha por el reconocimiento y sus derechos públicos.

 

Esta manera de filiación política y de práctica política obrera era portadora de múltiples virtudes. Por un lado, permitió crear un sentido de responsabilidad política sumamente arraigado en la vida cotidiana y la actividad laboral. Dado que, para ejercer derechos y modificarlos, el punto de encuentro y verificación es la unificación por centro de trabajo s su movilización, el acto de la política es una competencia socializada, practicada directamente por el trabajador como una s de sus funciones cotidianas. El papel de los especialistas de la "política", que monopolizan y privatizan este bien colectivo, queda así en gran parte limitado, ya que hay una inclinación generalizada a conceptuar el bien con como una competencia del común, de todos.

 

Por otro lado, la verificación de esta responsabilidad, por su propia cualidad de masa, no puede menos que practicarse a tras de mecanismos de unificación colectiva como la asamblea, la marcha, la movilización, la rebelión. Esto significa que la representación simbólica[15] de la lucha por los derechos colectivos no sólo es un lugar de formación de una identidad  social, sino que además sólo se puede ejecutar mediante técnicas asociativas comunalizadas, esto es, que son capaces de crear interunificación práctica y autónoma entre los trabajadores. De ahí que la medida de la democracia, en toda la época en la que prevaleció esta manera de entender la política, no fuera un problema cuantificable en votos ni en ingeniería de pactos parlamentarios,  como lo es hoy. Democracia era básicamente la intensidad unificadora por centro de trabajo del conglomerado laboral y el grado de permeabilidad del Estado para reconocer, r y canalizar las demandas de la sociedad sindicalmente organizada.

 

Estos elementos, a su vez, han permitido forjar en la historia una autorrepresentación obrera signada por la unidad, la disciplina laboral y la movilización de masas. Dado que el obrero sólo puede mirarse a sí mismo a través de su cohesión con los demás y a todos juntos en estado de tumulto movilizado, hablamos de una identidad  de clase caracterizada por la fidelidad a los mandos sindicales y al estado de congregación actuante. Se trata de un auténtico prejuicio de clase, resultante de una lectura interna de la historia, en la que lo único permanente en las luchas desplegadas ha sido el sindicato y la solidaridad de otros sindicatos. Mientras los pequeños partidos y los caudillos se disuelven ante las primeras balaceras, el sindicato está ahí para proteger  a las familias, para cuidar a los hijos abandonados, dar trabajo a las viudas, para hacer conocer lo que pasa en otros campamentos, para enterrar a los muertos. En fin, ha sido el sindicato-en-lucha el lugar donde el ser desarraigado de la tierra y del ayllu encuentra un sentido de intelección de la vida, una nueva familia perenne, que le devuelve la vivencia de integración y de trascendencia sin la cual ningún ser humano es capaz de sostenerse en pie. En fin, el sindicato, su disciplina, sus costumbres  movilizadas, son el lugar donde el obrero se puede mirar a sí mismo en la historia y proyectarse en el porvenir, de retarlo, de desearlo y hundirse en él. En este sentido, se puede decir que el sindicato fue la única organización de clase obrera del siglo XX.

 

Por último, esta manera de entender  y ejercer las funciones políticas fue, con todo, el único momento duradero, en las últimas décadas, en que la política dejó de sostenerse en la activación de redes de parentesco y el soborno del miserabilismo económico, tan propios del comportamiento de las clases dominantes  y las clases subalternas. El patrimonialismo[16] y el clientelismo,[17] tan enraizados en los habitus señoriales de las clases pudientes y en los habitus dominados[18] de las clases menesterosas, tuvieron en la forma sindicato, en particular  obrero,  el único lugar donde material y culturalmente, y no sólo por medio de "llamados a la conciencia" como hoy, comenzaron a ser disueltas por prácticas y redes de filiaciones políticas modernas basadas en la adhesión y el compromiso ético.

 

Personas provenientes de los s distintos lugares geográficos, desprendidos de los tejidos de filiación sanguínea o de paisanaje, se agrupaban por centro de trabajo para practicar desde ahí, sin mediación ni mercadeo de voluntades, su manera de intervenir en la gestión de los asuntos públicos. La extinción posterior de esta manera de hacer política, que trajo consigo la "relocalización" (despido) y el enseñoramiento de los partidos poticos, hará regresar a la sociedad entera a los hábitos decimonónicos de la consagración política por la a del linaje de las elites gobernantes y la extorsión de la pobreza de los dominados.

 

Pero a la vez, hay un tronco de mansedumbre que se reconstruye a través de estas formas de entender la política. La marcha minera, en su euforia colectiva desparramada por la carretera, no se presenta en ningún momento para los mineros como un medio para arrebatar, para tomar de facto lo que se cree que es propio. Se puede decir que en todo el acto dramático de marchar lo que se está escenificando es la primordial  manera de estructurar el mundo a la que está acostumbrado el obrero, y según la cual su papel muchedúmbrico y arriesgado lo es en cuanto demandante, en cuanto peticionario alevoso y digno de lo que supone son sus derechos, sus necesidades y expectativas. Pero entonces aquí el derecho no es tanto una autoconciencia con efectos prácticos de la posición que uno ocupa en el mundo, y mediante la cual uno ocupa el mundo, sino un gesto colectivo para obtener reconocimiento ante el Estado, para obrar de una manera en el mundo. Es, en definitiva, en el Estado en quien el obrero se refleja para hacerse reconocer en sus prerrogativas públicas. Ciertamente, es una apetencia política muy intensa la que se pone en marcha, y de hecho no es exagerado afirmar que los obreros, y en particular los mineros, en toda esta época que va de 1952 a 1990, han interiorizado como un componente indisoluble de su identidad de clase la cercanía al Estado, la ambición de integración en el Estado.

Pero, a la vez, no se trata de una presencia en el Estado como objetivación de un yo colectivo de clase; es decir, el minero no se ambiciona en el Estado como titularidad gubernativa. Al contrario, se ambiciona poderosamente en el Estado como súbdito, como seguidor, arrogante y belicoso, pero tributario de adhesión y consentimiento negociados. El obrero no se ha visto jamás, a no ser en momentos extremos y evanescentes, como soberano; pues el soberano no pide sino ejerce, no reclama sino sentencia. Si bien el sindicato, movilizado a lo largo de todos los años anteriores desde la revolución de 1952, fue capaz de abrogar el monopolio de las decisiones políticas basadas en el linaje, el conocimiento letrado y el dinero, nunca ha de abandonar la creencia de que el apellido, el dinero y el conocimiento  letrado son los requisitos imprescindibles para gobernar.

 

Esto significa que la manera de proyectarse en el ámbito político sea meramente interpelatoria, no ejecutiva; esto es, que el obrero, a raíz de sus luchas, se siente portador inexcusable del derecho a hablar, a resistir, a aceptar, a negarse a acatar, a presionar, a exigir, a imponer un rosario de demandas a los  gobernantes, pero nunca ha de poder verse a sí mismo en el acto de gobernar. Es como si la historia de sumisiones obreras y populares practicadas desde el coloniaje se agolpara en la memoria como un hecho inquebrantable, adherido al cuerpo obrero, y empujara a la masa movilizada a enfrentarse al poder como simple sujeto de resistencia, de conminación, de reclamo, y no como sujeto de decisión y soberanía ejercida. La imagen que de sí misma habrá de producir la condición obrera es la del querellante, no la del soberano.[19]

 

Hay una inclinación irreductible  de este proletariado, y en general del proletariado moderno, a buscar sus derechos por mediación del Estado, lo que significa un reconocimiento impcito del Estado como representante general de la sociedad, como lugar de la constitución de un sentido de comunidad y adquisición de reconocimiento.[20] Pero, y esto es una singularidad de la formación de la condición obrera y popular en Bolivia, se trata además de una pertenencia dependiente, de una integración subordinada al Estado. La actitud peticionaria en el ámbito obrero explicita el carácter imprescindible de la aquiescencia de los gobernantes para ejercer un derecho, porque parecería ser que sin ese consentimiento, ese derecho careciera de legitimidad y validez. Parecería que el mundo se estructurara en el imaginario de clase, de tal manera que la propia identidad  actuante sólo pudiera consagrarse públicamente mediante el reconocimiento positivo (conquista de derechos) o negativo (la represión y la masacre) por parte de los gobernantes. Sin duda se trata de un auténtico habitus de clase, que a lo largo de la historia reconstituirá  el núcleo conservador y dominado de la condición obrera. Es quizá en esta anhelante búsqueda  de la mirada de los dominantes para poder certificar la presencia de los dominados,  donde habría que ir a buscar la inclinación a un hábito mendigo de las clases populares o la predisposición a  observar el cumplimiento de sus derechos como dádivas y favores personales otorgados por el personal gubernativo.

 

En la marcha, la memoria de estas sumisiones, corporeizadas como sentido común, guía los gestos mineros que se despliegan en el pavimento. En términos estrictos, la marcha, que con el pasar de los días llegará a cobijar a s de diez mil mineros, será la más grande escenificación de esta sujeción de la clase a la legitimidad estatal. En general, los mineros hacen lo que hacen para recordar al Estado que él no puede hacer lo que está haciendo, que no puede romper unilateralmente un pacto con los primordiales fuegos de abril, cuando quedaron  fijadas las prerrogativas y las dependencias  entre dominantes y dominados; se marcha, pues, para forzar nuevamente la inclusión de los derechos del trabajo en el ordenamiento del Estado.

 

A nadie se le ha ocurrido marchar para desconocer a Paz Estenssoro, que incluso había ganado en varios de los distritos mineros en las recientes elecciones de 1985; se marcha pues como gesto ritual y recordatorio de los compromisos históricos a quien precisamente emblematiza la impronta obrera en la nación: ctor Paz Estenssoro.

 

Sin embargo, el hecho de que en este llamado a la reconstitución de los pactos inclusivos en el Estado los mineros recurran al gesto doloroso y sufriente del cuerpo colectivo señala hasta qué punto las inclinaciones insurrecionales, con las que se forjó la correlación de fuerzas del Estado nacionalista, han cedido su lenguaje vigoroso y arriesgado, por la puesta en escena de un tormento colectivo a lo largo de trescientos kilómetros.

 

Ciertamente, en esto está presente la reactivación de un imaginario de clase, que narra su paso por la historia a través del recuento de las masacres, el dolor y la injusticia perenne de una patria ingrata que maltrata a quienes la sostienen. De ahí que se pueda decir que el movimiento obrero ha producido una narrativa sufriente de su devenir de clase, donde  el martirologio, la desgracia y las tribulaciones marcarán el único camino hacia lo que se considera una venidera redención, ineluctablemente ganada a costa de tanta desdicha. La marcha, los pies sangrantes, la comida improvisada, la lejanía de los seres queridos, son los gestos mediante los cuales reconstruyen su memoria para interpelar al Estado.

 

Pero ahora hay una peculiaridad  distintiva de este recuento de experiencias pasadas. Antes, las experiencias de tribulaciones y actos de sufrimiento colectivo siempre fueron el resultado inesperado de demandas, de reclamos y luchas que los obreros se sintieron empujados a dar para obtener  lo que ellos habían considerado  como justo. Las penalidades colectivas emergían como respuesta brutal de unos gobernantes insensibles, que no derogaban la creencia moral de la justeza de lo reclamado y que, por tanto, s pronto o s tarde sería nuevamente contraargumentada con una nueva movilización de las certezas morales de la clase. La marcha, en cambio, es una producción de penalidades deliberadas, decididas por cuenta propia; no la respuesta, sino el enunciado con el que se dirigen al Estado.

 

¿Qué es lo que ha llevado a esos mineros a recurrir a lo último que el ser humano utiliza cuando ya no tiene otras opciones, como es el cuerpo, como lugar de exhibición pública de dolor? La huelga de hambre, o el suicidio, en su versión s radical, siempre ha sido el último refugio del ser que, inhabilitado de medios de poder e influencia ante sus interlocutores, arrojado a la impotencia absoluta, recurre al propio cuerpo, a la autoprivación y al riesgo de muerte autoinfligido como último recurso de libertad para eludir la cadena de imposiciones que le ha arrebatado la posibilidad de ser reconocido. Es el último peldaño del ser dominado que está a la defensiva, que ya nada puede hacer para revertir su situación subalterna, y que se refugia en el drama del cuerpo para lograr reconocimiento, mediante la conminatoria extrema del autosuplicio o la búsqueda  de la muerte. Su efecto, en caso de darse, vendrá por el hecho de remover los s básicos fundamentos  morales de los dominantes, en cuanto seres humanos, que podrán verse compelidos a otorgar un plus simbólico de credibilidad,  de poder al dominado, a fin de integrarlo nuevamente al ámbito de la economía de derechos y concesiones sociales.

 

La dramática marcha por la vida de 1986, que abrirá un largo ciclo de marchas y crucifixiones populares en las siguientes décadas, marcará a su modo el nacimiento de una época de impotencias dramatizadas de las clases populares. La impotencia, puesta de manifiesto aquí, no es, en aquella parte del espacio potico, definida por la capacidad de movilizarse en masa o por la obtención de solidaridad de otros sectores sociales. Diez mil mineros caminando por días es, no cabe duda, una inédita acción multitudinaria, y el apoyo de los Comités Cívicos de Oruro  y Potosí, que entraron en huelga en los días previos,[21] s la adhesión de comunarios,  pobladores  y estudiantes,  muestra esta amplitud de conquistar apoyo de otros conglomerados empobrecidos. La impotencia aquí se ha de dar en aquella franja central del espacio político que tiene que ver con la capacidad de generar horizontes de organización y acción social propositiva. Los mineros carecen de un plan para producir historia colectiva que vaya s allá del legado por el capitalismo de Estado, en su versión nacionalista o izquierdista (el llamado "socialismo"), y que en 1986 se derrumbará estrepitosamente frente a los atónitos ojos de los mineros.

 

La fuerza obrera, la identidad de clase consagrada revolucionariamente a través de la insurrección de abril, tuvo al Estado y a la economía estatalizada como su fundamento material y potico. La fortaleza del Estado nacionalista y de su basamento  económico, como la industrialización estatalizada, fue simultánea a la fortaleza del movimiento obrero. De hecho, la posibilidad de la obtención del excedente social gestionado por el Estado, que le permitió crear los primeros pasos de una integración territorial y económica, dependía de la minería y sus mineros. A su vez, los mineros podían tener la certeza de su importancia social y de su capacidad de producir  efectos de reacción estatal, en la medida en que pertenecían a empresas estatales y el sindicato era reconocido como el modo predominante de ejercicio de ciudadanía.[22]

 

Por eso los hechos políticos sucedían de ese modo tan paradójico en el cual, si bien por una parte mineros y Estado aparecían como los s irreductibles  opositores (bajo la forma elocuente de enfrentamiento entre mineros y militares), lo eran porque al mismo tiempo, en la raíz de la historia de ambos, cada uno era el engendro del otro y su extensión s duradera (bajo la forma de la gestión de la producción minera y circulación de los excedentes económicos).

 

Los mineros habían producido, como ningún otro sector social, las cualidades estatales de la vida política, y cuando los usufructuarios dominantes creyeron que había llegado el momento de romper  ataduras  y reconfigurar la relación de fuerzas en el interior del Estado, los obreros no supieron qué hacer; carecían de opción, y a lo único que se inclinaron de manera obsesiva fue a rememorar la antigua composición de fuerzas, los añejos pactos inclusivos dentro del mismo ordenamiento estatal y económico. Carecían de plan histórico y, por primera vez en su historia de clase, se volvieron conservadores, pues sólo atinaron a proponer la preservación de lo existente.

 

El minero, que había impuesto su sello al corpus espiritual del Estado nacionalista, se había desenvuelto en él, y su campo de visibilidad era el que otorgaba ese ambiente cultural. s allá de la retórica pseudosocialista, el proletariado era nacionalista y con razón, porque fue dentro del programa nacionalista donde produjo su unidad, su identidad de clase, su épica, su ascenso social a través del sindicato y su pequeño bienestar. Por eso, cuando el propio Estado inició el desmantelamiento de los pilares materiales y organizativos de la antigua trama estatal y de las antiguas  adhesiones, se estaba evidenciando que las principales fracciones de las clases dominantes, constituidas en y gracias al Estado nacionalista, estaban delineando una nueva trama política, donde el obrero quedaría desprovisto de su intrusión y protagonismo en el Estado. En cierto modo, era una declaratoria de guerra, si entendemos  la guerra como una abrupta  ruptura  de la relación de fuerzas sociales llevada a cabo por todos los medios, incluidos los de la violencia física.

 

Inicialmente, el movimiento obrero no lo entendió así, o no quiso entenderlo,  y obró como estaba acostumbrado: reponer la economía de demandas y concesiones mediante la huelga, el paro y la movilización. Y cuando se percató de que lo que estaba en juego no era la forma de ese mercado político, sino la propia naturaleza, el contenido de los vínculos políticos anunciado por el cierre de minas y la muerte de la condición material de clase, se sintió incapaz de producir un proyecto autónomo de orden social distinto al que había conocido hasta el momento, y demandó el regreso al antiguo horizonte histórico del Estado nacionalista.

 

Con ello, se inició un ciclo de derrotas de largo aliento en el que, frente a una iniciativa arrolladora  de las clases pudientes, las clases subalternas no atinaron s que a atrincherarse  en la evocación de antiguos pactos sociales que la habían arrojado a la pérdida de iniciativa histórica, de imaginación propositiva, de autonomía, que hoy, catorce años después, lentamente comienza a ser revertida por estructuras  de movilización social de nuevo tipo, como la Coordinadora del Agua y la Vida de Cochabamba.

 

Por cierto, el problema no fue la falta de propaganda de los "activistas" que panfleteaban sus ofertas programáticas.  Pensar que las clases sociales eligen sus rumbos en función de la influencia pedagógica de unos cuantos escribanos es reducir la sociedad a un aula escolar compuesta por párvulos ignorantes y maestros portadores del saber y, peor aún, pensar que la objetividad del devenir de las luchas sociales y de las condiciones de clase puede ser reemplazada por los efímeros diagramas de las ideas.

 

La impotencia de horizonte histórico que emergerá en la marcha por la vida está anclada en hechos s poderosos que la propia constitución  de las clases laboriosas, como son los hechos prácticos y los efectos materiales que las clases son capaces de desplegar en el interior de las estructuras  técnicas y simbólicas de su condición de clase. En particular, es en las características de las maneras de unificarse, de resistir, de proyectarse en el ámbito de la estructura técnica y organizativa del proceso de trabajo industrial, es decir que es en la manera de constitución de la identidad  política de clase contemporánea donde  hay que ir a rastrear la producción de sumisiones, dependencias  y limitaciones de la clase obrera boliviana que emergerá en el momento de la marcha y en su desenlace.

 

En general, la condición  obrera  se ha caracterizado  por la radicalidad de demandar  y no tanto por la radicalidad de lo demandado al Estado y a la patronal. Desde los años veinte, el movimiento obrero ha creado una cultura reivindicativa centrada en el salario, los beneficios sociales, la alimentación, la protección familiar, la salud, la vivienda, el cuidado familiar que, ciertamente, poseen una absoluta legitimidad en cuanto conquista de derechos sociales y laborales mínimos e indispensables para garantizar la continuidad del trabajo y la vigencia de una dignidad colectiva. Se trata en su totalidad de un conjunto de derechos articulados a la regulación del valor social medio de la fuerza de trabajo, esto es, refieren al ámbito de la valorización histórico-moral de la fuerza de trabajo[23] dentro del espacio del mercado de la fuerza de trabajo. Se trata del punto de partida y del punto de llegada de la constitución del obrero como clase moderna, esto es, como portador de una mercancía que negocia los niveles de su realización mercantil, y que a lo largo de la vigencia del capitalismo ha tenido fuertes implicancias políticas de tipo reivindicativo, como sucede en Bolivia.

 

Sin embargo, existe otro espacio probable de constitución moderna de la condición obrera que, emergiendo de la posición objetiva del sujeto que vende la fuerza de trabajo bajo las leyes de la lógica mercantil, inicia su desmonte simultáneo, por cuanto se dedica a erosionar la propia constitución de la fuerza de trabajo como mercancía medida y regulada por el valor. Este espacio, que marca la franja crepuscular de la normatividad  del capital como hecho económico, cultural y simbólico, es el de la autoorganización del trabajador en el interior del proceso de trabajo, en acto de disputa y modificación de la realidad técnica y organizativa del trabajo como trabajo asalariado, como trabajo para valorizar el valor. Son los actos de resistencia, de interunificación de los trabajadores  para desplegar, corpuscular o ampliamente, estructuras de gestión de la realidad material del trabajo capaces de eludir la subsunción general del trabajo al capital, y, por medio de cuyas luchas, vertidas de múltiples formas y a lo largo de décadas, van creando un tejido organizativo, cultural y simbólico en disposición de engendrar horizontes de historia social autónomos, proyectos de iniciativa histórica susceptibles de disputar el sentido general del devenir, producido recurrentemente por las clases dominantes. Este nivel de autoorganización  de clase es el que, con el tiempo, produce efectos políticos de tipo revolucionario, que complementan y expanden ilimitadamente el tipo de práctica política reivindicativa, surgida de la lucha por derechos laborales mercantiles. Otra manera de leer estos dos niveles de la lucha política en la sociedad moderna es que el primero compete al nivel del sistema social de libertades, en tanto que el otro compete al sistema de necesidades. Una lectura del socialismo como mera satisfacción del sistema de necesidades, al margen de la ampliación del sistema de libertades, es el que en general ha predominado en los antiguos partidos de izquierda con influencia en el movimiento obrero, y que ha creado el ambiente intelectual y discursivo del enseñoramiento de la razón cultural del capitalismo de Estado y del discurso nacionalista.

 

El mundo obrero boliviano, precisamente, ha cultivado un tipo de práctica política fundamentalmente reivindicativa, en tanto que las prácticas políticas productoras de horizonte estratégico alternativo han sido bastante restringidas, por la reconstitución de sumisiones y mansedumbres en el interior del campo de fuerzas de clase que se dan dentro del proceso de trabajo y el proceso de producción en general. En cierta medida, el obrero boliviano, a diferencia de los trabajadores de otros países latinoamericanos, ha sabido llevar adelante una cultura de subordinación productiva basada en la sublevación intermitente y el lenguaje de masas. Pero a la vez, se ha impuesto limitaciones sistemáticamente, ha eludido o no ha creído necesario expandir  luchas en el propio ordenamiento de la racionalidad productiva moderna, reconstituyendo continuamente los mandos organizacionales, los usos técnicos de los sistemas productivos, la intencionalidad sesgada de la productividad capitalista y los esquemas organizativos técnicos del trabajo objetivantes de la lógica empresarial y de la acumulación.

 

Los contados momentos visibles en los que esta mansedumbre técnico-organizativa se ha puesto en duda, a través de las propuestas de cogestión, señalan una búsqueda renovada por incorporar este ámbito fundamental en las estrategias de resistencia. Sin embargo, por lo general, han sido propuestas de elites dirigentes, que se han limitado a modificar cuestiones de administración  y gestión externa, dejando de lado el espacio de la materialidad específicamente productiva del proceso de trabajo.

 

Que los mineros concurran  a la carretera Oruro-La  Paz con sus cascos, sus frazadas y unas cuantas dinamitas, pero sin una creencia aglutinante de lo que podría ser un devenir histórico autónomo, precisamente hallará sus condiciones de posibilidad en que éste tampoco había sido producido previamente desde el centro de trabajo. La estructura  simbólica de clase quedará así fusionada al Estado nacionalista y, cuando éste comenzara a despedazarse, lo haría arrastrando las propias estructuras mentales y organizativas del proletariado boliviano.

 

No ha de ser extraño entonces que los mineros que atraviesan Caracollo, Konani, Lahuachaca y Patacamaya no se estén movilizando para imponer un nuevo derecho legítimo, porque así lo han imaginado desde el momento en que lo han experimentado como prerrogativa deseada desde su fuente de trabajo; lo que se está pidiendo  es que se cumpla con un derecho que ya se sabe que está impregnado en la antigua institucionalidad estatal. La experiencia del cuerpo, que representa en la carretera el dramatismo de la vida en los campamentos, se muestra también como lugar de enunciación de una mitología política de clase del obrero en el Estado. La autoridad  de la Autoridad  gubernativa no está en cuestión; sus atributos de decidir, delegados y tolerados por los propios gobernados,  no son puestos en duda. Es más, tanto gobernantes  como gobernados  están siendo ratificados en sus respectivas posiciones políticas por obra práctica de los mismos gobernados, que no hacen s que reafirmar su posición de gobernados en el momento de demandar la vigencia de sus antiguos derechos de gobernados.

 

Desde el momento en que se acude al gobernante para exigirle que no quiebre impunemente los acuerdos primigenios, se está convalidando tácitamente la delegación del poder de decisión y la separación reglamentada  entre dominantes  y dominados.  El lenguaje colectivo de la denuncia  de la transgresión  moral del Estado, que se manifiesta a través de los signos del cuerpo, de la gesticulación dramática  de los dilemas sociales, exacerbará n s la fatal impotencia de estos mineros heroicos, que han cambiado las balas en los pechos por los callos en los pies, para demandar lo que consideran sus derechos.

 

La marcha, desde su inicio hasta su cerco, será el recordatorio mímico de un pasado subalterno, sostenido en la pertenencia de la minería al núcleo fundador el Estado-nación; en los pliegues del belicoso lenguaje y la puesta en escena del testimonio del cuerpo, está la remembranza agónica de la centralidad del ser minero en el Estado, en tanto que la escenificación de la demanda pertenece al gesto del suplicio colectivo, que pretende rasgar la máscara de indolencia que se han puesto los gobernantes.

 

Atrás ha quedado  la tentación de la ocupación y el levantamiento armado, que había despuntado en el horizonte en las jornadas de marzo de 1985. Incluso, vistas desde el temperamento de esta nueva marcha, se puede decir que esas consignas gritadas entonces desde los camiones que los regresaban a sus distritos eran poco menos que efímeros destellos, en medio de un estado de ánimo signado por la pasiva espera de que "alguien" distinto a ellos, unos "doctores", unos "jefes", unos "militares", tomaran las riendas de los asuntos públicos para apoyarlos.

 

Durante años se había originado una larga cadena de hábitos colectivos, donde  los obreros se veían a mismos y actuaban como feroces opositores de gobernantes  autoritarios,  o inquebrantables soportes de gobiernos y propuestas que ampliaran el campo de ejercicio de demandas populares. Pero, en ninguno de los dos casos, se habían visto a sí mismos como ejecutantes del acto de gobierno, como tampoco se veían como gestores del ámbito técnico productivo de la empresa. Siempre habían ordenado el campo significante de la lucha en términos de alguien a quien resistir y de alguien a quien apoyar, sin necesidad de cuestionar la pertinencia de la existencia de "alguien" por encima de ellos. Es como si la identidad de clase requiriera, para existir públicamente, de un tercero inclusivo, de un portavoz[24] que validara la existencia colectiva de la clase movilizada. Pero aquí, este "tercero inclusivo", por la a de la resistencia o el apoyo brindado hacia él, es un agente externo, que no pertenece ni a la clase ni a sus representantes directos, sino al mundo institucionalizado del Estado.

 

La marcha minera es, así, un eslabón de estas luchas de reconocimiento  no en el Estado, sino por el Estado como modo de validación de la propia presencia histórica de la clase obrera. Ante él, lo que se le dice ahora es que no puede abandonar a los obreros; el sacrificio de la marcha es el medio al alcance, el último en este caso, para llamar la atención, para pedirle que regrese a alguien que ya no está dispuesto a seguir moviéndose en el mismo espacio y con las reglas de juego a las que están acostumbrados los mineros. El cierre de operaciones no es la radicalización de las opciones del espacio compartido  entre Estado y mineros, es sencillamente el fin del espacio social de la narrativa obrera de los últimos cincuenta años; en realidad el único que conoció, y el que interiorizó el proletariado como substancia. El fin de este espacio se comenzará a vislumbrar como el fin del proletariado, de las estructuras  materiales y de las estructuras  mentales de la condición obrera. Muchos hablarán de la extinción de la clase obrera.[25] Sólo años después se darán cuenta de que el fin obrero, sellado en Calamarca, no será el del proletariado en general, sino el de un tipo de proletariado, de un tipo de estructuras materiales y simbólicas de la condición de clase, y del largo y tortuoso proceso de formación de nuevas estructuras materiales y simbólicas que están dando nacimiento a una nueva condición obrera contemporánea en el siglo XXI.

 

LOS DESIGNIOS DE UNA ÉPOCA AMARGA

 

El contenido de una época histórica se define, s que por una clasificación secuencial de sucesos, por el encuentro fundador de fuerzas sociales que, en un choque decisivo y en el resultado de éste, producen la estructura duradera de las jerarquías institucionales, de las relaciones de poder consuetudinarias, de los saberes prácticos legítimos, de los esquemas mentales mundanos con los cuales la sociedad, a partir de entonces, da sentido a su existencia. Al mismo tiempo, reactualiza por otros medios, y en todos los espacios de la vida pública y privada, la conflictiva e inestable relación de fuerzas primigenias.

 

Una época histórica puede definirse, entonces, como la diaria remembranza  práctica y corporeizada,  imaginada y objetivada, de un armazón relativamente estable de correlaciones de fuerzas sociales que fueron establecidas en un momento preciso y fechable de lo que Foucault llama una "prueba de fuego"[26]; y a partir de la cual, para reproducirla, todos, dominantes y dominados, arman el horizonte de probables legítimos. A su vez, el fin de una época ha de ser la revocatoria y la lucha por la imposición legítima de otro armazón institucional y simbólico, correspondiente a una nueva trama de la correlación de fuerzas entre los sujetos actuantes del escenario social.

 

La insurrección  de abril de 1952, por ejemplo, es el punto de arranque  de una época marcada por la irrupción  altanera y violenta de la multitud sindicalizada, en la consagración de una ciudadanía expansiva. La composición estatal no hará s que consagrar, reglamentar y, en su momento, utilizar esta impronta obrera, adecuándola  a los fines unificadores de las clases dominantes.

 

Los puntos de inicio y finalización de las épocas históricas son momentos desbocadamente propositivos,  en los que la fuerza triunfante puede mirarse a sí misma como activa constructora de las circunstancias que luego, una vez enfriada la costra superior de la conflagración, harán de las personas lo que ellas son en la vida cotidiana. Abril de 1952, visto en términos de su efecto en la estructura  social, fue un acontecimiento  revolucionario porque trastocó de manera radical la situación de las clases sociales: derribó a unas, encumbró a otras, mejoró la posición de otras y, a partir de ello, se reconfiguraron en forma y contenido las cualidades materiales del orden socioeconómico. Visto desde la trayectoria de las clases subalternas, éstas transformaron su estado de dominación  tradicional y lograron imponer un conjunto de prerrogativas y resistencias en la conformación del nuevo orden estructural de dominación.

 

El o 1986 trae, en cambio, otros signos de época. Vista en perspectiva, la marcha es la derrota de los límites populares de la vieja época. Las clases dominantes preservaron su poder, ampliándolo a terrenos de gestión anteriormente vedados gracias a la resistencia obrera. En este sentido, se puede hablar de un acto conservador, pero por traslación, esto es, un hecho transformador que renueva, bajo nuevas formas, el ejercicio de poder social por parte de las antiguas clases dominantes o, al menos, de la parte s importante  de ellas. Desde las clases dominadas, es una revolucionarización de sus condiciones de existencia, pero dentro del mismo esquema general heredado de su dominación; peor aún, es un momento de pérdida de prerrogativas, de retroceso en sus facultades autónomas e interpelatorias. Se trata de un cambio reaccionario, que disuelve conquistas de derecho democrático para intervenir corporativamente en las decisiones estatales, erosiona sus capacidades organizativas, fragmenta técnica y materialmente su unidad histórica, disuelve grandes trechos de memoria colectiva, ettera.

 

Desde el punto de vista del antiguo proletariado minero, en cambio, se trata de su deceso cultural, entendido como el fin de su protagonismo en la historia, al menos durante varias décadas; es la muerte de su iniciativa histórica, de sus certidumbres de clase, por mucho que su extinción física se prolongara  durante catorce años más, hasta el o 2000, con la privatización de Huanuni  y Colquiri.

 

Lo terrible de este momento fundador  es que a diferencia de 1952, cuando cada una de las fuerzas antagónicas sabía o intuía a qué acudía a las calles, predisponiéndose a jugarse la vida por la búsqueda de sus intereses primordiales puestos en juego en 1986 sólo una de las fuerzas, la dominante,  supo cabalmente la importancia del acontecimiento que se avecinaba y por eso concurrió en traje de combate a la carretera: el ejército del Estado y un estado mayor de empresarios y ministros coaligados. Para este gran desenlace, las clases gobernantes desplegaron con anterioridad una eficaz batalla simbólica por los esquemas de enunciación legítima del mundo: se estigmatizó como antidemocrática la acción obrera, se habló de la "carga" que representaban los mineros de COMIBOL para el Estado y los contribuyentes, se atizaron los temores de los pequeños propietarios  urbanos respecto a la demoníaca prepotencia minera y, cuando la marcha rebasó los cordones de seguridad policial de Caracollo, una conjura cuartelera de gran envergadura se puso en acción.

 

A estos preparativos de una inminente guerra, que anunciaba la reestructuración despótica de la relación entre capital y trabajo, entre ciudadanía y Estado, los mineros respondieron inicialmente con el llamado a la reposición de la estratificación social inaugurada treinta y cinco años atrás; iban, por tanto, a una guerra sin saberlo o, al menos, sin querer reconocerla como tal. El "volveremos pero armados" con el que se despidieron del pueblo paceño en marzo de 1985, y que era un lúcido presagio del irreversible anquilosamiento de la relación de fuerzas que sostenía el Estado nacionalista, quedó en nada.

 

El problema en agosto de 1986 no era que no hubiera armas; en verdad nunca hay armas para la plebe facciosa, y la rebelión social es precisamente el auténtico modo mayoritario de obtenerlas. Lo que aquí contaba de la defección obrera era que los mineros no se veían ni se deseaban a sí mismos como un ejército en apronte de batalla. ¡Si lo único que pedían era que se respetaran sus antiguos derechos, que se reestablecieran los antiguos pactos! Su desarme era entonces ante todo espiritual y, mientras éste se mantuviera, no había posibilidad alguna de armarse materialmente.

 

A medida que la marcha avanzaba, la carretera se iba llenando de s mineros con frazadas, con s incredulidad ante las medidas gubernamentales de cierre de operaciones  y con más demandas respetuosas. Sin embargo, el guión de la historia no estaba escrito aún. El entorno humano que cobijaba de pueblo en pueblo  a los mineros en marcha, las comunidades  aimaras del altiplano, los humildes de El Alto, palpaban lo que sucedía y comenzaron a obrar en consecuencia. Miles de comunarios, de escolares asombrados, salieron a saludar y a alimentar a los que consideraban inevitablemente un ejército. Se puede decir que los agasajaron como a quien va a retar impúdicamente a la muerte. Cada pueblo atravesado por los mineros festejó a estos "coyas locos" con música, ritual y variadas comidas dispuestas a los cuatro costados de las plazas. En la práctica se comienza a remontar ese infeliz desencuentro entre mineros y comunarios, que continuamente ha fracturado la fuerza de acción de las clases populares.

 

Con el avanzar de los kilómetros, los mismos mineros comenzaron a ser impregnados por el encendido ambiente que promea la cercanía de La Paz. Llegando a Patacamaya, en una gran asamblea, similar a la que todos los días realizaron en el pueblo de pernoctación, surgió de entre los marchistas la propuesta  de treparse a los camiones y llegar lo s pronto posible a la ciudad. Algunos dirigentes de sindicatos y activistas mineros ya habían tomado la precaución de traer dinamita, junto a otras provisiones, desde las minas. Grupos de militantes de lo que luego sería el Ejército Guerrillero  Tupac Katari (EGTK) habían comenzado a juntar decenas de armas de fuego de largo alcance en las comunidades aimaras paralelas a la marcha minera. Otros obreros propusieron que había que salirse de la carretera y caminar de noche para eludir la inminente represión, y s de mil mineros se adelantaron hasta Villa Remedios, quedando fuera de la acción de las tropas militares que luego cercarían al contingente mayor de marchistas en Calamarca.

 

Comenzó a despuntar la constitución  de un nuevo estado de ánimo, s lúcido ante las señas de la época. Ésta no era una marcha cualquiera; era un acto resolutivo del posicionamiento estratégico de las fuerzas sociales: "ya no se debería marchar indefensos porque es inminente la represión"; "hay que llegar hoy mismo a El Alto porque el gobierno no va a permitir que lleguemos allí"; "se tiene que llegar a El Alto para luego descolgarse a La Paz con los miles de pobladores que los estaban esperando", fueron los argumentos  de distintos oradores en la asamblea. Y ciertamente, la población humilde de El Alto, como los fabriles, maestras de los mercados, gremiales, profesores, habían ya iniciado los preparativos para recibir triunfantemente a estos marchistas valerosos y sumarse a la movilización frente al gobierno. La presencia de mineros aparecía como la seña mediante la cual todo el malestar individualmente  soportado,  todo el desprecio recibido y silenciado, habría de desembocar  en un torrente  de indignación y resistencia con capacidad de acción colectiva. Se necesitaba a alguien en quien confiar; siempre se necesita a alguien en quien confiar para transubstanciar la miseria material y organizativa de los subalternos  en capacidad  propositiva de acción común autónoma. Al final, esa señal nunca llegó, incluso hasta ahora: de ahí la escasez de moralidad pública de esta época.

 

s pudo la demagogia de un puñado de dirigentes sindicales sin brillo, sin valor, sin lucidez política, embobados por las virtudes de sus salarios parlamentarios y que, empequeñecidos ante la dimensión del significado epocal del gobierno movimientista y de la marcha, sólo atinaron a actuar en obediencia fatal a las reglas de juego tradicionalmente utilizadas con gobernantes anteriores: movilizar para pactar; enfervorizar el ánimo para luego mercadear en mejores condiciones la economía de derechos y concesiones.[27] No entendieron, ni han entendido  aún, que la marcha era el presagio del fin de época, la extinción de ese mercado de negociaciones entre sindicato y Estado y, junto a sus antiguos adversarios trotskistas que fomentaron la pelea por los extralegales para el retiro, encabezaron  la responsabilidad de la muerte del proletariado minero, tal como éste existió desde 1940.

 

Desde Patacamaya, los sucesos comenzaron a tomar un ritmo frenético. Rumores de represión,  asambleas deliberativas para adelantar  el camino, discusiones sobre si había que entrar  en huelga de hambre llegando a La Paz, propuestas de pelear y resistir la represión, desplazamiento de s armas y activistas desde Cochabamba  y Potosí para acercarse a la marcha. En medio de ello, estaba el discurso conciliador de la dirección sindical que, curiosamente, no había sido reemplazada n por un Comité de huelga, como siempre sucede en estos casos. Uno de ellos, diputado, puso las manos en el fuego, garantizando la palabra de los ministros que le aseguraron dejar entrar la marcha a La Paz. Veinticuatro horas después, este hombre lloroso sería escupido por las mujeres mineras, al constatar tardíamente el paralizante engaño.

 

La palabra oficial de la dirección sindical acabaría por preparar el escenario de la derrota. Ciertamente, no "fueron los culpables", en la medida en que el devenir de las luchas de las clases sociales no depende de la astucia o valentía de un buen o mal dirigente orgánico. Había ya una predisposición de largo aliento que fue creando, a lo largo de años y días, la adversidad del momento y la impotencia histórica minera para mirar s allá del horizonte nacionalista; las pocas hendiduras por las que se colaban opciones de porvenir distinto eran eso, grietas escasas y tenues de alternativas en una muralla de condescendencias al orden establecido. Sin embargo, esos dirigentes y esos partidos nada hicieron para ampliar esas grietas de autonomía y horizonte estratégico alterno. Al contrario, cuando pudieron, taponaron esas opciones y se dedicaron  a adular el ya extendido  conservadurismo  colectivo, la mansedumbre de clase, en la medida en que en ellos radicaba la preservación de sus privilegios, de su ascenso social personal.

 

Calamarca será el lugar del encierro, la derrota  militar y la derrota histórica de la antigua estructura  de la clase obrera dominante durante todo el siglo XX en Bolivia. El 28 de agosto se declara estado de sitio en todo el país, y en Calamarca regimientos enteros de soldados y policías, tanquetas de guerra, aviones, en un despliegue militar sin precedentes  de tropas de infantería y artillería, rodean a los obreros y sus familias.

 

Los generales ríen: es la venganza final de la vergüenza de abril, cuando les tocó a ellos desfilar con los uniformes volcados ante la torva mirada de victoriosos mineros armados. Los mineros ahora lloran su impotencia: es una derrota estratégica en toda la línea. Hasta ese día, el proletariado minero era la substancia viva de la época; su trabajo la sostenía, sus luchas la garantizaban; sus sueños eran la s destacable fuerza productiva  que la confirmaba. El colapso final de esa época, que pasaba por el quiebre de la forma en que acontecía el trabajo productivo,  en cómo se había formado la condición material y simbólica de clase obrera, se inició en Calamarca.

 

No se necesitó disparar un solo tiro para consumar la derrota; era tal la superioridad militar del enemigo y tal la indefensión espiritual de los mineros, tal la ausencia de un imaginario colectivo de un orden de cosas sociales que fuera s allá del Estado nacionalista, la estatización productiva y los pactos inclusivos de su dominación, que ya no había necesidad de muertos para convalidar la hecatombe  y la derrota  frente a la iniciativa histórica que desde entonces comenzaron a retomar las clases gobernantes.

 

¿Se podía haber intentado romper el cerco? Tal vez. Al menos eso fue lo que propusieron las mujeres mineras, que no se resignaban a volver a la muerte silenciosa de campamentos abandonados. Habían  nacido y crecido en el ambiente de asambleas y luchas comunes que preservaban el trabajo digno y el pan de los hijos; no se rindieron  antes y no aceptaban  fácilmente hacerlo ahora, s n cuando lo que esperaba al retornar  era la extinción de su mundo, de su historia.

 

Quizá el intento de ruptura  hubiera  cambiado  el posterior mísero destino de las familias mineras. Quizá la cuota de sangre hubiese dejado irresuelta en la pampa la fácil y contundente victoria política de los gobernantes.  Por lo general, la sangre y los muertos en los mitos populares dejan pendiente una deuda que reclama a las siguientes generaciones un resarcimiento; son una convocatoria a la búsqueda de una unificación actuante que satisfaga en el imaginario la recompensa, la reposición simbólica del sacrificio de la vida que podía haber sido la propia. Los muertos desempeñan  el papel del tercero inclusivo, de la externalidad unificadora, de la línea de sangre que amplía el parentesco simbólico, la pertenencia y la adhesión de una genealogía recordada por el recuento de los mártires. Quizá con ello la época posterior no hubiera sido tan descentrada y desapasionada como lo es hoy. Lo cierto es que, sin embargo, el cerco y la rendición sin batalla marcarán de manera duradera  el temperamento cultural de las siguientes décadas. Los obreros se despedirían  de la historia de una manera amarga y descolorida. En la altiplanicie, rodeados de soldados, subirán a los trenes sin nadie que los despida. No habrá estallidos de dinamita ni rostros altivos de quienes se arriesgan para saludar a la muerte. Los mineros tienen la mirada desplomada y se despiden sin gloria de esa patria y de esa sociedad a la que tanto amaron, a la que dieron todo su esfuerzo para sacarla del lodazal de la insignificancia y el temor vergonzante.

 

En Calamarca la condición  obrera,  creada trabajosamente durante cincuenta años, se hará añicos como un vaso lanzado al pavimento y, con ello, nacerá otro mundo del trabajo, igualmente signado, hasta hoy, por la pulverización, la hibridez de sus asentamientos geográficos, la levedad de sus creencias, la ausencia de confianza y de lazos de interunificación.

 

Desde entonces, y por s de una década, la historia de clase se hace trizas frente a la mirada atónita del obrero, que sólo experimenta  pedazos fragmentados  de vida, tránsitos temporales por un centro de trabajo en el que sabe que no puede depositar su porvenir, porque el futuro se ha vuelto una interrogante irreductible. El tiempo va perdiendo su homogeneidad para partirse en múltiples densidades, correspondientes a las múltiples geografías en las que el nuevo obrero debe realizar su capacidad laboral.

 

Esta reconfiguración material del mundo del trabajo ha puesto fin a un tipo de identidad obrera y a un tipo de estructura material del trabajo asalariado, dando lugar al surgimiento de un nuevo tipo de estructura  material y simbólica de la condición obrera, que apenas comienza a dar sus primeros pasos en la configuración de una nueva manera de autopresentarse, de imaginarse en la historia, de organizarse y enunciarse poticamente.

 

En gran parte, se trata de obreros muchísimo s numerosos que hace dos décadas y extendidos en cada vez s variadas ramas de la actividad productiva[28], pero fragmentados  en medianos centros laborales industriales, en pequeñas  factorías de subcontratación, en trabajos a domicilio que pulverizan en la geografía las posibilidades de reunión en grandes contingentes. Se trata además de trabajadores  por lo general carentes de contrato fijo, y por tanto nómadas que van de un oficio a otro, que combinan la venta de fuerza de trabajo en productos o servicios por cuenta propia con la venta de fuerza de trabajo temporal por un salario; los pocos que tienen contrato fijo han perdido la jerarquía de ascensos escalonados por antigüedad  y son compelidos a una competencia interna de ascensos fundada en la habilidad, el aprendizaje, la sumisión y la polivalencia laboral. En su gran mayoría, se trata de obreros y obreras jóvenes, disciplinados/as en el individualismo urbano por la escuela, la familia y los medios de comunicación masivos; a diferencia de los antiguos obreros, forjados en un espíritu de cuerpo sindical como garantía de derechos y ascenso social, los jóvenes obreros mineros, fabriles, constructores, petroleros de hoy, carecen de un horizonte de previsibilidad obrera, de estabilidad geográfica y de experiencia sindical, que dificulta enormemente  la formación de una densificada cultura de unificación y proyección social.

 

Con todo, y pese a todas estas pesadas estructuras que conspiran para una rápida articulación de lo que será un nuevo movimiento obrero y una nueva identidad de clase obrera, catorce años después de esa marcha aciaga, proletarios forjados en la antigua cultura de la adherencia obrera, pero lúcidos conocedores de la nueva realidad material y simbólica fragmentada de la condición obrera moderna, pondrán  en pie formas organizativas como la Coordinadora del Agua y la Vida en Cochabamba. Estas formas, por sus victorias conseguidas, su fuerza de articulación de sectores laborales dispersos, por su producción de solidaridad popular en torno a una autoridad  moral obrera, por la reactivación de la capacidad de creer de las clases subalternas en sí mismas y, ante todo, por la "recuperación de la capacidad de acción" o, mejor, por la producción de un horizonte de acción autodeterminativo, están dando lugar a una novedosa reconstitución del tejido social del mundo laboral y, en particular, de la identidad obrera contemporánea. Se puede decir que, desde abril de 2000, estamos ante un punto de inflexión histórico: el del inicio del fin de esa época signada por el programa neoliberal que se inauguró con la derrota de la "marcha por la vida".

 

 

Fuente:

 

La Potencia Plebeya

Álvaro García Linera

Siglo del Hombre Editores

CLACSO

Segunda Edición 2009

Pág. 197 - 210

 

 

 

Texto extraído  de Álvaro García Linera, "La muerte  de la condición  obrera del siglo XX", en El retorno de la Bolivia plebeya, La Paz, Comuna y Muela del Diablo, 2000

 

 



[1] Texto extraído  de Álvaro García Linera, "La muerte  de la condición  obrera del siglo XX", en El retorno de la Bolivia plebeya, La Paz, Comuna y Muela del Diablo, 2000

[2] Nikolai Kondratieff,  "The  Long Waves in Economy  Life", en Beverly Hills and London Review, no. 4, 1979; Robert Brenner, Turbulencias en la economía mundial, Santiago de Chile: LOM y Centro de Estudios Nacionales de Desarrollo Alternativo (CENDA), 1999; Theotonio  Dos Santos, "La cuestión de las ondas largas", en Jaime Estay, Alicia Girón  y Osvaldo Martínez (coords.), La globalización de la economía mundial, México, Universidad nacional Autónoma  de México (UNAM) e instituto de investigaciones Económicas (IIE), 1999.

[3]  Immanuel Wallerstein, Después del liberalismo, México, Siglo XXI, 1996

[4] Ana Esther Ceceña y Andrés Barreda (coords.), Producción estratégica y hegemonía mundial, México, Siglo XXI, 1996.

[5] Robert Boyer y Jean-Pierre Durand,  L'Après-fordisme, Paris, Syros, 1999; Robert Boyer, La flexibilidad del trabajo en Europa, Madrid, Ministerio de Trabajo y Seguridad Social, 1986

[6] Stéphane Beaud y Michel Pialoux, Retour sur la condition ouvrière, Paris, Fayard, 1999

[7] Giacomo Marramao, Lo político y las transformaciones, México, Pasado y Presente, 1982.

[8] Jorge Veraza, Revolución mundial y medida geopolítica de capital; a 150 años de la revolución de 1848, México, Itaca, 1999.

[9] Ana Esther Ceceña y Andrés Barreda (coords.), Producción estratégica y hegemonía mundial, op. cit.

[10] Pierre Bourdieu, La miseria del mundo, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1999

[11] Chávez Corrales, Juan Carlos (ed.), Las reformas estructurales en Bolivia, La Paz, Fundación Milenio, 1998.

[12] Luis Tapia, Turbulencias de fin de siglo, La Paz, Instituto de Investigación en Ciencias Políticas (IINCIP), 1999.

[13] Thomas Marshall y Tom Bottomore, Ciudadanía y clase social, Madrid, Alianza, 1998

[14] David Held, "Ciudadanía y pluralismo", en La Política, No. 3, 1996.

[15] Ernest Cassirer, Filosofía de las formas simbólicas; fenomenología del reconocimiento. Tomo II. México, Fondo de Cultura Económica, 1998.

[16] Max Weber, "Sociología de la dominación", en Economía y sociedad, México, Fondo de Cultura Económica, 1987

[17] Norbert Bobbio, El futuro de la democracia, México, Fondo de Cultura Económica, 1986; Máximo Quisbert, "Fejuve El Alto 1990-1998: dilemas del clientelismo colectivo en el mercado político en expansión",  Tesis de Licenciatura, carrera de Sociología, Universidad Mayor de San Andrés (UMSA), 1999

[18] Pierre Bourdieu, La distinción, Madrid, Taurus, 1998; también, del mismo autor, "Campo del poder, campo intelectual y habitus de clase", en Intelectuales, política y poder, Buenos Aires, Eudeba, 2000

[19] Georges Bataille, Lo que entiendo por soberanía, Barcelona, Paidós, 1996

[20] Axel Honneth, La lucha por el reconocimiento, Barcelona, Crítica, 1997.

[21] José Pimentel Castillo, "La marcha por la vida", en Problemas del sindicalismo, Llallagua, Universidad Nacional Siglo XX, 2000

[22] Álvaro García Linera, "Ciudadanía y democracia  en Bolivia, 1900-1998", en Ciencia Política, No. 4, junio de 1999

[23] Antonio Negri, Del obrero masa al obrero social, Barcelona, Anagrama, 1980

[24] Pierre Bourdieu, "La delegación y el fetichismo político", en Cosas dichas, Barcelona, Gedisa, 1996

[25] C. Toranzo et al., Nueva derecha y desproletarización en Bolivia, La Paz, Unión Nacional de Instituciones para el Trabajo de Acción Social (UNITAS) e instituto Latinoamericano de investigaciones Sociales (ILDIS), 1989

[26] Michel Foucault, Genealogía del racismo, Buenos Aires, Caronte, 1996.

[27] Edward Thompson, Tradición, revuelta y conciencia de clase, Barcelona, Crítica, 1979

[28] Sobre la nueva condición obrera en Bolivia, véase Álvaro García Linera, "Procesos de trabajo y subjetividad en la formación de la nueva condición obrera en Bolivia", en Cuadernos de futuro, No. 5, 2000.


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