Lunes 11 de Octubre del 2010
¡Qué novela! Potente, explosiva, desmesurada, llena de vida. ¡Tamaño novelista! Hijo de la famosa escritora y pintora Cota Carvallo y del notable crítico literario Estuardo Núñez, Rodrigo Núñez Carvallo (Lima, 1953) es un novelista fuera de serie, uno de los más relevantes de la nueva narrativa peruana. Se dio a conocer con la excelente novela “La comedia del desierto” (2002) y, ahora, nos entrega una obra ambiciosa, de proyecciones totalizantes, una novela-mosaico formada por varias historias y niveles narrativos.
En un primer plano (y uso ‘plano’ remitiendo al lenguaje cinematográfico), es un homenaje a la cinefilia peruana encarnada por apasionados y eruditos amantes del cine (la mayoría aparece con sus nombres reales) que, desde los años 60, en un medio casi sin producción de películas, asumieron el sueño (frustrado, en la mayoría de los casos) de ser cineastas. Uno de ellos fue Juan Bullitta (así, con doble t), fundador de la revista “Hablemos de cine”, animador central de los cineclubes y realizador de dos cortometrajes, además de poeta. Como protagonista, Núñez ha elegido a Rafael Delucchi, “un personaje de la vida real que fue actor de segunda línea en series como ‘Gamboa’ y ‘Carmín’ en los años ochenta, crio jaguares en su casa, estudió cine en La Habana y consagró vanamente sus sueños y energías a convertirse en […] director de cine en el Perú” (Jeremías Gamboa en “Somos”, 21-VIII-2010, p. 40).
El homenaje a la cinefilia está ligado al proyecto de filmar una metapelícula, es decir una cinta que tiene como argumento la realización de la película que estamos viendo. Delucchi anota fichas para el guion de esa cinta, llega a filmar algunas escenas y, en determinados pasajes del relato, hay anotaciones que aclaran que son parte del guion en proceso.
A la vez, se comenta con entusiasmo las “metapelículas” (perlas). Y, si bien fracasan en su sueño ejecutado con medios bárbaros (incluso hacen actuar jaguares), se elogia al cine (y al orgasmo sexual, ya que la novela también es profusa en mostrar el deseo sexual de las personas, jaguares y monos: el sexo como otro “sueño bárbaro”, con su cuota de frustraciones y rupturas) cuando no se reduce a una alienante y comercial “fábrica de sueños”, sino que libera el inconsciente (bautizado como “lincoln” en la novela): “Como que me drogo con el cine y con el sexo. Ambos me hacen olvidar la fragilidad de la vida. El arte a través de la poiesis transforma más el mundo que cualquier revolución” (p. 437).
Y, precisamente, en el trasfondo de la novela está la terrible fábrica de masacres que fue el sueño revolucionario que ensangrentó al país bárbaramente en los años 80 y 90. Sueño fracasado del fanatismo senderista aquí enfocado con una formidable (nos parece el hilo narrativo mejor desarrollado) actualización de la tragedia “Electra” de Sófocles, generando una referencia al teatro (la novela está dividida en tres actos) y a la actividad teatral del medio (Cuatrotablas, Patacláun).
Lo que no fracasa (a pesar de que abusa machacándonos su pasión por las metapelículas) es la novela convertida en una metanovela bajo la dirección de Rodrigo Núñez, quien aparece autorretratándose como Velásquez: “En primer plano está Claudio. Detrás el gordo Rafael, Rik, Paloma, yo, todos. Atrás, reflejado en un espejo está Rodrigo pintándonos. ¿Un metacuadro? Claro, la metapintura la inventó Velásquez con Las Meninas” (p. 420).
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